Colombia y la justicia portátil

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La noticia de la detención del expresidente Álvaro Uribe provocó una reacción peligrosa que puede erosionar la institucionalidad de nuestras democracias: antes de dejar que la justicia avance con el caso, algunos líderes internacionales se solidarizaron automáticamente con el político colombiano.

Un hombre observa un mural en Bogotá con un retrato modificado del expresidente Álvaro Uribe Vélez. Juan Barreto/Agence France-Presse — Getty Images

Por Alberto Barrera Tyszka publicado en The New York Times

CIUDAD DE MÉXICO — Álvaro Uribe Vélez es un personaje polémico. Siempre ha estado en medio de grandes controversias y su manera de pronunciarse y de debatir puede ser muy irritante. No en balde, en más de una ocasión, se le ha comparado con Hugo Chávez: tan distintos en el terreno ideológico y tan parecidos en sus formas de ejercer el liderazgo. Producían experiencias carismáticas parecidas. Tanto el uribismo como el chavismo son movimientos devocionales. Su definición es la ceguera gozosa, la militancia política trabucada en fervor religioso.

La noticia del arresto domiciliario al expresidente colombiano, ordenado por la Corte Suprema de Justicia de su país, desnuda nuevamente los peligros de la polarización: la solidaridad automática que cuestiona y descalifica a la institucionalidad. Otro paso más en el paradójico proceso que están viviendo nuestras sociedades: los políticos asesinan a la política.

La polarización es una dinámica suicida para los políticos. Se exhiben en permanente ejercicio de destrucción, denunciándose unos a otros, alertando sobre planes malévolos y constantes confabulaciones. Lo único que le queda a los ciudadanos y a las sociedades son las instituciones. Es necesario un acuerdo mínimo, un pacto de respeto para defenderlas. El sistema de justicia no puede ser un poder portátil que se evalúa o se define a conveniencia, según las circunstancias y según el acusado.

El 4 de agosto, el propio Álvaro Uribe anunció a través de su cuenta de Twitter que por una orden judicial había sido privado de libertad. No es casual que se haya adelantado a las autoridades y haya decidido mediatizar de inmediato el hecho. De esta manera, desde su estreno, trasladó el caso del sistema de justicia a la dimensión del espectáculo, en clara clave de melodrama: “La privación de mi libertad me causa profunda tristeza por mi señora, por mi familia y por los colombianos que todavía creen que algo bueno he hecho por la patria”. Solo le faltó la música de violines.

El arresto domiciliario de Uribe responde a una investigación por “posibles riesgos de obstrucción a la justicia”, con supuestos sobornos y manipulación de testigos en un caso de 2014. Era previsible que esta detención —inédita en la historia colombiana— sacudiera internamente la ya agitada y dividida situación del país. Pero no deja de llamar la atención cómo, de manera casi inmediata, en los días siguientes, también comenzaron a aparecer reacciones internacionales casi instintivas, maquinales, que —mostrando su adhesión a Uribe— despojaban de cualquier legitimidad a la institucionalidad de Colombia.

En una carta pública, 21 expresidentes de Latinoamérica y España cuestionaron la decisión judicial y alertaron sobre la “ideologización” y la “manipulación” de las garantías en Colombia. Tal fue el desatino que la organización Human Rights Watch debió responder —también públicamente— con otra misiva donde prácticamente regañaba a los exmandatarios.

También el gobierno de Estados Unidos, a través de su vicepresidente, Mike Pence, reaccionó rápidamente y pidió el fin del arresto y —humildemente— condecoró a Uribe con la palabra “héroe”.

Pero nada, sin duda, como María Corina Machado, líder de la derecha venezolana, quien envió un mensaje de alerta al pueblo colombiano, definiendo el hecho como una “operación” del “conglomerado criminal” que se instaló en el país, como parte de una conspiración internacional destinada a convertir a Colombia en una nueva Venezuela.

Todas estas reacciones son un espejo perfecto donde puede verse la mediocridad absoluta que produce la polarización. El liderazgo que —apelando al modelo y a los valores liberales— ha defendido siempre la independencia de poderes, repite ahora las misma acciones y las mismas declaraciones que tanto le ha criticado a sus adversarios. De pronto desacreditan al poder público y desautorizan a la institucionalidad colombiana por una sola razón, por un nombre. Por haberse metido con un aliado.

La relación de Álvaro Uribe Vélez con la justicia es larga y tiene un extenso expediente. Hay investigaciones, incluso documentos desclasificados en Estados Unidos, que lo vinculan al narcotráfico en los años noventa. En su propio país, el expresidente acumula 29 procesos en la Corte Suprema y más de 200 en otras instancias judiciales. Y Colombia no es Venezuela, no es una dictadura donde un partido controla y maneja a su antojo el sistema de justicia. Visto desde esta perspectiva, parece muy temerario e irresponsable establecer respaldos instantáneos que, además, sin aportar ninguna prueba, erosionan la credibilidad de las instituciones de un país extranjero.

En Latinoamérica, donde seguimos batallando tanto por la autonomía de los poderes y en contra de la impunidad, la defensa de las instituciones debería ser un acuerdo indiscutible para la supervivencia de la democracia. Es muy saludable que en cualquier sociedad se pueda investigar y juzgar —con transparencia y apego a las leyes— a cualquier exfuncionario público. Aunque se llame Álvaro Uribe Vélez.

Alberto Barrera Tyszka es escritor. Su libro más reciente es la novela Mujeres que matan.

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