Desde muy temprano lo aprendimos: en este mundo hay tres cosas que cunden: el fuego, el ejemplo y el pánico.
Y éste último lo hace de manera especial, o viral, para utilizar un vocablo caro a las dinámicas de internet y de las redes sociales.
En esas circunstancias, los medios de comunicación juegan un papel singular y a menudo pernicioso.
Es sencillo: el pánico vende.
En principio concita audiencias multitudinarias. Luego, ofrece las fórmulas para conjurar sus secuelas, como una serpiente que inoculara primero el veneno y luego el antídoto.
Durante cinco minutos la presentadora del noticiero en horario Triple A hace su exposición sobre el virus de marras, con la pasmosa suficiencia de quien lo ignora todo sobre el asunto.
Sólo el desconocimiento absoluto permite semejante dosis de temeraria seguridad.
Es comprensible: quien empieza a conocer duda.
En este caso, el protagonista de la historia es una criatura de pesadilla cinematográfica bautizada con prontitud bajo el nombre de Coronavirus.
No sé por qué, pero la palabra me lleva a evocar a Godzilla, el monstruo japonés devenido símbolo del horror atómico. Es decir, del exterminio en masa, el gran logro de la ciencia durante el siglo XX.
Sospecho que en algún estudio de Netflix se perfilan los primeros guiones para una saga interminable sobre el Coronavirus.
Pero no me malinterpreten. Como todos ustedes, sé que una pandemia es un asunto para preocuparse y ponerse en cuarentena. Hoy, cuando los virus y las bacterias viajan en avión y se desplazan de un continente a otro en cuestión de horas, ustedes y yo podríamos ser borrados de la faz de la tierra en un santiamén.
No es como antes. Un viajero enfermo que emprendiera el camino desde Pekín podía tardar meses en llegar a Europa, dependiendo de las circunstancias del clima o de las emboscadas de los enemigos.
Lo que fastidia es el frenesí y la frivolidad de los medios, sobre todo de la televisión, que en lugar de orientar confunden y desencadenan el caos.
Hay que ver la manera como circula la desinformación. Ya hay padres de familia que encapsulan a los hijos en sus habitaciones, a merced de dos virus todavía peores: las redes sociales y la televisión. Ante el mínimo estornudo de un vecino lo miramos como a un apestado. Al lado de siempre admirables expresiones de solidaridad proliferan los instintos más básicos de egoísmo y aprovechamiento de la necesidad ajena.
Es simple: somos frágiles y tenemos miedo. El sólo hecho de que corramos como posesos a acaparar el papel higiénico deviene metáfora existencial: todos estamos cagados del susto.
Y todo amparado en el noble derecho a la información. ¿Se imaginan ustedes las cámaras de CNN transmitiendo en directo las imágenes más escabrosas de los efectos de la Peste Negra en Europa durante el siglo XIV?
No les quepa duda: como mínimo, nos habríamos privado de buena parte de la obra plástica de Barna da Siena, Bartolo di Fredi, Luca di Tommé y Andrea Banni, que recrearon en sus cuadros los estados del alma de quienes sentían que su divinidad había decidido exterminarlos por alguna causa desconocida.
Aspectos estéticos aparte, no he visto en los medios de comunicación muestra alguna de sensatez. Nadie que le explique a la gente que los virus y las bacterias no son agentes de alguna cruzada demoníaca. Son seres vivos, y al parecer inteligentes, que luchan como nosotros y con nosotros por su propia supervivencia.
Si en un momento dado nuestro organismo se convierte en campo de batalla, eso ya es otro asunto.
Primero con extractos de plantas y sustancias de origen animal, y más tarde con armas químicas, los humanos hemos desencadenado batallas devastadoras contra esos organismos invisibles.
Todas las victorias han sido provisionales y fugaces.
Porque ellos responden, faltaba más. Su ingenio es inagotable. Mutan, se disfrazan emigran y a menudo se vuelven invulnerables ante los ataques del enemigo.
Al final, habrá alguien que se lucre del pánico. Sucede siempre en esos casos. Si volvemos unas cuantas páginas atrás, al año 2009, encontraremos igual tratamiento informativo para la aparición del virus conocido como H1N1 o Influenza Porcina. Una vez desatado el miedo, los laboratorios se encargaron de poner en el mercado miles de millones de dosis de vacunas para prevenir el mal.
Sólo después de consumada la venta, nos explicaron que era apenas una más entre la infinita cadena de mutaciones de los seres vivos, entre los que se cuentan virus y bacterias.
Si se han fijado, notarán el énfasis de los medios en el hecho de que el virus se originó en China. Como cuando dicen, sin venir a cuento, que el crimen lo cometió un negro o un musulmán.
Es la irresponsabilidad disfrazada de rigor.
Puede ser sugestión mía, pero ese dato adicional sobre el origen del mal puede sumar audiencias y por lo tanto vendedores y compradores en esta nueva cruzada del pánico.
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