De ver pasar |
A causa del encierro, de la detención domiciliaria impuesta por decreto como último recurso para contener el avance de un enemigo incorpóreo y movedizo, me he revelado más atento a las cosas de la casa. No quiere decir que antes no tuviera conciencia de la importancia del comedor para fortalecer la vida familiar; ni que antes no me hubiera impuesto el dilema de escoger el mejor invento del mundo, si la bombilla eléctrica o la lavadora.
El encierro me ha hecho, digamos, más perceptivo, no solo ante el silencio del afuera, que es terrible, sino ante el ruido y la presencia de las cosas del adentro, más terrible aún. Porque las cosas tienen ánima, sí que lo experimenta mi neurosis. Las cosas caminan, cambian de lugar, se desaparecen, como si las gobernara un Chuky cleptómano. Solo que para evitar la locura, para calmar ese otro borgiano que también nos habita, solemos decir cosas como “No recuerdo haber puesto este secador aquí”, “Tantos años buscando el destornillador de pala y míralo acá, en el nochero”, “Qué raro, pensé que este sonajero de Fisher Price lo había regalado”.
Desde mi alta conciencia de fragilidad, una película como Toy Story es un drama de terror. ¿Qué es eso de que los juguetes cobran vida mientras uno duerme?
Nuestra relación con los objetos y las cosas es tan antigua como los terremotos. E igual de inestable, porque a menudo le endilgamos a un objeto o cosa un poder y lo envolvemos con la capa tectónica de nuestros sentimientos más irracionales. Sin ellos nos sentimos menos seguros y por eso es común que al salir de casa, al emprender un viaje, nos descubramos llevando en la maleta alguna cosa: una fotografía mareada, un lapicero sin tinta, una libreta de apuntes con las hojas llenas, un reloj sin cuerda.
Conscientes de la existencia y valor de las cosas en la vida práctica y azarados ante el avance de la pandemia, no sobra, sin embargo, ser precavidos y recordar la forma en que los habitantes de Macondo enfrentaron la peste del insomnio, cuyo efecto mayor fue la pérdida de la memoria. Para enfrentar al enemigo, Aureliano decidió escribir sobre papeles el nombre de las cosas y los pegaba con goma sobre los objetos. Pero llegó un momento en que empezaron a olvidar para qué servían esas cosas. José Arcadio afinó el procedimiento y “lo impuso a todo el pueblo”: marcar con un “hisopo entintado”, “cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola”. Solo que después fue necesario hacer la inscripción que recordara para qué servían esas cosas. Esperemos que no debamos llegar a esos extremos.
A estas alturas paranoides, el sosegado lector se estará preguntando, con justa razón, por cuáles son los enseres para sobrevivir en casa. No voy a hablar del colchón, como un elemento esencial para conciliar el sueño. Decía un personaje de Carver: “Le sorprenderá ver lo que puede acumularse en un colchón con los meses, con los años. Todos los días, todas las noches de nuestra vida vamos dejando briznas de nosotros mismos, pizcas de esto y lo otro que se quedan ahí. ¿Y a dónde van estas briznas y pizcas? Pues pasan a través de las sábanas y se incrustan en el colchón. ¡Ahí es donde van! Y con las almohadas pasa exactamente lo mismo”.
A propósito de la almohada, tampoco la recomandaré como enser útil, porque esos elementos pueden llegar a convertirse en vehículos para instalar lo siniestro en lo cotidiano. Si no me creen, lean en compañía y antes de las once de la noche, “El almohadón de pluma” de Quiroga. Ante la inexplicable enfermedad y posterior muerte de Alicia, el marido descubrirá en el almohadón la causa de la tragedia:
“(…) sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós: –sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca”.
A pesar de que tengo una inclinación por la lectura, tampoco recomendaré escoger de su biblioteca algún libro al azar. Cortázar nos previno: “En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.” Bastantes muertos ha dejado el virus de Wuhan, como para acrecentar el número con lectores caídos en combate.
En realidad, más que utilizar enseres para sobrevivir, el encierro me indica que es necesario sobrevivir a los enseres. No obstante y para no traicionar la expectativa del lector, escogeré un enser, el más últil, el más urgente. Con los años y acostumbrado a vivir en pareja, he llegado a la conclusión de que el objeto más importante en la vida privada es el trapeador. Así de simple. Tan simple como su definición en la RAE para el tercer mundo: “Utensilio para limpiar el suelo”.
Si el asunto de la higiene no se soluciona en pareja y no se logra a través del trapeador instalar en la casa una democracia participativa, la novedosa Línea púrpura instalada por estos días de urgencia en el Distrito Capital, colapsaría.
Una querida amiga, Margarita Calle, suele llamarme los domingos en las mañanas y siempre me hace una honda pregunta: “¿Ya trapeaste?”. Puede que haya otras preguntas en apariencia más profundas: “¿Crees en Dios?”, “¿Eres feliz?”, “¿Habrá vida en otros planetas?” Pero no, a ella no se le ocurre hacerme esas preguntas que de tanto hacerse en sociedad se convierten en lugar común. “¿Ya trapeaste?”, resuena en mi cabeza esa demanda, porque resume la teoría y la praxis de una vida común, tan ajena al carácter narciso de los que van por ahí, exhibiendo una superioridad moral, como Trump y Bolsonaro y López Obrador.
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