Crónica de una crónica nunca contada

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Este es un viaje por algunos de los 13 mil expedientes judiciales que guarda con cuidado, desde 1985, el Archivo Histórico Judicial de Medellín.


Texto extraído de: De la  Urbe

Por: Julio César Orozco Ospina

 

En 1901, apenas despuntando el siglo XX, en esta Villa del Aburrá fue encanada Filomena Díaz por su actitud alcahueta frente a los comportamientos inmorales de sus dos hijas, quienes recibían hombres en su casa a cualquier hora del día. En pleno corazón de Guayaquil, once años después, Juan José Henao fue capturado y acusado de blasfemia en un caso que conmovió a la población y tuvo como ofendido a Dios.

Una tarde cualquiera de febrero, por allá en 1940, Ángel María Barrientos moría desangrado sobre el piso de ladrillo de una vieja cocina, de una finca de Valdivia: había recibido diecinueve machetazos. Tres años después, en Medellín, ahí en la iglesia de la Veracruz, Jesús Abad era obligado a casarse con Alicia Franco, una jovencita de dieciséis años a quien él, hombre mayor, había despojado de su virginidad, apenas un par de semanas antes, mediante engaños y falsa promesa de matrimonio.

Estas historias bien podrían estar enterradas en alguno de los trece mil expedientes judiciales que guarda con cuidado, desde 1985, el Archivo Histórico Judicial de Medellín, ubicado en la Universidad Nacional de Colombia en su sede de Medellín. Pero los historiadores, los investigadores y ahora los periodistas, nos atrevemos a hurgar en esos papeles frágiles y polvorientos para desentrañar, en duro combate, la historia nunca contada, la crónica judicial que los diarios apenas si reseñaron.

La evolución de un crimen que, sin duda, conmovió a un pequeño pueblo, a una alejada vereda, a esa Medellín parroquiana que, entrado el siglo pasado, apenas si intentaba abrirse a los cambios que nos traería el desarrollo de la industria y el comercio.

¿Qué significa esta tarea? Primero, como ya se ha dicho, enfrentarse al expediente judicial. La documentación, que va desde 1664 hasta 1964 y corresponde a los períodos Colonial, siglo XIX y parte del XX, está clasificada apenas por unas cuantas palabras relacionadas con el lugar de ocurrencia de los hechos o el tipo de delito.

Si nos atrevemos a indagar entre esos expedientes anteriores a los años treinta, entonces advertimos que no hay máquina de escribir, todo está manuscrito en una caligrafía que, bien por el paso del tiempo o por la escritura libre de quien levantó el expediente, requerirá de muchas lecturas, entrenar bien el ojo y, si es del caso, hacer un curso de grafología.

 

Foto extraída de: contraluzcucuta.co

 

De otro lado, un expediente judicial, y eso es así hasta nuestros días, es un amasijo de papeles poco uniforme que puede contener entre veinte y dos mil folios de declaraciones, testimonios, autos, descripciones, entrevistas, requerimientos o apelaciones, sin que la historia parezca llevarnos a ningún camino cierto.

Por eso, estas crónicas judiciales deben nutrirse con aquellos libros de historia que nos relatan los usos y costumbres del momento; con la historia y evolución misma de la criminología, que nos habla de lo normal y lo anormal, de lo que la sociedad premia y castiga; por tanto, de lo que es o no delito.

Pero, ante todo, toca ir siempre a esa fuente primaria que registró el hecho, los archivos de ese diario, folletín o revista que ya no son periódico de ayer, sino la crónica de hoy, que con todos sus detalles narró y puso a hablar a una sociedad entera de tal hecho escandaloso, de aquel acto reprochable, de este macabro crimen, de aquel aterrador malhechor.

De la crónica judicial se dice casi de todo. Se la señala de haberse convertido en género menor, que tuvo sus días de gloria en esa mitad del siglo XX cuando sus reporteros llegaban al lugar de la noticia antes que los operadores de justicia y ayudaban con la solución del crimen y la condena del culpable, con gran celeridad y diligencia.

Ahí están Felipe González Toledo, el “auténtico sabueso de la reportería policiaca”, cuyas crónicas sobre el mundo del crimen bogotano, compiladas en varios volúmenes, aún se leen como si fueran suceso de ayer; Octavio Vásquez y Jairo Zea Rendón, quienes desde Sucesos Sensacionales, en tierra antioqueña, pretendieron convertirse en los mejores aliados de la justicia y la moralidad pública; y el infaltable Alfonso Upegui, Don Upo, maestro de la sátira, la ironía y el arte de la titulación, capaz de convertir un expediente de mil páginas en su magistral cuartilla “De los estrados judiciales” en El Colombiano.

Hay que decir que la crónica judicial sigue siendo género mayor, y no solo por el hecho de que las grandes historias que están narrando hoy los medios alrededor del mundo sean, ante todo, las grandes crónicas del crimen transnacional, sino por mi convencimiento personal (permítanme hablar desde mi experiencia de maestro) de que quien es capaz de contar una crónica judicial bien contada, de principio a fin, ya está preparado para enfrentarse a cualquier historia.

Pues en ninguna parte, como en la crónica roja, palpitan con tan extraordinaria fuerza el pasado, el presente y el futuro, con sus hechos, detalles y protagonistas.

 

Historias olvidadas

 

Imagen extraída de: contrastes.com.co

 

Estas, las crónicas que nos dejan narrar los archivos judiciales, se reducen en buena medida a pleitos de vecinos, conocidos y amigos que, en una cantina de barrio o en apartado paraje veredal, resolvieron sus más cotidianas diferencias personales, religiosas o políticas con el filo de una navaja o una rudimentaria arma de fuego.

En otra esquina del delito, son protagonistas de primera línea, miren ustedes lo curioso, los amantes y los amados, aquellos que le perdieron una apuesta al amor o que, en su intento de ganarle, cometieron muchos delitos en su nombre.

Las ofendidas: ellas, puras, castas, virginales, doncellas, enamoradizas. Los culpables: ellos, machos, donjuanes, aventureros, enamoradizos, defensores del honor, sinvergüenzas. Los testigos: sirvientas, celadores, curas, costureras, tenderos, amigos: todos, culpables de alcahuetería.

Las pruebas del juicio: cartas, fotos, poemas, cancioneros, mechones de cabello, boletas, esquelas, pañuelos marcados con las iniciales del ofensor. Ahí están, en los expedientes, como prueba inmortal de un amor prohibido.

La sentencia: la Ley absuelve al hombre y la sociedad condena a la mujer.

De la crónica judicial se dirá, también, que les da voz a aquellos sujetos anónimos, a esos personajes que, solo con su pequeña tragedia o su terrible muerte, la prensa reconoce para regalarles un instante de honor y de fama.

Para quienes ni eso tuvieron, debemos intentar contar estas crónicas. Lo hemos hecho de la mano de un grupo de estudiantes de Periodismo Judicial. No ha sido tarea fácil, no solo por lo dicho hasta acá, sino por el propio reto que para nuestros nuevos periodistas implica enfrentarse a los intríngulis de un expediente judicial incompleto, denso y olvidado. Y porque siendo la nuestra una nación atravesada por el conflicto, a los reporteros aún nos cuesta mucho entendernos con la realidad del crimen.

De las historias rescatadas, se hizo una selección que recoge diferentes momentos históricos, lugares, circunstancias y modalidades de los delitos, muchos de los cuales dejaron de existir hace décadas en el Código Penal colombiano. A su vez, cada periodista ha intentado imprimir su estilo y su voz narrativa, permitiendo que, dada la licencia literaria que otorga el paso del tiempo, sean incluso los mismos muertos quienes cuenten su historia. Quienes no encontraron justicia en la Tierra, quizá en estas crónicas se sientan redimidos para la eternidad.

Contamos historias desde otras formas de mirarnos.

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