Nada más animal, más primitivo, más desolado que un montón de hombres reunidos en una sala porno.
La primera comunión
Los hombres, casi siempre solos y aferrados a un periódico enrollado como si se tratara de un madero en medio de un naufragio, ingresan a la sala de cine con el aire entre culpable y desdeñoso de los que se saben partícipes de alguna conspiración antigua y desgastada.
El olor que flota en el aire es el resultado de la mezcla entre el cloro utilizado para la limpieza y el aroma vegetal, pegajoso, que asciende desde el bajo vientre de varias docenas de feligreses que con una puntualidad posible sólo en los casos de devoción absoluta acuden al culto donde Ella, la hembra yegua, es inmolada una y mil veces para que los sin amor puedan sobrevivir una noche más al acoso de los dientes afilados de la impotencia y la desesperación.
En la primera fila del teatro un cuarentón gordo hasta lo inconcebible hurga entre la bragueta de su pantalón mientras, no de la garganta si no del alma, le salen unos gemiditos de niño grande extraviado en la espesura del bosque, de ese bosque de algas que la cámara implacable explora sin tregua, mostrando lo más secreto de esos vellos trémulos, de esas humedades de musgo perladas con destellos de estalactitas florecidas en la entrepierna de las actrices.
Entre tanto el gordo, el flaco, el adolescente, el septuagenario, el profesor de literatura y el vendedor de electrodomésticos se consagran durante dos horas a ser otro: son el jinete que cabalga esos muslos y desafía el universo con el ir y venir de unas nalgas que ofrecen a la vista, como un escupitajo, el tatuaje de una víbora de tres cabezas.
Nada más animal, más primitivo, más desolado que un montón de hombres reunidos en una sala porno.
De cualquier manera, la imagen es una estampa de otros tiempos, porque las salas de cine X, al igual que las otras, están cada vez más deshabitadas. Lejos están ya los tiempos cuando doscientos, tal vez trescientos fanáticos del sexo imaginado acompañaban a los protagonistas de las historias en su ascenso y descenso hacia el reino de la bestia de dos espaldas: era un coro de suspiros, gritos, jadeos y aplausos, como si estuvieran ante una singular orquesta integrada por músicos vestidos apenas con la propia piel.
En el principio era un rito. Cuando las salas bautizadas con nombres como Karká, Sinfonía, Apolo o Capitol anunciaban el estreno de la última superproducción de Claudine Beccarie, Vanessa del Río, Cicciolina, John Holmes o Rossana Doll, los devotos se aprestaban con semanas de anticipación para recibir la lluvia de semen que los reclamos publicitarios anunciaban en los avances o “ trailers“, como les gustaba llamarlos a los viejos amantes de las películas de acción y, ya lo sabemos, el cine porno es nada más y nada menos que eso: acción.
Como todos los ritos, la aventura pornofilmica exigía una rigurosa y paciente preparación; definición del día, hora y lugar para la incursión en esa tierra de nadie y de todos donde, de una manera más cierta y brutal que en una cadena de montaje, el cuerpo es a la vez herramienta, producto y desecho y todo lo que se quiera, menos escenario de placer. Si alguien lo duda le bastará con recordar el fulgor de odio y desprecio que chispeaba en los ojos de John Holmes, uno de los grandes mitos del porno duro, cada vez que se disponía a horadar con su descomunal instrumento de combate las exhaustas entrañas de una diva incapaz de disfrazar tras un gesto de placer mal calculado, el hastío infinito que dejan como resultado mil cópulas enhebradas a las puertas del infierno.
Sin embargo, la mascarada bastaba para que los cien, los doscientos prosélitos de esa diáspora de hombres solos hermanados por la figura tutelar de un Príapo desangelado sintieran que estaban de algún modo accediendo a una forma remota y vaga de la redención.
Esa redención ameritaba todos los sacrificios: hacer la fila y exponerse a la mirada inquisidora de transeúntes y conocidos, dispuestos a comprender y perdonar todos los vicios y gustos, menos el de esa forma suprema del egoísmo y la renuncia que es el onanismo y peor aún si se trataba, como en el caso de quienes asistían a salas X que agotaban la boletería, de una suerte de onanismo en comunión.
Era también escaparse del trabajo en mitad de la tarde y correr el riesgo de encontrarse, cuando se prendieran las luces del intermedio, con los ojos asustados de un compañero o del mismísimo jefe en persona y sobre todo enfrentar el sentimiento de desprecio que la mayoría de las mujeres profesan por esos seres que parecen preferir una cópula de mentiras en la oscuridad pegajosa de una sala de cine, a la tibieza y humedad que son expresión física de la dosis personal de infierno y paraíso que un dios loco reservó para los hombres.
Era tan cierta la mentira que hasta se supo de historias de amor entrañables como la del viejo jubilado de una compañía dedicada a importar cigarrillos, que asistió durante dos semanas seguidas a tres funciones diarias, sólo porque había quedado prendado del lunar marrón que la protagonista de una película que ostentaba el obvio título de ” Noches ardientes ” lucía como un señuelo, justo a mitad de camino entre la ingle y el pubis.
Pero, ya lo dijo el poeta del Río de la Plata: “La dicha es un castillo con un puente de cristal “ y los vientos del mercado se fueron llevando los viejos teatros donde se proyectaban dobles en jornada continua, que con precisión de equilibrista eran capaces de armonizar un western protagonizado por Lee Van Cleef y Franco Nero con los misterios milenarios popularizados por las películas de Bruce Lee.
Esos vientos no tuvieron piedad con el hombrecito que apuntalaba su dignidad con una corbata raída y unos zapatos protegidos por varias capas de betún Beisbol como una coraza contra el desastre. Todos los jueves aguardaba a que se corrieran las persianas metálicas de un teatro situado en la carrera Bolívar de Medellín para abandonarse durante cuatro horas a la buena merced de unos cuerpos casi siempre estropeados por el uso y el abuso, que lo mantenían suspendido en el tiempo y el espacio, para devolverlo al caer la tarde a los remolinos del río de rostros y sudor que se precipitaba entre ilusiones y ansiedades hacia el reino de sombras donde habita el olvido.
No podían tener piedad por supuesto, porque, para empezar, como bien lo había dictaminado un puñado de profesores alemanes y franceses, los tiempos que se avecinaban no eran los del colectivo sino los del individuo y las calles dejarían de ser lugar de encuentro y reconocimiento para dar paso al miedo y la desconfianza. En ese panorama poco tenía que hacer el cine como alternativa frente a la irrupción de los deportes de riesgo, las discotecas multiusos y menos frente a ese monumento al autismo que son los dispositivos digitales como opción de uso del tiempo libre para las nuevos ciudadanos.
A esos vientos les tiene sin cuidado por ejemplo que existan en el mundo legiones de hombres expulsados del disfrute de los asuntos esenciales de la existencia , entre ellos, claro está, el sexo, simplemente porque no pudieron o no quisieron hablar el lenguaje del yo me vendo, yo te compro y al final del camino no les quedó otra salida para aliviar en algo los furores del deseo que abandonarse en los brazos de esas novias de celuloide que ni prometen ni ofrecen nada distinto a la extensión de sus caderas , sólo alcanzables a través de la mirada durante los noventa minutos que dura la función.
Así, uno a uno, se han ido cerrando los viejos teatros que en los barrios o en el centro de las ciudades representaban algo parecido a un oasis de penumbras donde los estudiantes escapados de la clase de historia, los vendedores que ya habían tomado los pedidos del día, los mensajeros, los ayudantes de notario y miles de desempleados podían hacer un alto en sus afanes y ansiedades para dejarse llevar por el sartal de ilusiones nacidas al ritmo machacoso de un viejo proyector Samplex de 35 milímetros .
¿Quién y con qué instrumentos podrá medir cuánto ha aumentado la desesperación de esos hombres desde la tarde en que llegaron a las puertas de su teatro favorito, tanteando en los bolsillos con dedos sudorosos un arrugado billete de dos mil pesos y se encontraron con el palmo de narices de un aviso escrito con pésima caligrafía, que resumía en tres palabras una suerte de sentencia cifrada? ” Cerrado por derribo“ decía la escueta frase pero era suficiente para dar inicio a una interminable secuencia de preguntas sin respuesta, que apuntaban todas a tratar de dilucidar qué hacer con lentas y tortuosas tardes de hastío que de allí en adelante transcurrirían entre partidas de billar, lecturas de periódicos viejos y caminatas sin rumbo por callejuelas ajenas y hostiles porque, entre otras cosas, los clientes de las salas X no son los mismos que alquilan películas en formato de vídeo para ver en casa.
Hogar dulce hogar
“The times they are all changing” cantaba con su voz nasal el viejo Bob Dylan, por allá a mediados de los sesentas, y sí que cambiaron los tiempos, hasta el punto de que se puede decir que la especie humana entera salió del sur y dio un rodeo por el norte, para volver al fin al punto de partida con la ilusión de que ya lo sabía todo sobre el universo y sus asuntos.
Las utopías adquirieron el tono sepia que es la impronta del fracaso. El mercado y sus azares (que los economistas llaman “leyes”) invadieron todas las esferas de la vida pública y privada, mientras los grandes amores pasaron a ser tema de canciones trasnochadas, al tiempo que el hombre concreto, inquieto y asustado en el bosque de sus descubrimientos y tribulaciones, como los chicos de las fábulas de Grimm sentía, más que nunca, el apremio de sus pulsiones esenciales y entre ellas el sexo, como garante supremo de la perdurabilidad de la vida en el planeta.
Así lo supieron entender con certera sagacidad los publicistas y expertos en mercadeo. Por eso, enfilaron todas sus baterías a exacerbar esos impulsos como motores de consumo a través de un bombardeo incesante de imágenes en las que traseros, espaldas, muslos, tetas y coños constituía el primer y último fin. “¡No importa cuán bella e inaccesible sea o parezca: tu puedes!” es en últimas el resumen de esa manera de tomarse por asalto la mente, el alma y el cuerpo de los hombres, en tanto que consumidores reales o virtuales del producto más sofisticado y costoso que haya podido caer en manos de los mercaderes: el cuerpo femenino.
Por esa vía, la marea del mundo no tardó en sacar a flote el hecho de que en relación con el sexo estaba claro que existían en todas partes multitudes de hombres que por pobres, por tímidos, por feos o por sucios se quedaban por fuera de las posibilidades de consumo de cuerpos.
A ellos estarían destinadas las salas X, que son lugares menos de placer que de escarnio. Para los más sofisticados, que utilizan las imágenes pornográficas como tentempié o a lo sumo como aperitivo, se había inventado esa especie de animalito doméstico que se pasea por alcobas, salas, cocinas y hasta baños, salpicando el tedio de los ciudadanos modernos con el destello luminoso de su estela omnipresente: el video.
Anclados en su condición de mortales estrato cuatro, cinco y seis, gracias a la movilidad social dinamizada por el acceso a la educación, los mercados abiertos y las economías emergentes, los hombres de las clases medias (ansiosos por saber cada vez menos de sí mismos, y por esa vía, del mundo) encontraron primero en El Betamax y luego en el VHS el sortilegio para exorcizar cada noche la dosis de pánico y fascinación que les subía pierna arriba.
Fue así como la sala , el sacrosanto lugar donde el muy serio ejecutivo se solazaba con noticias de defraudaciones y masacres, los niños con los dibujos animados ( Tom y Jerry ayer y Pokemón hoy), las señoras con dramatizados sobre la idiosincracia de las regiones y las criadas con telenovelas lacrimógenas, se vio de repente tomada por asalto por la presencia de damas fogosas llamadas Ginger, Rossana, Valeria o Cicciolina, dispuestas a llevar hasta las últimas consecuencias las posibilidades del cuerpo, ejerciendo una forma de santidad al revés, orientada a redimir de alguna manera a la familia de esa forma gris de existencia que el poeta Joaquín Sabina llama “El sexo con amor de los casados” .
La nueva situación plantea de entrada un problema: Al hacerse doméstico y recibir la bendición institucional, el porno pierde lo poco que le quedaba de fuerza transgresora. De ahí en adelante pasará a formar parte de la interminable lista de objetos destinados a estimular la vida de los individuos a través de una fugaz permanencia como elementos de uso y desecho.
Tanto es así que en la galaxia de la televisión digital los clientes pueden elegir entre una sesión de aeróbicos, el partido de la liga italiana de fútbol, la NBA, la misa dominical o la última superproducción del canal Playboy. De ese las parejas podrán al menos disimular el tedio de los fines de semana mientras ensayan posiciones sexuales cada vez más enrevesadas, como si en lugar de un intento de comunión se tratara de una competencia gimnástica cuyo fin último es exaltar el ego de los practicantes..
El proyecto de desacralización del mundo, tan caro a la ideología del consumo y a las modernas teorías del mercado, cierra pues su ciclo, como una serpiente que se muerde la cola, al intervenir con su poder devastador un territorio que por ser consustancial a la supervivencia misma de las especies estuvo rodeado desde la aparición de la criatura humana de todo un tejido de eventos rituales. Entre ellos la invención del concepto del amor y sus muchas derivaciones. Despojando de su hálito poético el sexo deviene pues droga y en el mejor de los casos , terapia, para estar acorde con esa percepción instrumental de la existencia , en la cual las cosas y los seres no serán nunca más hermosos o buenos: tendrán que ser de cualquier forma, útiles.
El mundo, el demonio y la carne
La escena tuvo lugar en una sala X situada en el centro de la ciudad de Medellín, pero igual pudo suceder en cualquier rincón de la tierra. El cuarentón, gordo hasta lo inconcebible, metido a la fuerza en una camisa estampada con motivos tropicales y sentado en la primera fila, jadea al compás de la pareja que se deshace en la pantalla entre gruñidos felinos.
De repente, en el momento mismo en que los actores simulan un clímax perfecto, de la garganta del hombre sale un aullido desgarrador que saca de su embeleso a los asistentes que a esa hora, tres de la tarde de un miércoles de ceniza, suman medio centenar. La linterna del acomodador se pone en funcionamiento y cuatro policías bachilleres se levantan de sus asientos mirando en todas direcciones, como si fueran un bloque de búsqueda de lo sacrílego y pecaminoso.
Con un aire entre indignado y reverencial se acercan al hombre que todavía no atina a comprender la causa del alboroto desatado en la sala. Las luces se encienden, los asistentes silban y el acomodador lo conmina a que se abroche el cinturón y abandone el lugar si no quiere ser denunciado por ofensa a la moral pública.
Ahora las cosas están claras: el tipo se ha convertido en chivo expiatorio, esa vieja figura de las ceremonias sacrificiales, tan antigua como la humanidad y siempre necesaria para restablecer el precario equilibrio entre la bestia y la civilización. Por esa tarde al menos, los asistentes al teatro podrán sentirse inocentes, gracias a que alguien ha perdido sus mecanismos de control y ha dado rienda suelta a lo más crudo y por lo tanto más cierto de su condición. De algún modo el gordo ha sido tocado por el aura de quienes aprendieron muy temprano que la única manera de vencer la tentación es caer en ella.
Ese tipo de situaciones resultarían no sólo imposibles, sino imperdonables en el ambiente aséptico, al menos en apariencia, de una sala familiar. Allí el sexo ha sido pasteurizado por el lenguaje elusivo de los terapeutas de pareja,especializados en hablar de estabilidad, claridad y responsabilidad en el centro mismo de un territorio donde todo es caótico, oscuro y casi siempre irresponsable.
A diferencia de las salas de cine, marcadas por el hálito que caracteriza las cuevas y sótanos donde según la leyenda se reúnen los renegados, en las casas y apartamentos cualquier visitante podrá reconocer, perfectamente alineados, los videos porno – suave y duro– al lado de las colecciones de Discovery Chanel, las grabaciones de las conferencias de Deepak Chopra y títulos tan dispares como Se busca novio y El Silencio de los Inocentes.
Hasta la abuela, si así lo determina la vigencia de sus hormonas y mientras consume botellas y botellas de diet Coca Cola acompañadas de palomitas de maíz bajas en grasa, podrá deleitarse con las acrobacias de una reina holandesa del hard-sex o con las incursiones de un sodomita impenitente en las sinuosidades y estrecheces del reino animal.
La tristeza después del coito
Como ya lo sabemos, todos los juegos, incluidos los del cuerpo, conducen al hartazgo y a no ser que se esté dispuesto a incursionar más allá de los límites de la piel, los sentidos acabarán pasándole cuenta de cobro a la curiosidad.
La pornografía, como quintaesencia de lo que hay más allá y más acá del cuerpo, no podía escapar a esa condición y al agotarse sus posibilidades- al fin y al cabo son sólo unos cuantos centímetros de piel y no más de tres orificios los que madre natura nos proporcionó para el ejercicio del placer– acabó colonizando territorios que poco o nada tienen que ver con la sexualidad como promesa de comunicación entre los seres humanos.
Las relaciones que veremos de allí en adelante serán entre mujeres y caballos, perros o serpientes, hombres y botellas o cualquier objeto que presuma una oquedad, para no hablar de producciones donde los protagonistas son niños o ancianos, mujeres embarazadas, cuarentonas gordísimas, machos con labio leporino y enanos o jorobados, como si en el límite de la desesperación sexual- y por lo tanto existencial- intentáramos forzar al máximo las fronteras trazadas de manera conjunta entre la naturaleza y la civilización, en un fallido intento por tocar, aunque sea de manera fugaz lo más esencial, vale decir, lo más primigenio de nosotros mismos.
Es en ese sentido, en su capacidad para gritarnos a la cara las motivaciones últimas de nuestros actos que el porno asquea y cansa, y como al despuntar el nuevo siglo le estamos diciendo adiós a la idea del amor romántico, el último de los grandes mitos que nos ayudaban a soportar la certeza del absurdo, ni siquiera Rossana Doll, con sus jugosas nalgas dispuestas como un melocotón en su punto, podrá seguir siendo la novia de todos los desairados bajo el desamor.
Ya pasó también el tiempo de la hembra yegua que con sólo mover las caderas los salvaba de las garras del animal informe que se aposenta en el pecho cada mañana antes de que cante el gallo, como una forma del olvido de Dios. Pero qué le hacemos si ya lo supo decir el poeta: Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio.