Animales tristes

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Pero las cosas no paran allí: leo en el diario económico La República que uno de los sectores con más rápido crecimiento en los supermercados es el de alimentos y ropa para mascotas ¿ropa?


 

Con la velocidad característica de los tiempos, la expresión “Animal de compañía” suplantó a la vieja palabra mascota, una de las últimas víctimas de la cruzada de corrección política que recorre el mundo.

Lo que muchos pasaron por alto es que detrás del simple cambio de nombre alienta una entidad metafísica que elevó a los animales a la condición de sucedáneos de la perdida comunicación entre los seres humanos.

Basta enumerar tres casos para hacerse a una idea de los alcances del asunto.

Un padre de familia me explica que le compró a su pequeño hijo un perro “para enseñar al chico a ser responsable”. Esa curiosa variante pedagógica lleva implícito un giro en nuestros parámetros éticos: hasta hace poco tiempo la noción de responsabilidad estaba ligada a su vez al concepto de deberes y derechos en el trato con otros seres humanos.

 

 

Que ahora precisemos de la muleta de un animal para conseguir lo mismo dice mucho sobre el tamaño de nuestras pérdidas.  Después de todo, no es lo mismo aprender el sentido de la responsabilidad en el cuidado de la abuela que en el de una guacamaya o un gato persa.

Sumo y sigo: cuando, en cumplimiento de la ley, una autoridad local ordenó el sacrificio de un perro que ocasionó lesiones irreversibles en el rostro de dos niñas, hordas de manifestantes se pronunciaron a través de las redes sociales y además hicieron presencia ante las instalaciones de la alcaldía para reclamar por “Los derechos del perro”.

Dejando a un lado la pregunta por la validez jurídica de esto último surge una inquietud más delicada: la que alude a los criterios de valoración que rigen la conducta de alguien más preocupado por un perro que por un niño.

Para tranquilidad de algunas conciencias, aclaro que amo a los animales, pero no creo que nuestra gata Fortunata sea más importante que mi mujer y mi hija, o que Yira, Motas y Larry, tres perros que reinan en la finca y en el corazón de los integrantes de mi familia escogida, tengan más peso en su vida que los hijos de los trabajadores, por ejemplo.

 

 

Pero las cosas no paran allí: leo en el diario económico La República que uno de los sectores con más rápido crecimiento en los supermercados es el de alimentos y ropa para mascotas ¿ropa?

Sí. Supongo que ustedes han sido testigos del sufrimiento de esos perros y gatos cuyas garras están hechas para eso: para agarrar, sometidos a la tortura de sostenerse sobre el pavimento o la superficie lisa de un centro comercial, con las patas atrapadas por los zapatos que los dueños les impusieron en su desesperado intento por lograr que el animal se les parezca.

Y lo último, pero no menos importante: leí en la cartelera de un conjunto residencial el siguiente aviso “Señor inquilino o propietario: enséñele a su mascota a ser responsable. No permita que haga sus necesidades en los prados y andenes”.

Como supongo que “hacer las necesidades” quiere decir cagar, imagino las que tendrá que pasar el animal en cuestión para volverse responsable y adaptar su conducta a los códigos humanos. Por experiencia sé que es más útil imponerles castigos leves pero significativos cuando cagan donde no deben.

 

 

La lista podría hacerse más extensa, pero se me está agotando el espacio y además podría ser víctima de un linchamiento digital por una de esas cofradías que protestan contra las corridas de toros y amenazan con cortarles los cojones a los matadores.

Por lo pronto pienso en San Agustín. Ustedes recordarán que ese libertino convertido en santo escribió en una ocasión que después del coito el hombre es un animal triste. Parafraseándolo podríamos decir que desde su encuentro con los seres humanos de estos tiempos y su infinita capacidad para los actos absurdos las mascotas son también animales tristes.

 

Contador de historias. Escritor y docente universitario.

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