Carteles políticos

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“El voto en blanco es la forma suprema de la desesperación política”, sentenció el profesor Danilo Herrera, sentado a una de las mesas de El cafetín, un popular tertuliadero ubicado en el centro de Pereira.


 

Al fondo, colgada de la pared, una fotografía de Agustín Magaldi parecía asentir desde la eternidad.

“Mmmm… mal puede desesperar quien nunca ha estado esperanzado. Lo mío es apenas una variante del descreimiento absoluto”, le respondí.

En ese momento, los otros contertulios tomaron partido: dos del lado del descreído y dos partidarios del esperanzado.

Empate técnico a dos días de las elecciones para gobernadores, alcaldes, concejales, diputados y ediles.

La variopinta y no pocas veces perversa fauna que controla la vida de Colombia desde hace por lo menos trecientos años.

Es decir, mucho antes de que este territorio se llamara Colombia.

 

 

Bien provistos de café amargo, los seis conversadores: dos profesores, un abogado, un vendedor de confecciones, un cura retirado y este servidor, contador de historias, se abandonaron a una de esas deliciosas charlas de café en las que el tiempo entra en suspensión y la realidad es una materia proteica que se acomoda a los antojos de cada quien.

Sólo por joder, les dije que Darío Echandía, un viejo zorro del Partido Liberal de hace más de medio siglo, escribió alguna vez que

un partido político es un proyecto de sociedad en movimiento.

Desde luego, hoy no queda ni rastro de esa idea. Convertidos en lucrativas empresas que no pocas veces rayan con el crimen organizado, los partidos políticos en Colombia operan a modo de fondos de inversión, donde aportantes disfrazados de cualquier cosa depositan sus dineros a la espera de que un triunfo de su favorecido les devuelva con creces el dinero apostado en la ruleta electoral.

Es decir, auténticos carteles políticos.

El modelo es de sobra conocido: contratos, cargos públicos, coimas. Es decir, lo público como un botín en el que modernos piratas y corsarios entran a saco.

 

 

Ante la sola mención de la palabra pirata, sentí que Gardel me hacía un guiño desde su cielo sin nubes: es lo más parecido a la esperanza que he experimentado en el último medio siglo.

Justo entonces Hugo Medina, un profesor de filosofía borrachín y nihilista- y perdón por la redundancia- se sacó de la manga una lista de imágenes que pueden resumir por si solas la sustancia de la que están hechos nuestros aspirantes a tomar el gobierno:

-Bolsas negras de plástico repletas de dinero en efectivo, sacadas por mensajeros furtivos a la madrugada con destino a la compra de votos.

-Empleados públicos amenazados con la pérdida del empleo si no votan por los políticos que los pusieron en el cargo.

– Empleados públicos sometidos al pago de un porcentaje de los salarios recibidos, destinados luego a la financiación de las campañas de sus benefactores.

– Gastos de campaña sufragados con dineros girados por reconocidos capos del narcotráfico.

– Saqueo del erario con el fin de financiar campañas y acrecentar las fortunas personales.

– Propaganda negra urdida por geniecillos del mal conocidos bajo le etiqueta de Consultores o Asesores de campaña, diestros en manejar las redes sociales para replicar prácticas tan antiguas que se remontan a los tiempos del Imperio Romano.

“Todo el mundo denuncia, pero nadie aporta las pruebas, por temor a ser silenciado a balazos”, terció Julio César, uno de los esperanzados.

“Eso, eso, en este país un balazo no se le niega a nadie– espetó, resucitado, el profesor Danilo Herrera-, y añadió: Por eso es el momento de empezar a cambiar”.

 

 

Ésta última palabra me produjo vértigo: los demagogos la han manoseado tanto que sólo nos queda la cáscara vacía. Es de esos vocablos que ya no dicen nada y necesitan, por lo tanto, de un cambio.

Como se acercaba la hora del almuerzo, de repente los contertulios nos volvimos prácticos y el profesor Herrera dio inicio a la sesión de probabilidades electorales. Entre números y ecuaciones decidió que solo había dos candidatos con opciones reales para tomar las riendas de la ciudad.

Así dijo: “tomar las riendas de la ciudad”.

“Ellos son Carlos Maya y Mauricio Salazar”, exclamó, alzando su dedo índice con aire admonitorio.

Ahí está el problema, señores, les dije, cansado ya y con el estómago pensando en un buen churrasco: que no son opciones, que son apenas dos máscaras de lo mismo.

El primero es una artimaña de la actual administración para prolongar su dominio y el segundo… bueno, el segundo por algo renunció a su carrera en el congreso de la República para jugársela por la alcaldía de Pereira.

Como dijo el gringo: “Business are business”

Así que, señores, gracias por el café y que entre el diablo y escoja.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

Contador de historias. Escritor y docente universitario.

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