El tomate de árbol: un extranjero en su propia tierra

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Así que el menospreciado “tomate extranjero” es tan propio y tan americano como su primo más conocido.


 

Las crónicas refieren que el tomate de árbol llamado también chilto, tamarillo, tomate andino, tomate francés, etc., es originario de Perú y, por vecindad, es muy probable que prosperase naturalmente en Bolivia, antiguamente conocida como Alto Perú. Años ha, una vez leí que era cultivo muy apreciado por los incas. Y los incas estuvieron en nuestro territorio un buen rato, así que al menos se habrán traído unas semillitas del arbolito, aparte de sus guerreros para contener las arremetidas de las belicosas tribus chiriguanas que nunca los recibieron con los brazos abiertos sino más bien con flechas envenenadas.

Sorprendentemente -por caprichos de la historia y vaya a saber uno qué otros motivos-, en Bolivia esta minusvalorada planta no tiene nombre propio y siempre he oído desde chico referirse al fruto como “tomate extranjero”, justamente para diferenciarlo del tomate vulgar. La creencia común de que vino de Europa sigue tan arraigada que resulta imposible revertir esa pequeña y graciosa ignorancia. Hechas las averiguaciones, sobre todo en pequeñas ferias y mercados populares, nadie pudo darme una idea clara y cercana acerca del origen. Todo es confusión para el humilde tomate de árbol.

Miren cómo es de injusto el panorama que, poseyendo un buen conocimiento del quechua, no conozco ningún vocablo exacto en esa lengua, incluso he extendido la interrogante a muchos parientes y amistades más quechuistas que yo y ninguno supo darme una respuesta razonable. Traducir simplemente como “sach’a tomate” suena forzado y no parece creíble. Por otro lado, ¿cómo puede ser “extranjero” un bello arbusto de unos dos a tres metros de altura que brotaba espontáneamente en mi patio y otros canchones del pueblo con suma facilidad? No puede ser casualidad que crezca, sin ningún cuidado ciertamente, en nuestros valles húmedos y de clima mayormente frío.

 

La variedad roja, la que alguna vez maduraba en mi patio. Foto extraída de: Facebook

 

Resulta increíble que no se cultive comercialmente en nuestro país, y las pocas veces que he visto la planta en algunas huertas era sólo con fines ornamentales, como si fuese una planta exótica o silvestre. Sin embargo, bien recuerdo que la medicina tradicional usa el fruto para el tratamiento de paperas, amigdalitis y otras inflamaciones. Otro conocimiento que quizás sea un legado ancestral andino. Así que el menospreciado “tomate extranjero” es tan propio y tan americano como su primo más conocido.

Y la ignorancia persiste, impidiéndonos que sepamos “sacarle todo el jugo” a este prodigioso fruto, lo que no ocurre en otros países sudamericanos como Ecuador y Perú donde han sabido explotar mucho más sus magníficas propiedades no solamente medicinales, sino también gastronómicas. Duele saber que en regiones aún más lejanas como Sudáfrica, Kenia, India y Nueva Zelanda han empezado a cultivarlo con éxito obteniendo el mayor provecho.

En casa y en las de los paisanos, le dábamos un único uso que consistía en asarlo ocasionalmente, en tiesto de barro, para elaborar llajua (salsa picante) y alguna vez lo habré degustado en forma de mermelada y francamente no recuerdo su sazón. Fuera de eso, veíamos que los frutos se caían de maduros estampándose contra el suelo y ni pensar en comerlos crudos como cualquier otra fruta de estación.

 

No es compota de fresa, aunque lo parezca. Un lujo de postre. Foto por: José Crespo Arteaga.

 

Tal vez porque el pueblo estaba rodeado de huertas de duraznos, ciruelos, manzanos y otros, nadie se fijaba en el ‘tomate extranjero’ (quizá porque asociamos el tomate con hortaliza siendo propiamente una fruta) y, para mayor desgracia, ciertamente su sabor no es tan dulzón y sabe más bien un tanto ácido.

Pero cocinado y servido como postre había sido otro cantar. No hace mucho me invitaron una pequeña ración de compota de un extraño tono guindo casi púrpura, por su sazón agridulce y color asocié inmediatamente a la ciruela y me cerebro se convenció de aquello. Había errado por completo en la apreciación y me dio inmensa vergüenza no poder identificar de qué estaba hecho el postre. Cuando la talentosa cocinera me reveló la materia prima de su innovador manjar quedé anonadado y le prometí que conseguiría más frutos aunque tuviera que trajinarme todos los mercados de Cochabamba.

Y efectivamente hace menos de una semana peiné de trecho a trecho, el mercado La Pampa, el más populoso y extenso de la ciudad adonde suelen llegar los más variopintos frutos y otros productos. Con una voluntad de hierro recorrí sus laberínticos pasillos en busca de la fruta prometida. Fue como una misión imposible, pues ninguna vendedora supo darme noticias del codiciado tomatillo.

 

Tampoco es de durazno…¡ah, la delicia total!. Foto por: José Crespo Arteaga

 

Resignado, concluí que tal vez no era época de cosecha. Volvía con la frente marchita, tal cual reza cierto tango inmortal, cuando por una repentina alineación de los astros u otro conjuro universal descubrí en una calle secundaria, ya bastante alejada del mercado en cuestión, una canasta donde los fabulosos frutos parecían dorarse al calor del sol. Era mediodía, ya me acuciaba el hambre las entrañas y me entró una inembargable emoción al ver por primera vez otra variedad, de puntas más afiladas y cáscara amarilla. Desde antaño, únicamente conocía dos variedades: la roja común y otra de color rojo oscuro con jaspes morados.

Ayer mismo probé la compota del tomatillo amarillo, y caramba que sabía totalmente distinto en textura y sabor, algo más agridulce pero sensacionalmente suculento con toques de canela. Y mayor placer me cabe enterarme de sus aportes nutricionales y de su gran contenido en varios minerales. Rico asimismo en fibra, vitaminas, pectinas y otras cualidades que lo hacen más valioso y recomendable que otras frutas. Ni hablar de sus propiedades antioxidantes. Que será esto último pero a mí nunca más se me oxidará el gusto para seguir consumiéndolo a la menor ocasión.

Siempre que los dioses no lo oculten más de mis ojos, desde luego.

 

Bitácora del Gastronauta. Un viaje por los sabores, aromas y otros amores

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