De piruetas y pirulines

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Se dice frecuentemente que “la política es dinámica”, y seguramente algo de verdad encierra esa frase, puesto que la política es el arte de los acuerdos, y en ese orden de ideas, las realidades empujan a las fuerzas representativas de la sociedad a buscar diferentes formas de acomodo.

Lo ideal, también se repite constantemente, es que los acuerdos se hicieran en función de ideas y programas, y para ello, se recuerda que es necesario tener partidos políticos fuertes, que trasciendan los procesos electorales y los diferentes períodos de mandato, y que se estructuren en función de propuestas y, sobre todo, de una visión de sociedad a largo plazo.

Hasta aquí el repertorio de lo deseable.

Ilustración de Antonio Caballero.

Pero en el mundo, y de modo folclórico -tropical en nuestro país, todo lo anterior importa cada vez menos.  No han sido ajenos a la política nacional los cambios bruscos de partidos, de idearios, de candidatos y de aliados políticos, las tradicionales piruetas o volteretas electorales. De piruetas estamos inundados en nuestra historia, y cada día las ejecuciones son más sensacionales, más aparatosas; y los que las ejecutan más acrobáticos, estirando hasta el límite la integridad de sus humanidades a riesgo de reventarse de tanto salto.

El respetable público puede darse ánimos pensando que lo que presencia en estas elecciones, las presidenciales cuya primera vuelta se darán el próximo domingo 29 de mayo, es un performance de alto desempeño acrobático. Y, hasta llevados por esa falsa ilusión, podrían aplaudir entusiastas el espectáculo, alineados, como fuerzan las circunstancias, en bandos que se oponen a rabiar, se muestran los dientes, se insultan, y amenazan con agredirse cada vez de manera menos figurada y más real.

Tranquilos. No estamos presenciando los juegos olímpicos ni el Cirque du Soleil. Y si de circo se tratara, más bien es el momento de los payasos, porque el espectáculo al que estamos sometidos en estos comicios en Colombia no está en manos de grandes acróbatas, ni siquiera de clowns formados y experimentados. No, asistimos, más bien, a la presentación de los payasitos, ridículos, ebrios anticipando la borrachera de pirulines que se les prometen desde cada una de las orillas; pirulines cocinados con las prebendas, los puestos, los privilegios, el tráfico de influencias, y grandes porciones del presupuesto nacional.

¡Calmados colombianos!, que el resultado del espectáculo de los payasos, cada vez más decadentes, será indiferente al flanco que termine por hacerse con el escenario por los próximos cuatro años. No fantaseen con cambios estructurales, ni en primera, ni en segunda, ni en tercera. Ni con nuevos comienzos, y menos con una nueva sociedad, diferente a la que padecemos todos los días.

Recuerden queridos compatriotas que, al final, y más si hay pelea encendida en ambos costados del tablado, lo que nos espera son los pasteles estrellados, la crema batida derramada, el halón de pelos que amenaza con retirar la peluca, los puños, las babas, los mocos y la sangre.

Parecen tan inofensivos que hasta nos enternecen con sus graciosas piruetas, pero lo suyo no es la risa, aunque a veces la desaten en el público, sino el embuste. Detrás de sus ridículos contoneos, de sus volteretas escandalosas, de su falta de memoria selectiva, y de sus incoherencias; por debajo de los brillantes vestidos, las máscaras y los zapatotes, se esconden los pelos, las fauces y las garras. La orilla no hace la diferencia, y su aparente torpeza procede de los engorrosos disfraces con los que pretenden engañarnos. Una vez se hagan con el poder, se despojarán de sus ropajes, y se mostrarán ágiles e implacables para devorarnos.

Contamos historias desde otras formas de mirarnos.

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