Autorretratos en cuarentena: contagiar la esperanza

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Por, Diego Hernández Arias. Fotografías de Rodrigo Grajales

La fotografía da cuenta del estado del mundo cuando nosotros estamos ausentes
Jean Baudrillard

Asistir a la serie de autorretratos de Rodrigo Grajales es ser testigos de la extrañeza de su confinamiento. El cazador de instantes empezó retratándose en la intimidad de su hogar, pero al no tratarse de una cuarentena por sospechas de radioactividad, finalmente salió al espacio exterior a buscar íconos pereiranos y, para no abandonar el germen de su proyecto, decidió instalarse con su equipo en lugares menos concurridos. Desde casas antiguas comenzó a captar los objetos en su silencio. Rodrigo no imaginaba que su álbum digital fuese a superar la centena de fotografías. Según él, ahora trabaja para que su creatividad se extienda por otros seis meses. 365 imágenes pasarán a formar parte de su archivo personal que, desde ya, encontró un lugar en las redes sociales.

Rodrigo comprende que la vida es naturalmente un estado violento y que las fotografías, bien pueden representar sus micro muertes. Además de rostros dramáticos y exageradamente expresivos, lo que se observa en su pesquisa es lo multiforme: un trazo que va del rostro a las manos, de sus pies a otras extensiones de su cuerpo, —la memoria y la imaginación— para Borges más atractivas. Los árboles y el firmamento también acompañan sus capturas. Raíces, hojas y flores ornamentales y ramas secas que simulan sogas, proveen a sus fotos de una atmósfera siniestra, alegoría del encierro.

Como poseído por el lente místico de Gunnar Fischer en El séptimo sello, Rodrigo apela a la sublimidad, al reino de las sombras y a la penumbra para refractar su prisión metafísica. Mientras Bergman ambientó la citada película en la Europa medieval que estaba siendo devorada por la peste negra, Grajales toma como punto de partida la cuarentena decretada por la presencia de un virus, cuya naturaleza sigue siendo un enigma para epidemiólogos y expertos. De un trabajo artístico que se origine en las entrañas de una epidemia y una infodemia puede esperarse dos cosas… que gradualmente vaya perdiendo su inspiración hasta reducirse a panegíricos banales, donde se loe su figura semidesnuda o que se convierta en una colección de retratos psicológicos interesantes desde el punto de vista metafórico. Quienes conocemos de cerca las obsesiones y pretensiones del autor, sabemos que es probable que esté apostando por la última opción, debido a que en su discurso siempre hace especial énfasis en la naturaleza heterogénea de cada rel[tr]ato.

El simbolismo también es uno de los intereses de Rodrigo, quien acude a piedras preciosas y hasta camándulas para transversalizar su Arte con el universo esotérico y religioso, tan amplio y ambivalente como sus expresiones faciales. Su cara hace las de rostro, antifaz y gorgona. El artista plástico busca un lenguaje que apalabre su delirio, de ahí que refuerce sus imágenes con citas célebres de novelistas, poetas y dramaturgos. Precisamente esta inclusión de epígrafes es un juego con la identidad. Al ser gestor cultural y docente universitario, su propósito es también animar la lectura, toda vez que va esbozando una cartografía de su cuerpo.

Rodrigo es un fotógrafo nómada, por eso sus productos son imágenes en movimiento. Ensayar posturas frente a una cámara es un acto teatral, un ritual que requiere de perfil escénico y de una participación ceremonial para instalarse en el vasto campo de lo imaginario. Rodrigo tiene claro que un retrato no es estático ni singular sino poliédrico y con esa idea construye una arqueología de su piel. Se siente seducido por la historia y usa rocas con grabados, en un intento por evocar las antiguas inscripciones de los egipcios. Es consciente como Baudrillard (2004) que, la sociedad primitiva tenía sus máscaras, la sociedad burguesa, sus espejos, y nosotros tenemos nuestras imágenes. La serie de fotografías que componen este ejercicio de indagación interior pueden leerse como una sinfonía, compuesta por diversos instrumentos [en este caso enfoques] que generan ecos en nuestra conciencia.

Rodrigo Grajales busca —como el pintor, el poeta o el músico —, un espacio en su arte para la eternidad. Él sabe que la naturaleza humana es débil y está sedienta de inmensidad. Por esta razón, su escenografía regular no abandona la luz, la oscuridad y la niebla, con la cual se diluye. A diferencia de los griegos, que se apegaban a la belleza física, el estudio de Rodrigo centra su atención en la perfección inarmónica, la ficción instantánea. Aprecia la simplicidad de lo inestético y observa cómo la vida es inevitable y se reafirma, a cada momento, en la fotografía. La voluntad de retratarse en su casa o en espacios abiertos —bajo planos cenitales o en primer plano—, está enraizada en el gesto pictórico donde el cuerpo adquiere un valor discursivo.

En la caja de comentarios de su Instagram se leen desde elogios hasta críticas cáusticas. No obstante, la recepción de su contenido confirma la hipótesis de Baudrillard, cuando advierte que la imagen se ha convertido en realidad virtual de transparencia y de visibilidad total. En últimas, hemos pasado de la cámara oscura [caja negra] a escenarios más diáfanos e interactivos como los entornos mediáticos que nos permiten asistir de forma simultánea a la cotidianidad y a la hiperrealidad. En este sentido, la mediación tecnológica ha instado a fotógrafos amateur y con trayectoria, a colgar en sus blogs personales un sinfín de imágenes que van del trazo [le trait] al detalle [punctum]. En cualquiera de los casos, un lugar para sembrar la provocación.

La actividad de Rodrigo en redes es continua, inicialmente subía su retrato diario en las mañanas. Ahora acostumbra adelantarse y hacerlo en las noches. Es curioso que la fotografía también tenga ese carácter de obstinación, quizá sea por su índole narcisista o su condición efímera. Fotografiar es una actividad solitaria, en cuando no, nostálgica. La soledad del objeto retratado está relacionada con el sigilo mismo del fotógrafo, quien se acerca y espera con paciencia el momento abominablemente estético para la captura… hay que fingir que se estudia el enfoque, el ángulo, el plano. Se requiere —como diría Cortázar— perspectiva, dedos firmes, disciplina, buen ojo e imaginación. Fotografiar es pues, combatir la nada, es crear otro “yo”, permutar. La fotografía busca la invisibilidad para dar paso a lo espontáneo. Tanto imagen como fotógrafo desaparecen dando paso a la ilusión, a lo espectral y lo fantasmagórico: temas recurrentes en las citas de corte existencial y nihilista que incorpora Rodrigo a sus retratos.

Finalmente, no sobra decir que, si la realidad no basta, Rodrigo ha querido resignificarla mediante su caprichoso oficio de cleptómano. Sí, con su lente le está robando trechos a la nada. Su cámara es cómplice de lo que ha visto y que tal vez no ha querido retratar por temor o por falta de costumbre. Tal vez su lente [oculto] ha visto cosas que incluso él no había percibido. La ventaja para Rodrigo es que hoy todas las cosas quieren manifestarse. Los objetos se han mediatizado, quieren significar algo, ser leídos y registrados. De forma perversa, el mundo se auto publicita. Bien podríamos conjeturar, como los poetas románticos del siglo XIX, que ya no es el sujeto quien representa o retrata al mundo [Imago Mundi] sino que los objetos mismos —al estar hechos igual que nosotros de átomos y materia que sueña— son los que reclaman atención, al tiempo que nos nombran [Ánima Mundi]. De esta forma, argüimos que la inclinación de Rodrigo va más allá del hedonismo representativo. Es su forma de contagiar la esperanza e inspirar a otros a crear.

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