Epístolas del abismo

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Toda luna, todo año,

todo día, todo viento

camina y pasa también.

también, toda sangre llega

al lugar de su quietud.

(Libros de Chalam Balam)

Más tarde o más temprano, toda forma de lucidez acaba por transitar al filo del abismo. Es el precio que debe pagar quien contempla su rostro en el más fiel de todos los espejos: el resplandor de los propios huesos iluminando con claridad bíblica la noche más oscura del alma, según él célebre poema de san Juan de la Cruz.

Si uno tuviera que definir con una sola palabra los cuarenta y tres cuentos que componen el libro de la escritora norteamericana Lucía Berlin, esa palabra es lucidez, la forma suprema de la luz que llevó al evangelista a pronunciar su lapidaria sentencia: “Todo verdor perecerá”.

Se trata del libro Manual para mujeres de la limpieza una selección de la obra de la autora nacida en 1936 y muerta en 2004, publicada por editorial Alfaguara con traducción de Eugenia Vásquez Nacarino.

El título de la selección no pudo ser más acertado: las mujeres de la limpieza lo conocen todo sobre los habitantes de una casa. Saben de sus grandezas y miserias, intuyen las más seductoras y sórdidas secreciones del cuerpo y del alma.

“Me encantan las casas, todas las cosas que me cuentan, así que esa es una razón de que no me importe trabajar como mujer de la limpieza. Se parece mucho a leer un libro” , leemos en el primer párrafo del cuento titulado Luto.

La narradora lo deja claro de entrada: “Mujeres de la limpieza, como norma general no trabajeís para las amigas. Tarde o temprano se molestan contigo porque sabes demasiado de su vida. O dejan de caerte bien, por lo mismo”.

No se puede conocer mucho de un ser humano sin huir despavorido.

Abortos, indigentes, alcohol, adulterios, asilos de ancianos, putas, salas de urgencias de hospitales, moteles, abandonos, pérdidas. Esa es la materia con la que están tejidos estos relatos. Sin patetismos, con precisión y limpieza quirúrgicas la autora desvela para nosotros los más ocultos recintos del corazón humano. En su universo no hay lugar para la compasión: así somos y así nos toca recorrer el camino hasta que la sangre alcance el lugar de su quietud.

De ahí la elección de esa cita del Chalam Balam para encabezar uno de sus relatos. En la mirada de Lucía Berlin, fundada en la convicción de que algo siniestro alienta en las entrañas del sueño americano, sólo la muerte puede darle algún sentido a la suma de malentendidos de que está hecha toda vida.

Lucia Berlin

(…)Últimamente he limpiado casas en las que alguien acababa de morir. Limpiar y ayudar a clasificar las cosas para que la  gente se las lleve o las done a la caridad(…)

(…) O los familiares lo quieren todo y se pelean por las cosas más insignificantes ( unos tirantes viejos y raídos, o un tazón), o ninguno quiere saber nada de lo que hay en la casa, así que todo he de meterlo en cajas. En ambos casos lo triste es qué poco se tarda. Piensa en ello. Si murieras… podría deshacerme de todas tus pertenencias en dos horas como máximo(…)

Así de simple.

En ese tono epistolar, aunque no necesariamente se trate de cartas, están narrados estos cuentos. La esperanza se marchó hace rato. La ilusión se hizo jirones, de modo que haríamos bien en prestar atención para cuando nos llegue el turno. Ese tono es su manera de llamar nuestra atención.

De ahí que a los personajes sólo les queda el recurso del alcohol, las pastillas o el sexo ocasional. Todo lo demás son vidrios rotos sobre un piso de mármol después de un gran festín. Despojos del primer amor.

Y el primer amor es una suerte de palimpsesto, una superficie sobre la que el tiempo se encarga de imprimir otras historias de amor. Un día, todo parece olvidado, hasta que una canción o la mirada de un desconocido que cruza la esquina obra al modo de una uña que rasga las imágenes superpuestas y nos devuelve a la raíz del dolor original.

Y así sucede con las otras cosas de la vida: los adioses, los olvidos, los abandonos, las muertes ajenas, los pequeños y grandes desastres cotidianos.

Por eso vivir enloquece.

Hay algo en estos cuentos que los hace parientes de lo mejor de William Saroyan, John Cheever o Raymond Carver: es el espíritu de una sociedad que se entregó en cuerpo y alma al espectáculo de su propia disolución, porque intuye que detrás de bambalinas sólo habita la nada.

Siento que me he desvanecido. La semana pasada en el mercado de Sonora me veia tan alta, rodeada de indios de piel oscura, muchos de ellos hablando en náhuatl. No sólo me había desvanecido, era invisible. Quiero decir que me embargó la sensación de ni siquiera estar allí”.

Poco menos que fantasmas heridos de muerte y de olvido. Eso son estas criaturas que van y vienen de Montana a Santiago de Chile, de California a Texas y de Texas a México. Esa condición de almas en pena explica su infinita ansiedad: buscan un asidero, una palabra, un gesto, una promesa, algo que pueda durar.

Algo imposible en un universo donde lo único firme es la transitoriedad.

Es tanta la desolación de estos seres, que raras veces contemplan la solución del suicidio: quieren beber hasta las heces el licor de su desastre personal.

“Han pasado siete años desde que moriste. Por supuesto ahora diré que el tiempo ha volado. Me he hecho vieja. Sin previo aviso. De repente. Me cuesta caminar. Incluso se me cae la baba. No cierro la puerta con llave por si me muero mientras duermo, aunque es más probable que siga decayendo hasta que me metan en algún sitio donde no estorbe. Ya empiezo a chochear. Aparqué el coche al doblar la esquina porque había alguien donde suelo dejarlo. Luego vi el lugar vacío y me pregunté dónde me habría ido. Hablar con el gato no es tan raro, pero me siento ridícula porque el mío  está completamente sordo”.

Así le habla la narradora del cuento Espera por un momento a su hermana muerta. Aunque en realidad habla para sí misma: teje ese monólogo a modo de mortaja. Y así hablan todos los personajes, así se trate de lo más sublime o lo más  terrible. Es todo un corro de penitentes que a veces recuerda  al infierno o el purgatorio de Dante, sólo que la pesadilla acontece en los Estados  Unidos de  América de nuestros días.

“Que mi madre fuese como era en parte se debía a que había sido criada entre algodones. Su madre y su padre pertenecían a las mejores familias de Texas. El abuelo era un dentista próspero; vivían en una casa preciosa con criados, una niñera para mamá, que la consintió, igual que a sus tres hermanos mayores. Y de  pronto, ¡zas!, la atropelló un cartero de Western Union y pasó casi un año en el hospital”.

¡Zas! Una fina hoja de afeitar corta el fino hilo del que pende nuestra vida y eso es todo. No hay lugar para estridencias en el universo de Lucia Berlin. Todo lo contrario. Un humor sombrío cae como fina  llovizna en medio de  conversaciones como esta:

¡Herman!- le dijo de lejos la señora Wacher a su marido-. Cuando nosotras nos muramos ¿ los hombres prometeís iros juntos de vacaciones?

Herman negó con la cabeza.

– No. Se necesitan cuatro para jugar al bridge.

Morirse es, pues, descompletar el número de jugadores que se necesitan para una partida. O eso es lo no que se cansan de repetirnos las voces que cuentan estas historias. Esos guiños operan a modo de revulsivo en medio de tanta devastación. Es una manera de recordarnos que “La muerte cura, nos dice que perdonemos, nos recuerda que no queremos morir solos”.

Contador de historias. Escritor y docente universitario.

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