Había influencia de la era victoriana que en Colombia se llamó época republicana.
Al iniciar el siglo XX, como aún sucede en lugares pre modernos, el imaginario religioso en Marsella y otros lados, estaba lleno de creencias sobre el castigo eterno y el infierno; como siempre, violencia y tiempos duros que traían emociones malas, tristeza y miedo que afectaron la salud; más aún, a la precariedad y el temor les suplían la viveza y los enojos de la violencia.
Algún mediquillo pedía orina del paciente, la saboreaba y se atrevía a recetar. La gente no se sentía bicho raro cuando a uno de ellos dijo desdeñoso: —Te han ojeado—. Dice la historia de Marsella:
“Quien primero empezó a recetar fue Emigdio Uribe, el primer médico en visitar este pueblo fue el Doctor Jaime Mejía, el Dr. Leonidas López fue el primer médico graduado en este lugar, otros prestaron sus servicios sin ser médicos: Ramón Zafra, su señora Mercedes Uribe, Isabel Tobón, Isabel Marín y Rafael Alzate, el llamado “Aguas Frías”.
Había influencia de la era victoriana que en Colombia se llamó época republicana. Organizaciones como la sociedad de buenas lecturas, los médicos elegantes. Llegamos a ellos con vestidos pomposos y ellos dignamente almidonados.
Decían que fue educado en Europa y otros que, en Bogotá. Leonidas López, mejor cirujano y literato que médico, decía, el padre Fabo de Manizales, era hijo de Nicasio López. Atendía con alegría y dejó poco conocimiento terapéutico porque murió ahogado cuando unos tragos de guaro le impidieron flotar en el río Cauca; años insuficientes. Quedan anécdotas, notas escritas por Jorge Emilio Sierra. Enseñó el saber nutricional y el cuidado de sí mismo, cultura preventiva que fue poco difundida.
Prevalecían imaginarios. Rosario Rentería decía:
“Se debe hervir una herradura entre el agua panela para darle hierro al alimento y para hacer fértiles a las mujeres, esa agua panela lleva historias de alegrías en caminos y lugares de hombres andariegos”.
Andrés Sánchez, alterado por los sermones del sacerdote Estrada, cuando anunció el castigo de Dios con tres días de oscuridad, se compró todas las velas que vendía don Arturo López. Las prendió en la casa por todos los rincones, aún así, todo en él era oscuridad y caminos infernales. Perdido entre sus miedos incendió la casa y pudieron apagarla con olladas de agua, a él, aún anonadado, lo calmaron con marihuana y morfina del doctor Correa.
El control natal era un lavado con agua, vinagre y limón en la vagina. Años después algunas prostitutas se lavaron el coño con coca cola; y una añeja de El Morro, habla del doctor Barriga, quien les hacía la tabla del método del Ogino. Imaginen, no era como lo piensan. Cuando su sobrino dejó a alguna quedó preñada, decía el abuelo Ramón:
—Barriga no cura una jarretera dándole el jabón de tierra—.
Hacia mitad del siglo se abría la circulación de bebidas gaseosas,. Antes se consumía más panela y miel que azúcar. Hacia 1929, al mirar las estadísticas, comenzó a proliferar la diabetes con el consumo del pan, azúcar y gaseosa. Era el fin de la era de los caminos y los andariegos y el inicio del uso de andar en carro y el consumo masivo de dulces y harinas causantes de este estado de salud frágil, recuerdan entrevistadas. Correa recetaba cosas nuevas y nos hacía caminar mucho, abuelas, tíos, primas y vecinos padecían y mejoraron, otros no le entendieron y fallecieron. Estados diabéticos complicados.
Como una prima que caminaba todos los días desde una finca en Siracusa al pueblo, se casó con un hombre cuya vocación no era la agricultura sino irse a Cali a trabajar de ruso, así llamaban el trabajo en construcción y al poco tiempo por el cambio de hábitos falleció diabética. Sus descendientes han padecido eso y en los programas de medicina preventiva, ya en el Siglo XXI, saben vivir normal con ese estado de su función física.
José María Correa era médico y cirujano de guerra en años de violencia política. Servía entre carencias con iniciativa y asepsia. Luchaba contra infecciones y enfermedades venéreas con penicilina. Sus emociones existencialistas lo hundían. Escéptico y librepensador, cuestionaba la vida, soportaba los miedos de su tiempo y se aplacaba con morfina y formulaba casi dormido. Fue un concejal, cívico y contradictorio, decían que vivía rodeado de médicos invisibles que le dictaban las fórmulas.
Mientras eso, el cura, el sacerdote Julio Palacio usaba otro método preventivo: -no sé cuan eficaz-: les mostraba en el confesionario a los parroquianos pichadores e infieles, casi todos los dibujos del purgatorio y el infierno. Eran dragones que se deleitaban devorando a los seres humanos sus genitales que crecían de nuevo y otra vez eran devorados, así infinitamente, un siglo continuo por cada pichada. Omar Ordoñez dijo, jamás quiero imaginar ese castigo y le pidió al mismo sacerdote una penitencia que le permitiera saldar su deuda de pecador y borrarse en la pizarra del infierno con letanías y por eso entre aguardiente o coca cola se le veía mover la boca y mirar al cielo.