Uno de sus protagonistas, Carlos Alberto David Bravo, baterista e integrante fundador del grupo DesadaptadoZ, nos conduce en esta crónica al corazón roto del barrio Castilla en Medellín, una de las ciudades donde surgió este género musical en el país.
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Medellín, Colombia. Años cincuenta del siglo XX. Miles de inmigrantes llegan de todos los rincones del país. Muchos de ellos huyen expulsados por la violencia entre liberales y conservadores que sembró los campos de sangre y pavor. Otros arriban atraídos por el trabajo ofrecido por la creciente industria textil que, con el edificio Coltejer como máximo fetiche, devino símbolo y resumen de la ciudad durante medio siglo.
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Así se formaron barriadas enteras habitadas por obreros y empleados: Manrique, Aranjuez, Antioquia, Zea, Florencia, Pedregal y Castilla destacan entre decenas de asentamientos levantados con cemento y ladrillo a la vista.
Tres décadas después, a lo largo de los años ochenta, los hijos y nietos de esas familias vieron cómo la promesa se resquebrajaba. Las fábricas quebraron y lanzaron una legión de desempleados a las calles.
Sin formación académica alguna, los padres habían tenido más oportunidades que sus hijos, muchos de ellos egresados de universidades públicas. A modo de telón de fondo los grupos de izquierda se hicieron voz de un malestar cuyas facetas violentas no tardarían en manifestarse.
Justo en ese momento, el narcotráfico emergió como opción de vida y legitimidad para una amplia franja de esa juventud que se sentía excluida.
Otros se vieron empujados a las filas de la insurgencia y volvieron al campo abandonado por sus antepasados. Las armas fueron de hecho su manera de enfrentarse a la sociedad de la que se sabían marginados.
Unos cuantos- una minoría, en realidad- echaron mano de cuanto desecho encontraron, fabricaron precarios instrumentos musicales y se arrojaron a las calles con sus ritmos ruidosos a decirle al mundo las razones de su desgarradura: abuelos desplazados y despojados, padres ausentes, madres explotadas, hermanas abusadas, pan escaso, discriminación en el aula… y allá al fondo, una ciudad de oropel que los ignoraba.
Tal como sucedió en los extramuros de Manchester o Nueva York, fue en esos barrios donde nació el Punk en Medellín. Al principio, las bandas trataron de imitar a The Ramones, Sex Pistols, The Clash y otras hordas de energúmenos furiosos con el establecimiento que se aprestaba a pasar del estado benefactor al egoísmo despiadado de la era de Thatcher y Reagan.
Esos muchachos no tardarían mucho en comprender que podían contar la historia desde la propia herida, sin necesidad de préstamos. Después de todo, el dolor, la violencia y el abandono abundaban en esas calles empinadas desde donde se divisaba la ciudad del poder, la ciudad de los otros.
Un rápido examen a los nombres de esas bandas nos revelan la esencia de lo que se gestaba: Mierda, Pichurrias, Los Dementes, Semen, Pne, Tóxico Social o Relleno Sanitario. Incluso se concedieron licencias para hacerle un guiño iracundo al matriarcado antioqueño: Cuidado con las begonias, era el nombre de uno de los grupos.
Desde luego, no todos eran Punk. En la naciente escena convergían el rock and roll, el metal, el hard rock y el blues. Pero de esa suerte de magma surgió un vigoroso movimiento que, a través de letras elementales y un inédito despliegue de energía, dio cuenta de las ilusiones y la frustración de los muchachos en una sociedad cada vez más desigual: por definición, el punk fue desde sus comienzos un hecho político.
Sus letras nos dicen cosas como estas: “Nunca triunfé/ yo siempre perdí/ y sin embargo sobreviví/ siempre nacido para perder/ Y hasta mi muerte ¡eh (sic) de perder!”.
A modo de bebida litúrgica esos chicos despachaban botella tras botella de un brebaje llamado “Tres patadas”, capaz de prodigar en pocos minutos al oficiante y los feligreses el impagable don del olvido.
Uno de esos sacerdotes era Esteban, baterista y fundador de una banda llamada DexKoncierto. Lo conocí a finales de los ochenta en el municipio de Bello, donde vivía en una cueva desde la que desafiaba al mundo con proclamas que conmovían con su sencilla desnudez. Aún hoy, moviéndose entre Latinoamérica y Europa, Esteban sigue animando la movida punk que circula por los subterráneos con sus discos en vinilo y sus fanzines.
De a poco se armaron parches en las esquinas, en parques, en canchas, en lotes abandonados. Grababan sus canciones en casetes y las echaban a rodar de mano en mano. Así nacieron leyendas que alcanzaron algún nivel de notoriedad cuando el director de cine Víctor Gaviria invitó a varias agrupaciones para la banda sonora de su película Rodrigo D No Futuro.
Un detalle: siempre y en todo lugar las mujeres han estado presentes en la escena punk. Patricia Arenas, Yaneth Arias, Sandra, Natacha y Constanza se contaban entre ellas.
Con estas y muchas otras cosas está tejido el libro Mala Hierba: el surgimiento del punk en el barrio Castilla, escrito por Carlos Alberto David Bravo, con prólogo de Fabio Garrido, bajo el sello editorial Desadaptadoz.
Entre la crónica, el poema y el análisis sociológico las 177 páginas del libro nos conducen al corazón roto de una ciudad que por un lado encandila con la promesa del consumo sin límites y por el otro atiza la frustración y la angustia entre quienes no pueden entrar a la fiesta.
A través de una cuidadosa pesquisa que les sigue el rastro a los conciertos, las voces de los músicos, los lugares de encuentro, las grabaciones y las notas de prensa, el autor nos ayuda a descifrar algunas de las claves de esta música que les sirvió a muchos jóvenes para lanzarse de bruces y con temeridad no exenta de ternura a la sima de su propia desazón.
No sé si estos muchachos- hoy ya no lo son tanto- hayan leído a León De Greiff. Pero nadie puede poner en duda que se bebieron hasta el fondo el zumo de aquellos versos del poeta: “Juego mi vida/ cambio mi vida/ de todos modos la llevo perdida”.