El sueño de Greta Thunberg

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Greta Tintin Eleonora, la activista con un sueño, retratado por Rigoberto Gil Montoya.


 

 

Tras un desmayo que duró dos días, Greta Tintin Eleonora tuvo al fin la certeza de su soledad y su derrota.

Despertó sobresaltada a las tres de la tarde, casi desnuda, con su piel tostada por el sol y la garganta seca. Tenía una brújula en la mano, una mochila con hierbas medicinales del norte de Borneo y a su lado yacía, bocarriba, una tortuga de agua dulce. Le bastó levantarse de la arena y divisar a lo lejos las ruinas de un faro de granito para comprobar que había regresado a Flaten, el lago de su infancia, ese lugar en que vio por primera vez cómo brillaban, en olas frágiles, los peces aborre como si se tratara de arcoíris itinerantes.

Enderezó su cuerpo, pero cuando pretendió dar los primeros pasos rumbo al oriente del lago, en busca de una cabaña de madera en la que solía jugar a las escondidas con su hermana menor, advirtió que no tenía pies: solo tenía un pedazo de piel que le colgaba de una de sus extremidades inferiores.

Sufría, admitió, los efectos del síndrome Forrest Gump.

Volvió a sentarse sobre la arena, leyó como un enigma apocalíptico los números que señalaban la aguja imantada de su brújula; escuchó a lo lejos el ruido estridente de un avión de British Airways y empezó a acariciar el lomo áspero de la tortuga. Cerró sus ojos lastimados, casi sin párpados y se vio a sí misma caminando en las alturas de un cielo profundo sobre un cable trenzado, de dureza industrial.

 

 

Buscando mantenerse en pie con la ayuda de una garrocha, Greta Thunberg, la adolescente que decidió cargar con el desastre del planeta, estuvo a punto de perder el equilibrio cuando descubrió que algunos árboles de su mundo en peligro eran metálicos.

Entonces lo recordó todo: su correría interminable por cuatro continentes con una biblia ambiental en su mano pregonando el evangelio según Francisco de Asís; sus discursos ambientales, algunos surrealistas y amazónicos, en ONGs y parlamentos, para molestia de unos mandatarios bufones, que no ocultaban sus deseos de castigarla como a sus nietas melindrosas; sus viajes en velero por las aguas torrentosas y frías del Océano Atlántico a bordo del Malizia II, como si fuera la protagonista femenina de Waterworld.

Greta Tintin recordó, además, la no menos cinematográfica huida por las calles laberínticas de Marrakech, cuando una caterva de neofascistas magrebíes quiso lincharla en la plaza de Jamaa el-Fna. Pero un chico de diecinueve años, alto, vigoroso, de pelo rubio, la trenzó en sus brazos de sultán multicultural, la subió en su caballito Royal Enfield de 350 centímetros cúbicos y la condujo, sana, salva y enamorada, hasta los muelles del puerto de Essaouira, donde la esperaba un barco azul con víveres veganos para quince días. Badi Bichir, su Jack Frost, la besó con eterna dulzura ecológica y le prometió abanderar, por Instragram, una campaña para salvar las ballenas de Islandia.

Fue entonces cuando más lamentó que el mundo se fuera a extinguir, sin refugio para el amor, como en esas películas fantásticas de DreamWorks.

Mientras buscaba sin suerte la cabeza de la tortuga, Greta recordó que en enero cumpliría veinte años y recordó también su última discusión familiar.

Así como impuso su soberana voluntad para no volver al colegio, había querido imponer en noviembre un deseo: tener hijos. Perplejos, sus padres, nuevos practicantes del Tao, escogieron los argumentos más políticamente correctos que habían aprendido en su larga correría por el mundo al lado de su hija, pero no lograron hacerla cambiar de parecer.

–Quiero concebir un niño y una niña para perpetuar la especie –sentenció Greta, mientras se alimentaba con frutos secos.

–¿Acaso crees que nuestra casa es el Arca de Noé? –la cuestionó su hermana Beata Mona, feminista radical y activista en favor del alquiler de vientres.

Pero Greta no escuchaba a nadie ni parecía dispuesta a hacerlo. Solo quería escuchar lo que su corazón le dictaba.

Y lo que su corazón le dictaba era trágico.

(La Celia, Risaralda, 1966) Ensayista, novelista y profesor universitario. Inició su profesionalización con el título de Licenciado en Español y Comunicación Audiovisual de la Universidad Tecnológica de Pereira. Especialista en Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Caldas

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