El travestismo del abate de Choisy

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Choisy aborda cuestiones como la búsqueda de la identidad sexual y la realización del deseo, y cómo el individuo pierde su equilibrio emocional cuando el entorno se empeña en contrariar inclinaciones tan naturales.


 

Por: Marina Pino

Texto extraído de la introducción de “Las memorias del abate de Choisy”

El abate François-Timoléon de Choisy nació en 1644 en el palacio del Luxemburgo de París, en el seno de una influyente familia dedicada a la Administración. Fue su padre Jean de Choisy, consejero de Estado, más tarde canciller de Gaston de Orleans, jefe de esta Casa y tío de Luis XIV; y su madre la señora de Belesbat, perteneciente a una familia célebre por haber dado también a Francia notables hombres de Estado.

Madame de Choisy, la madre de nuestro abate, mantenía un salón muy concurrido por los elegantes e intelectuales de la época y aparece como Cèlie en el Diccionario de Preciosas de Sonmaize. Fue también maestra del rey en el arte de la educación cortesana. Un jovencísimo Luis XIV la recibía dos veces por semana a tal propósito y sus consejos debieron de ser muy útiles porque el rey le concedió una sabrosa pensión vitalicia. Madame de Choisy inició a Luis en el saber estar, y al parecer tanto en el salón como en el dormitorio. También sirvió a su hermano Felipe, pero de otra manera, como veremos.

Desde niño, Felipe adoraba adornarse y vestirse de mujer, y varias veces por semana se dirigía a los apartamentos de madame de Choisy para disfrutar de sus aficiones en libertad. Allí se le rizaba su abundante cabellera, se le cambiaban el chaleco y los calzones por faldas, se le adornaba con gran profusión de joyas y se le daba un toque final de colorete.

Madame de Choisy vio en seguida el provecho que podía sacar de la situación y se aplicó a un extraño ritual con su propio hijo François-Timoléon, que éste atribuye en sus Memorias a que su madre lo tuvo pasados los cuarenta años y quiso alargar su infancia con mimos y vestidos de niña, pero que sin duda respondía a los designios de una mente calculadora.

¿Cómo se explica, si no, que madame no sólo consintiese en que François-Timoléon vistiera ropas femeninas hasta los dieciocho años, lo cual implica un concepto muy amplio de infancia, sino que llevase su broma tan lejos como para aplicarle cada mañana «cierta agua» que impedía que le saliese la barba y lo obligara a llevar fajas apretadas que le desplazaban hacia arriba el tejido graso, con el efecto de un pequeño pecho femenino? Añádanse las pomadas y las aguas para conseguir un cutis blanco en el niño y, en fin, los atavíos femeninos, y he aquí a François-Timoléon convertido en el compañero/compañera de juegos de Felipe I de Orleans, Monsieur[1].

Madame de Choisy no tenía nada de perturbada ni de estúpida. Mantenía excelentes relaciones con Mazarino, cuyas sobrinas jugaban con Felipe y François-Timoléon, y todo indica que se sirvió de su propio hijo para secundar los planes del primer ministro en cuanto a la corrupción del hermano del rey, al tiempo que servía a los suyos propios.

Tras la revolución fracasada de la Fronda, Mazarino había decretado que era mil veces preferible un libertino a un conspirador. El futuro rey y su hermano Felipe habían sido mantenidos por el cardenal en la más absoluta ignorancia para que no estorbasen su acción de gobierno ni se mezclaran en política: los príncipes apenas sabían leer y escribir. En cuanto a Felipe, Mazarino se aplicó, además, a su anulación como posible competidor del futuro rey, consintiendo y alentando desde la infancia su afición a vestirse de mujer y todas aquellas costumbres licenciosas que podían mantenerlo lejos de la ambición de poder.

Por su parte, François-Timoléon fue destinado a la Iglesia, pues los Choisy tenían ya un hijo sirviendo al Estado como intendente en provincias y otro sirviendo al Ejército. El joven abate se aplica entonces a su ministerio, cursa sus estudios en la Sorbona, donde alcanza el grado de doctor, y en su momento se convierte en un orador claro, incisivo y brillante, y cuando con sólo dieciocho años se convierte en titular de la abadía borgoñona de Saint-Seine, sus sermones gustan mucho a los fieles. Ello no le impide fugarse acto seguido a Burdeos, donde se enrola durante cinco meses en una compañía teatral en calidad de dama joven, sin que nadie advierta la superchería. Es más, le llueven cortejadores, pero Choisy encara el espinoso asunto afirmando que

«les otorgaba pequeños favores, pero era muy reservado en cuanto a los grandes».

A la muerte de su madre, en 1666, queda François-Timoléon emancipado con veintidós años, rico y propietario de las pedrerías, los muebles y los vestidos de su madre. Madame de La Fayette[2] lo había animado a vestirse por completo de mujer y François-Timoléon decidió seguir su consejo. Se acabó el mariposear con sotanas que dejaban entrever un corpiño y pendientes de tres al cuarto. Pero, pese a tan alto patrocinio, Choisy se aleja de la corte para poder vestir según su fantasía y compra una casa en un barrio popular de París con el nombre de «señora de Sancy».

 

Imagen extraída de: Artexpertswebsite

 

Este fue el primer exilio de su medio social que se impuso Choisy para poder vivir como mujer. Pero su marginación todavía no es tan grave como para ocultar su condición de hombre. Como joven transformado en señora lo aceptan y lo quieren sus vecinos del barrio de Saint-Marceau, abrumados por su riqueza y cautivados por sus modales. Sólo debe mantener en secreto la seducción de las chiquillas del vecindario, a las que atrae a su lecho de «señora», pues se acepta su juego de que es una especie de ángel sin sexo y no se le perdonaría que, amparándose en ese privilegio, sacara luego la pezuña del diablo.

Choisy está dispuesto a pagar, además, ciertas multas por esa «vida deliciosa», como la llama. Va cada día a misa, gasta sumas considerables en obras de caridad y mantiene un tono de modestia y discreción en su trato con sus convecinos. Antes jugador empedernido, no deja ahora que se juegue en su casa, lo que aumenta su buena reputación. Es feliz ofreciendo cenas en su rica morada y exhibiéndose con sus jóvenes amiguitas.

A veces no puede resistir la tentación de dejarse ver con ellas en la Ópera y en la Comedia espléndidamente vestido de mujer, y causa tal revuelo que no tardan en llegarle las oportunas advertencias de su familia. El cardenal de París en persona lo llama a capítulo para examinar su atuendo. Atención: no para reprocharle que vaya vestido de mujer, sino para evitar que perturbe a sus seminaristas con atuendos descocados.

Choisy recibe también cartas anónimas e inspira cuplés festivos, pero no hace el menor caso. Cierto que, a cada toque de atención, «madame de Sancy» se repliega un poco más en sí misma, pero nada es capaz de decidirla a dejar la vida que lleva. Lo digno de mención es que cuando Choisy no puede travestirse —es decir, no le dejan— traspasa toda su rabia y su frustración al juego. Ambas pasiones, travestismo y juego, se dan en él de modo excluyente y compensatorio: cuando viste de mujer es una persona dichosa que detesta el juego; cuando juega, es porque no puede vestir de mujer.

Es lo que le ocurre cuando tiene que volver a su apartamento del palacio de Luxemburgo, so pena de perderlo, y dejar de representar el papel de «madame de Sancy»: obligado a dejar su casa del barrio de Saint-Marceau y sus ropas femeninas, se lanza de una manera atroz a los garitos y apuesta hasta que ha perdido toda su fortuna. «La pasión del juego me ha poseído y ha trastornado mi vida», escribe Choisy.

Para distraerse de su doble desgracia asiste a la invasión de Holanda por parte de Luis XIV, y lo hace con un arrojo que contrasta con su forma de vida y que recuerda el modo en que tenían los mignons de Enrique III de combinar su vida de corte escandalosamente afeminada con su bravura en la guerra.

Su último establecimiento como mujer lo hará alrededor de los veintiocho o veintinueve años y supone un paso más en su marginación social. Cierto día acude a la Ópera con sus mejores galas femeninas y ello le vale una agria amonestación pública del preceptor del delfín, quien tenía entonces doce años y estaba presente. Aunque ya se ha visto que no todos eran tan severos como este personaje, que fue uno de los modelos de Molière para su Misántropo, Choisy comprende que esta reprimenda supone para él un descrédito ante las personas de su círculo social.

Quien tanto ama París, irá a establecerse en provincias. Y por primera vez se guardará muy bien de revelar su verdadero sexo. Mentirá a sus hermanos sobre su paradero y vivirá con todas sus consecuencias bajo el nombre de «condesa Des Barres». Tanto peor si algún caballero lo pide en matrimonio. Tanto peor si tiene que extremar sus precauciones para atraer a su cama a las pequeñas y convencerlas de que es normal que una hermosa dama les haga ciertas caricias y les revele placeres insospechados. Tanto peor si al final hay que correr a París para llevar a cabo un parto secreto. Tanto peor si las pequeñas ingratas acaban por casarse y dejarlo solo.

La «condesa Des Barres» demostrará ser tan buena actriz y tan hábil intrigante que nunca provocará la menor sospecha, ni sobre su sexo ni sobre el comercio clandestino que se lleva con las niñas. Simplemente, se cansará del ambiente provinciano y regresará a París, donde llevará una vida tan desordenada y extravagante en compañía de Felipe de Orleans, que Luis XIV lo apartará de la corte y lo amenazará con tomar medidas aún más severas contra él.

«Me había excluido a mí mismo —escribe Choisy— y mi conducta oculta e irregular justificaba al rey sobradamente».

 

 

Felipe de Orleans. Imagen extraída de: Pinterest

 

Choisy decidió escapar a las iras del rey viajando a Roma como conclavista en la elección del papa Inocencio XI. En cuanto a Felipe, fue separado de su amante el caballero de Lorraine, obligado a despojarse de sus adornos y enviado al campo de batalla, donde contra todo pronóstico se reveló como un formidable guerrero y estratega.

A los cuarenta años, Choisy cae gravemente enfermo y se recluye en el Seminario de Misiones Extranjeras, donde recapacita sobre su vida pasada y decide debutar en la carrera literaria con un libro titulado:

Cuatro diálogos sobre la inmortalidad del alma

Se embarca luego en una misión a Siam en calidad de «coadjutor de embajada» a las órdenes del caballero de Chaumont, con el encargo de convertir al catolicismo al rey de Siam y abrir para Francia vías comerciales en Oriente.

Tras un largo y accidentado viaje, decide ordenarse sacerdote y oficia su primera misa en el mismo barco que lleva a la expedición de regreso a Francia. Sobre ese viaje el abate publica con éxito una crónica de estilo moderno, conciso y vivo, titulada Diario de mi viaje a Siam. Había emprendido ya una brillante carrera de escritor de temas históricos y piadosos, a los que sabía conferir un grado tal de vivacidad y picante, sin faltar por ello a la decencia, que tuvieron un éxito inmediato. El perder el poco favor real que le quedaba, a causa de una torpeza diplomática, lo anima aún más a entregarse por entero a la escritura de obras edificantes, que va dedicando una tras otra al rey y a su piadosa favorita, madame de Maintenon.

Obtenido el perdón del rey, es recibido en la Academia Francesa, lo cual no le impide seguir perdiendo en los garitos de juego sus numerosas prebendas eclesiásticas y hasta sus tierras de Balleroy, que le había dejado en herencia su hermano Pierre.

Escribe también, vestido de viuda decorosa en la intimidad de su gabinete, unas memorias sobre Luis XIV y su corte. Durante muchos años el buen abate había estado reuniendo material para escribir una biografía del rey pero, a diferencia de los memorialistas al uso, Choisy creyó que sería interesante injertarle a la biografía real el relato de sus andanzas vestido de mujer, anticipándose de este modo a la explosiva mezcla de cuestiones íntimas y públicas, que tanto escándalo producirían, de las Confesiones de Rousseau, y más tarde de la Historia de mi vida de Casanova.

«Advierto al lector —dice Choisy— que al escribir la vida del rey escribiré también la mía a medida que vaya recordando todo cuanto me haya sucedido. Será un extraño contraste, pero me divertirá. (…) El lector reirá al verme vestido de chica hasta los dieciocho años; no se disculpará a mi madre por haberlo consentido. El viaje a Burdeos (para trabajar como actriz) también resultará entretenido. En fin, estoy resuelto a dejar correr la pluma todo cuanto ella quiera para decir cosas bastante nuevas y divertidas: sólo tendré que contar las cosas que me han sucedido.

Una dama que tiene todo el ingenio del mundo dice que yo he vivido tres o cuatro vidas diferentes, hombre, mujer, y siempre en los extremos; sumido lo mismo en el estudio que en las bagatelas; estimable por un valor que me hizo capaz de llegar al fin del mundo, despreciable por una coquetería de muchacha; y, en todos esos diferentes estados, siempre gobernado por el placer».

Nunca se atreve, sin embargo, a llevar a cabo su proyecto e incluso quema algunas partes de su relato, consciente de que el ambiente se estaba aburguesando y la pública y abierta confesión de su libertinaje sólo podía suscitar condena y hostilidad. Está muy mutilado, por ejemplo, el tercer fragmento, en que Choisy tiene intrigas al mismo tiempo con una actriz y un marqués, única pista de que Choisy no sólo tuvo amores con jovencitas, y ha desaparecido por completo el relato de su fuga a Burdeos para trabajar en un teatro. Por contra, sus dos experiencias cruciales como mujer se han conservado en su integridad.

 

***

 

Sin duda, en ese siglo amable el travestismo era considerado una simple fantasía y no, como hoy, asunto de psicólogos conductistas.

 

El abate de Choisy. Imagen extraída de: Leopoldest.blogspot.com

 

Hombres y mujeres se travestían tanto por diversión como para llevar a cabo complicadas intrigas, por inclinación natural o como útil expediente. El famoso caballero-caballera de Eon cumplió delicadas misiones diplomáticas para Luis XV vestido de mujer durante tantos años que llegaron a cruzarse apuestas sobre su verdadero sexo, y un entendido en mujeres tan fino como Giacomo Casanova dictaminó, después de una comida en que Eon estuvo presente, que sin lugar a dudas se trataba de una mujer, cuando la verdad es que Eon era hombre, como quedó demostrado cuando a su muerte le fue practicada la autopsia.

Una cierta mademoiselle de Maupin frecuentaba garitos de juego y cabarets malfamados, y se batía en duelo vestida de joven señor, mientras la falsa mademoiselle Savalette de Lange, que escribía y recibía cartas de amor masculinas y llevó una vida aventurera como mujer, murió en Versalles siendo un viejo de lo más robusto y bien constituido. Y es fama que cuando la reina Cristina de Suecia vivió en París fingía voz de hombre y se vestía como tal.

Pequeña y algo jorobada, resultaba difícil descubrir esos defectos bajo la casaca, la peluca masculina y el sombrero de plumas. Pero más que necesidad de ocultar sus defectos físicos, parece que la reina expresaba así su disconformidad con su sexo, del que al parecer se avergonzaba. ¿Y acaso un individuo tan poco frívolo como Rousseau no se hace anunciar como «una dama enmascarada» en la mansión de un patricio veneciano, en la época en que servía en la embajada francesa y le estaba prohibido por las leyes de la República acercarse a los nobles del país?

Por alguna razón que se nos escapa, los abates constituían un vivero inagotable de personajes extravagantes y disipados, que produjeron muchos travestidos famosos. Se sabe que los abates de Entragues, Vaudrun y Caumartin tenían la misma «fantasía» que Choisy. Sobre el de Entragues, Saint-Simon dice que

«mantiene la blancura de su tez con frecuentes sangrías y duerme con los brazos en alto para tener las manos más bonitas, recibe sus visitas adornado como una vitrina, con tocado de noche, cucuruchos de encaje, muchas fontanges[3], un corsé ceñido con cintas, una mañanita de volantes y lunares postizos».

En cuanto a Caumartin, era pariente de Choisy y pasó a los cuplés populares como uno de aquéllos que tenían alma de coqueta en cuerpo de hombre. A Choisy, el célebre crítico Sainte-Beuve lo describe como

«abate tonsurado desde la infancia, pero sobre todo consagrado al tocado y los trapos, coqueto como una monja de novela galante y libertino como un loro».

Olivet, que lo conoció bien, lo describe en una obra biográfica como

«una coqueta mil veces más aficionada a los lunares postizos y las cintas que las coquetas profesionales, de manera que podía decirse que la naturaleza se había equivocado y había querido hacer de él una mujer».

Lo que hace las memorias de Choisy doblemente preciosas es que ninguno de esos personajes ha dejado testimonio escrito de su «feminismo psíquico» —como se le llamaba en otros tiempos— y lo poco que se sabe de ellos es menester rastrearlo en las memorias, cartas y cuplés de entonces. Sólo Choisy se atrevió a escribir en primera persona y a revelar con todo detalle su asombrosa transformación en «señora de Sancy» y «condesa Des Barres».

Y lo hizo a petición de su amiga la marquesa de Lambert, lo que provocó la indignada censura del abate de Olivet, quien tras la muerte de Choisy publicaría algunos fragmentos de sus Memorias:

«Es sorprendente que el autor de este infame libro haya tenido la osadía de dedicárselo a una dama tan virtuosa como la señora de Lambert, y debería agradecérsele al editor —que era él mismo— de las Memorias para servir a la historia de Luis XIV que haya suprimido esos fragmentos, si no fuera por una persona, menos amiga del decoro, que no ha demostrado la misma contención al hacerles ver la luz».

Pero Choisy no creía que hubiera nada de infame en dar a conocer el aspecto oculto de su vida con total sinceridad. Bajo el barniz frívolo y ligero de su relato, Choisy aborda cuestiones como la búsqueda de la identidad sexual y la realización del deseo, y cómo el individuo pierde su equilibrio emocional cuando el entorno se empeña en contrariar inclinaciones tan naturales. Al mismo tiempo, Choisy defiende la causa del libertinismo haciendo de la realización del deseo su objetivo primordial: pese a quien pese, se vestirá de mujer y vivirá como tal, y para ello no ahorrará energías, imaginación, dinero y reputación.

El mundo debe aceptar que Choisy es hombre, pero es también mujer. Cuando lo vemos prescindir de calzones porque se siente «de verdad mujer», cuando el apelativo de madame lo colma de gozo, cuando lo vemos ocuparse constantemente en mantener la blancura de su tez o enorgullecerse de tener tanto pecho como una joven de quince años y, sobre todo, cuando experimenta el ápice del placer vistiendo a sus amantes femeninas de muchacho, quedan entonces pocas dudas de que el abate de Choisy lleva a una mujer en su interior. Por eso cuando pasa con toda naturalidad de usar el masculino a usar el femenino, el lector acepta el cambio gramatical con la misma naturalidad.

 

Portada de la edición francesa del libro “Memorias del abate de Choisy”. Imagen extraída de: Babelia.

 

Choisy vive su obra «libertina» con inmensa alegría: nada que ver con el sentimiento de culpa.

«La carrera del abate de Choisy, que duró ochenta años —dice Sainte-Beuve—, fue una mascarada completa, y en cada uno de sus papeles fue natural, serio, sincero, y al mismo tiempo supo conservar un aire de diversión y de broma».

Choisy nos ha dejado asimismo el testimonio de sus amores. Su extraña posición de travestido y de eclesiástico lo obligaron a moverse en la clandestinidad y a escoger blancos fáciles que le garantizasen la impunidad. ¿Y qué blanco más fácil que una jovencita? A ser posible, huérfana y pobre, para poder apropiarse de ellas sin que nadie le pidiera cuentas de sus actos. Las mujeres hechas y derechas no le interesan, y en cuanto sus amiguitas pasan al estado de mujeres casadas, le repugnan. Las «pequeñas» que escoge se sienten fascinadas por la «hermosa dama» y su lecho fastuoso, sin acabar nunca de separar ese personaje femenino del hombre que Choisy es realmente. Imberbe, de facciones agradables, esbelto de cuerpo y gracioso de ademanes como era, debía de resultar realmente muy convincente ataviado con galas femeninas.

Pero, aunque se siente mujer, Choisy posee una fisiología masculina que tiene sus exigencias, si bien nunca aborda la relación amorosa como lo haría un hombre con una mujer. Lo hará siempre desde la ambigüedad de su apariencia femenina, con arrumacos y jugueteos acordes con esa apariencia, y alcanzará la plena satisfacción si su amiguita le ofrece la ilusión de ser un muchacho.

«Así tuve el placer de tenerla a menudo como muchacho y, como yo era mujer, formábamos un verdadero matrimonio»,

lo expresa él con su acostumbrada precisión. En ese plano de la pura ilusión, de la apariencia, se realizan las fantasías sexuales de Choisy.

Lo cual representa también el triunfo de la imaginación sobre la tosca evidencia del cambio real, quirúrgico, de sexo. Y, después de todo, el amor físico no es lo único importante. Cuando de verdad Choisy disfruta de una relación es cuando puede exhibirse con su amante, a la que hace vestir maravillosamente de mujer o de muchacho, y provocar comentarios admirativos.

Exhibirse es la verdadera pasión de Choisy. «Mis pendientes brillaban de un extremo a otro de la Ópera», rememora. La delectación con que Choisy describe sus atavíos femeninos sobrepasa todo límite imaginable. Se recrea sensualmente en la descripción minuciosa de la textura, el color y el brillo de las telas, el centelleo de las gemas, la laboriosa arquitectura del peinado, y lo hace porque experimenta placer contándolo y también porque tiene la intuición genial de que sólo así nos puede transmitir la fruición y el vértigo que lo poseen.

Muerto Choisy, sus manuscritos inéditos fueron a parar a manos de su pariente el marqués de Argenson, importante hombre de Estado. Era amigo de Voltaire y de Diderot, quien le había dedicado la Enciclopedia, y pertenecía por tanto a un mundo que se encaminaba velozmente a la Ilustración, tan partidaria de reformar las costumbres en sentido burgués. Es fácil imaginar su consternación cuando al poner orden en los papeles de Choisy se topó con las insólitas páginas en las que éste relataba sus correrías vestido de mujer y decidió que lo mejor es que nunca salieran de su gabinete.

Otras personas no pensaban lo mismo, y a pesar de las precauciones de Argenson, el citado abate Olivet, amigo de Choisy y compañero de Academia, se las ingenió para copiar el manuscrito y dar a la imprenta en 1727, con gran éxito, la parte pública de esas memorias con el título

Memorias para servir a la historia de Luis XIV, por el difunto abate de Choisy, de la Academia Francesa.

Luego otro abate, Langlet-Dufresnoy, se ocuparía de las «cosas nuevas y divertidas» al copiar subrepticiamente parte del original relativo a Choisy mujer e imprimirlo en 1735 en Amberes, ciudad libre de censura, con el título

Historia de madame la condesa Des Barres.

Ante semejante complot de abates copistas, el sufrido Argenson sólo pudo limitarse a anotar en los márgenes: «El presente manuscrito ha sido impreso después de haber sido copiado indiscretamente…». En esa época los derechos de autor no estaban muy definidos y abundaban las copias «indiscretas» y las ediciones pirata en beneficio de quien las hacía.

De este modo, y en contra del proyecto original de Choisy, la parte pública y «decente» de las Memorias de Choisy quedaría para siempre desgajada de la parte impúdica y privada, pues la unión de ambas era inconcebible entonces (y ahora). La historia de Luis XIV seguiría su carrera de libro que podía estar a la vista en cualquier biblioteca, mientras que la historia de la «condesa Des Barres» tomaría el camino de la literatura clandestina que se vendía sous le manteau, es decir, bajo la capa o abrigo, que se abría para ofrecer mercancía pornográfica y libelos antimonárquicos en el mismísimo Versalles.

Habría que esperar hasta 1862 para que el erudito y literato francés Paul Lacroix —responsable de ediciones anotadas de Rabelais, Villon y Cyrano de Bergerac, entre otras muchas—, completara la edición pirata de Langlet-Dufresnoy sobre la «condesa Des Barres» con el episodio de la «señora de Sancy», bajo el título de Aventuras del abate de Choisy vestido de mujer, en una edición por primera vez completa, cuidada y respetuosa de las increíbles andanzas del autor, que es la que ofrecemos al lector.

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