Al arribar a la 45 oeste con calle 27 de Manhattan nos topamos con una larga fila de turistas insolados, confusos ante la dificultad de encontrar orinales decentes para aliviar el camino. Ciudad hostil, desdeñosa, Nueva York vive como en sus postales: aguada en el color pop del Díptico de Marilyn; amañada en el estilo vintage de la gente bonita, que frunce el culo para verse más sensual en su vagabundeo por Times Square.
Mientras esto sucede en los andenes, otra serigrafía, casi lejana, aviva los relieves de la vida brillante en los rascacielos, al borde de Central Park. Don’t cross Central Park at night, previene Octavio Paz. La vida brillante, como la de Trump, lo sabemos, gusta de la perversión. Algo habrá que hacer para salir del aburrimiento, quizá en las noches, como El hombre lobo. Pienso en el destino de Jeffrey Epstein y en su extraña muerte, a unas cuadras de la 27, en un piso del Centro Correccional Metropolitano, próximo a Wall Street.
En fin: debía pensar en algo, mientras los demás turistas lograban su objetivo y se iban para otro sitio de interés. Insolados, perplejos con el rumor sinfónico de muchas lenguas, nos habituamos a la fila. Era muy temprano aún para saber que la vida nos estaba preparando en eso de soportar, estoicos, todo tipo de filas con tapabocas: las del supermercado, las de las Eps, las de las oficinas de recaudo.
Teníamos un objetivo común: queríamos sentarnos a un lado de Oscar Wilde, el dandy aristócrata. Queríamos posar con él para la posteridad de los álbumes digitales; vanagloriarnos ante las visitas que se preguntarían por el origen de la imagen. No obstante, yo quería algo menos frívolo, acaso más esotérico: hablar con ese hombre, escucharlo en la eternidad de su bronce lacado, de su elegancia irlandesa, él, que había escrito “Otras ideas radicales sobre la reforma del traje”.
Fiel a la literatura, bovarista por convicción, sabía que Wilde me concedería algunas palabras.
–¿En qué íbamos, maestro Wilde?
–En nada, turista, acabas de sentarte.
–Es cierto, soy torpe al iniciar este diálogo con un trastabilleo fático. Me pregunto cómo la pasa usted por estas calles luminosas.
–Qué te digo, la inmovilidad no ha sido mi fuerte. Además, suelen visitarme turistas ignaros, que no tienen la más remota idea de lo que escribí hace décadas. Solo saben que era homosexual y que esa condición, divertida y hedonista en principio, marcó el camino de mi derrota.
–Comprendo, maestro.
–Deja de llamarme maestro. En tu boca de latino suena a muletilla. No creo que comprendas mucho.
–¿?
–Si quieres que este diálogo insulso continúe déjame preguntarte qué has leído de mí.
–Muchas cosas, sus ensayos, sus novelas. Entre ellas El retrato de Dorian Gray.
–Ya veo. ¿Recuerdas alguna frase, alguna sentencia de las que allí expuse?
–Recuerdo algunas, sí señor. La de Lord Henry, en su diálogo con la duquesa Gladys.
–Qué interesante. Prosigue.
–La duquesa le pregunta por el arte, por el lugar que el arte tiene en la vida. “¿Dónde dejas el arte?” Pregunta ella. Y Lord Henry responde que el arte es una enfermedad.
–Es el gran tema, desangelado turista. No el del arte como atributo creativo del ser sino el de la enfermedad. Sí que lo sé, en mi experiencia carcelaria, en mi vida de clochard en las calles parisinas.
–También habla usted del alma enferma.
–Ese es otro tema. La enfermedad de la que hablo es la del cuerpo.
–Como lo supo el eterno joven Dorian.
–Veo que no comprendes. Lo de Dorian es una apuesta, una batalla para derrotar el destino que nos imponen los dioses. Su debilidad, su engreimiento es lo que lo hace monstruoso. Hablo del cuerpo como deterioro, como corrupción.
–Borges, uno de sus más tempranos traductores, señor Wilde, dijo en “El zahir” que “En los velorios, el progreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras anteriores”.
–Memorable sentencia, como si la hubiera copiado de mí.
–No me sorprendería, usted hace parte de su Biblioteca personal. Incluso antes había contemplado una revelación en otro personaje: “Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso.”
–Ya empiezas a entender. El cuerpo como enfermedad, como extensión de una memoria que de súbito es atacado, aplanado. El cuerpo como fragilidad, expuesto al aire, al contacto con los otros, a la carga viral que expanden los diminutos organismos que no vemos.
Un turista francés empezó a proferir palabras soeces. Me increpaba, me exigía que me parara de allí, que era su turno para tomarse la selfie. Vacilante, fui incapaz de armar una frase de despedida.
Han pasado meses desde aquel diálogo con el señor Wilde. He vuelto a las calles de Manhattan pero ahora siguiendo las cámaras de reporteros intrépidos. He reconocido en fotografías algunos lugares que me son familiares. Calles desoladas como las calles del mundo. En el paisaje de la urbe, el número de muertos e infectados crece como el terror. Sobre las aguas del Hudson River, un buque hospital militar recibe personas contagiadas por el virus. Sobre los pastos de Central Park, un hospital de campaña levanta sus lonas blancas, a la espera de los enfermos. “¿Acaso no sabes los horrores que aguardan a ese cuerpo suyo todavía tan blanco?”, se pregunta un personaje de Wilde.
Don’t cross Central Park at night. Ante las debilidades del cuerpo; frente al peligro que inocula nuestra saliva, los versos secretos de Octavio Paz ahora se traducen de otro modo. Los leemos temblorosos, sin claridad de luna y atentos como moscas a los mensajes de los voceros locales: “Stay home. Save lives”, “Quédate en casa”.
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