Español, lengua mía

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Hoy 23 de abril, Día del Idioma Español y Día Internacional del Libro y del Derecho de Autor, recordamos el discurso de posesión del colombiano Pablo Montoya, escritor y profesor de literatura, como miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua el 21 de noviembre de 2016 en Bogotá.

El discurso viene en el libro: Español, lengua mía y otros discursos, publicado por Sílaba Editores:

“Estos cinco discursos han sido escritos y pronunciados […] en eventos en los que Pablo Montoya ha recibido reconocimientos por su escritura. Sílaba Editores, al presentarlos en su conjunto, invita a los lectores a asistir a estas ceremonias en las que la palabra testifica y deslumbra con profundas reflexiones.”

 

 

 

Español, amantísima lengua que hablo

desde niño y que hablaré cuando esté muriendo.

Morada que he utilizado para formarme

y deformarme. Para protegerme y

arriesgarme. Para comprender la orfandad y

la insignificancia. Consolación y loa de mi

cuerpo. Garita de mi rebeldía. Recinto de mi

honra y rampa de todas mis indignaciones.

Español, lengua en la que creo que soy y sueño

lo que soy y anhelo lo que tal vez nunca

sea. Estoy aquí para celebrar tu elongación

de tantos siglos. Ese camino, a la vez

magnífico y tortuoso, prestigioso y sórdido, que

va desde una noticia de kesos de un monje

anónimo en León hasta las elucubraciones

complejas sobre libros de un poeta de Buenos

Aires. Estoy aquí para festejar tu existencia

que me da cobijo, me arrulla y también me

sobrecoge. Estoy en esta sala académica, que

ha decidido recibirme en su seno, para decirte

el amor que te tengo y agradecerte el valor

que me das para enfrentar la degradación y

la muerte. Esa dosis de esperanza que significa

saberme parte de un todo. Grano de arena

de una inmensa playa que recorro y que,

apoyado en ti, intento descifrar.

Español, lengua mía, cuántas cosas

esenciales has nombrado. El barro, el aire,

la sangre. El agua, el fuego, la luz. Lengua

génesis. Lengua matriz. Lengua padre y madre.

Lengua en la que, como decía un poeta

de México, falo es el pensar y vulva la palabra.

La procreación que de ti surge, como

manantial y desembocadura, la he hallado

en tus palabras. Selva, mar, montaña, canto,

humanidad que hormiguea en la Tierra

y desentraña los enigmas y conoce las verdades

a través de ti. Humanidad opresa y

liberada, en este tránsito de la vida que es la

fusión del dolor del mundo y la epifanía de

sus gozos.

 

Español, lengua del amor y el deseo. Cómo

no mencionar el cuerpo en esta gratitud mía.

Tú que eres signo en la piedra, en el papel y

en la pantalla. Que eres hálito inspirado y

expirado en mi boca. Tan intangible e inasible

sirves, sin embargo, para materializarme.

Para hacerme conciencia plena y fugaz del

cuerpo. Porque todo en ti es brevedad, pese a

tu aspiración por la permanencia. Vastedad

que se cree sin término cuando conoces el

cuerpo enamorado. Ese cuerpo divino que se

torna noche oscura y dichosa en los versos

de un poeta de Ávila. Y que también alcanzas,

para tocarlo y definirlo, al cuerpo contingente,

extasiado en medio de su prisión

de líquidos y humores. Delicia del sentir

convertida en palabra dicha, escrita y leída.

Para que luego, poderosa y evanescente, nos

invada la tristeza de la saciedad.

Español, lengua niebla y lengua luz. Lengua

fraternal y justa, pero también cruel y

discriminadora. Tu rostro es múltiple como

lo es el tiempo. Eres Bella como un primer

amanecer y terrible como un exterminio. Entonces

cómo no saberte bosque, florecimiento

de los ramajes que te contienen. Albricias

de los vientos fecundos y proliferación constante

de las savias. Y cómo no saberte también

la imagen del abismo cuando yo mismo

soy el abismo, y la bruma sin fondo de su

reflejo. Cuando yo, extraviado en el cosmos,

ajeno a la confianza de los dioses, aplastado

por la intemperancia de los hombres, me he

preguntado, siempre hundido en ti, aferrado

a esa superficie tuya circundada de barrancos,

quién soy y cuáles son mis rumbos.

 

Porque en ti, estremecido por tus itinerarios,

y disparado hacia las otras lenguas, he

saboreado la extraña claridad de una verdad

que es menester reconocer aquí, en esta venerable

sala. Esa que consiste en creer que

un hombre es, de principio a fin, todos los

hombres. Oh, lengua entrañable, torrente

despedazado y a la vez masa indestructible.

Magma quemador y agua fresca, el universo

en su doble esencia de concentración y dilatación,

se devela a cada instante a través

de tus sonidos. Estallido atroz y prodigioso

en el que el mal y el bien danzan en nuestra

sangre, en nuestro pensamiento, en nuestro

sueño más oculto.

Yo vengo de ti. Soy hijo tuyo sabiendo

que en mí te vuelves mi heredera. Soy parte

de esa historia cuyas orillas siempre han

sido el orgullo y la deshonra, la belleza y la

fealdad, el heroísmo y la picardía, el amor y

el odio de tantas generaciones que han atravesado

esta ilusión del tiempo que todavía

nos sostiene. Historia iniciada, acaso, en alguna

aldea castellana. En una confluencia

de pastores rústicos y clérigos letrados. En

misiones comerciales, legales y militares que

organizaron un reino que apenas daba sus

primeros pasos. Pero antes de aquella periferia

medieval, anclada en el cristianismo y

rodeada de islamismo, judaísmo y paganismo

por todas partes, hubo un núcleo agitado

de idas y regresos, de éxodos y aventuras, de

batallas y conciliaciones. Cuántos romanos,

cuántos godos, cuántos visigodos, cuántos

celtas, cuántos ibéricos, cuántos árabes,

cuántos bereberes y occitanos se encontraron

para crear esta lengua que, a través de

meandros prolíficos, ha llegado hasta mí. Español,

cómo me conmueves en tu incesante

vaivén de muertes y nacimientos.

 

Surgiste, déjame suponerlo, de una de

esas torres habladoras donde el desconcierto

y la revelación se confabularon. Brotaste de

algún nivel de muros inextricables y, como

las otras lenguas, tu raíz fue la fragmentación

y el barullo. Uno de esos hombres del

principio, creado por la historia y la imaginación,

define tu origen marginal e incomprensible.

Ese hombre fue producto de un

incesto de hermanos, idiotizado por la herencia

y el pecado. Deambuló por diferentes

monasterios. Creció en ellos y aprendió en

sus recintos las lenguas que la decadencia

del latín regurgitaba por Europa. Ese monje

terminó hablando una lengua que era todas

y ninguna. Y esa manera suya de expresarse

es paradigmática. Porque niega la pureza de

la lengua. Ninguna lengua, en realidad, lo es.

Y tú, español, tampoco eres puro. Ni lo has

sido ni podrás serlo jamás. Porque el impulso

de tus movimientos, siempre palpitante, es

la mezcla, la interminable variabilidad.

Pero en tu mismo ser habita la paradoja.

Te levantaste, a través de un entramado de

familias ilustres, de una religión monoteísta

que te protegió, de estudiosos solitarios,

de gramáticos minuciosos y exorbitantes,

de iluminados y sombríos escritores y de un

fervoroso grupo de pedagogos que han viajado

por la Tierra. Todos ellos trataron de demostrar

que debes ser preclara y homogénea.

Que lo tuyo ha de buscar la simplificación

de la norma y la elocuencia del buen hablar

y la perfección del buen escribir. Porque tú

eres también la lengua de la legislación, de

la administración y de la educación. Y tu

propósito, a través de los diccionarios, las ortografías

y las gramáticas, ha sido velar por

una cierta limpieza y una cierta corrección.

Pero cómo olvidar que la humanidad juega

contigo. Que te tuerce el cuello solemne a

cada instante. Que va y viene una y otra vez

en una fresca insolencia, y se acoge cotidianamente

al bullicio y hace que tu fuente se

rebose en un delta de muchísimos brazos.

Mientras por un lado, te sientes honorable

en la necesidad de mantener tu morada en

orden y equilibrio. Por el otro, está esa faceta

tuya que se mueve y brinca y busca el aire

y se sacude en medio de una espiral maravillosa,

casi infinita de palabras y expresiones.

Porque esa es tu condición ineludible: desde

los días en que todo pasaba no más allá de

los linderos de Castilla y unos cuantos miles

te hablaban, hasta hoy en que millones de

humanos desparramados por el orbe lo siguen

haciendo a su manera, tú estás forjado,

español, en la diversidad, y en ello reside tu

patrimonio vitalísimo.

 

Y entonces llegaste a América. Tú, que

fuiste nimia ante el esplendor de lenguas

más remotas, enfrentaste una nueva etapa.

Te tocó el turno, como antes al persa, al griego,

al latín, al árabe, de ataviarte de lengua

imperial. Te creíste la enviada de Dios y la

civilización. La emisaria de la verdad y la razón.

Llegaste a estas tierras nuevas sustentada

en un grupo de prosapias dignas. Había

quedado atrás tu raíz campesina y te volviste

insigne. Y tu voz fue retórica, impositiva,

castigadora. Tus representantes se macularon

de sangre y se agigantaron de honor en

sus conquistas y tú les ayudaste a limpiar y a

enaltecer sus hazañas bélicas. ¿Qué pudimos

entender por esos días de gloria embriagadora,

de invasiones y enriquecimientos viles?

Supimos, y no cupo duda, que todo imperio

y todo trono debe sentarse en la silla poderosa

de una lengua. Y tú, español, lengua mía,

lo fuiste con terrible holgura.

Pasaste, arrasadora, por estos lares americanos.

Al lado de la cruz y la espada tu presencia

se hizo tan imponente como abrumadora.

Hubo en ti una pretensión de ubicuidad.

Como si el sueño de ese sabio monarca

de España, de convertirte en la lengua de la

cultura y de la ciencia, se hubiera explayado

hasta lo inverosímil. Las otras lenguas,

habladas por los indios nativos y los negros

provenientes de África, fueron prohibidas,

ignoradas, muchas de ellas aniquiladas. Y el

desprecio y el olvido cayeron sobre casi todas

como una afrenta. Y tú nos enseñaste,

durante siglos, que esas lenguas no eran tales,

sino hablas sin importancia, frágiles expresiones

de la barbarie, dialectos que conducían

al salvajismo y la sandez. Toda una

hermosa y original e inteligentísima expresión

de la multiplicidad del mundo desapareció

por culpa de tu prepotencia.

 

Una parte de ti, empero, se acercó, respetuosa

y conmovida, a las lenguas americanas

y africanas. A través de un manojo de

monjes curiosos y de otros tantos aventureros

de la conquista, la colonia y la república,

permitiste que esos otros te estrecharan

en sus brazos, te besaran en sus labios y se

fundieran en tu espíritu. Como si nos dijeras

que hay algo primordial, de tu condición,

que está impregnado por esos seres diferentes

que también eres tú. Que te preocupan,

sin duda, los destinos opuestos y los propósitos

insólitos. Que es menester salir de la

circunstancia angosta que significa hablar

una sola lengua y dejar que las brisas de las

otras manifiesten su frescura extraña. Que

hay algo supremo en todo aprendizaje que

reside en el encuentro con el otro, en su real

conocimiento, y en el respeto admirado de

su diferencia milagrosa.

 

Y fue por esos días que surgió otro monje.

Se le pidió que recopilara las creencias

de esas tribus indígenas que iban desapareciendo

vertiginosamente de las Antillas por

el brutal contacto con los emisarios de tu

lengua. Ese monje se hundió, emocionado y

humilde, en esos universos oscuros y al mismo

tiempo prístinos. Y escribió un recuento

que es el trasunto alucinante de las mezclas

lingüísticas americanas que han marcado tu

destino. Ahora bien, con ese oficiante de la

religión y con otros similares a él, ¿podría

afirmarse que abriste tu albergue al pensamiento

y la palabra de los otros? Algunos

dicen que sí con satisfacción consoladora.

Otros argumentan, sin embargo, que no ha

sido suficiente con esas presencias insulares.

Y que el daño, provocado por tu desdén, no

podrá resarcirse.

 

Con todo, tú eres un río colosal. Imparable

y turbulento. Atribulado de rumores

y gritos. Recogido en las oraciones más privadas

y fraternal en las exclamaciones más

regocijantes. Y vas recibiendo, aquí y allá,

lo que tus afluentes te entregan. Cómo no

celebrar ahora esa fuerza tuya, esa intimidad

tuya, esos abrazos tuyos. Y de cuántas

maneras yo quisiera hacerlo. Ahora, en este

día en que me honras, a pesar de mis reclamos,

como un cultor de tu palabra. Tú eres,

español mío, mi soporte y mi arma. La única

patria que intento mantener indemne en

medio del engaño y la manipulación. En ti, o

a través de ti, o sostenido en ti, he aprendido

a abstenerme. Tú eres mi más visible fortaleza,

mi aposento más secreto, mi más querida

manera de resistir. No creo que lo haya logrado

enteramente porque más que un hombre

a secas soy un hombre seco y siempre me

acosa la fragilidad y la impotencia. Pero he

tratado de ser limpio en medio de la crueldad

y la grosería. He procurado, hasta donde

me ha sido posible, que eso tan esencial que

habita en tu espacio y en el cual yo me guarezco,

no sea instrumento de los guerreros.

Contigo he sabido la exuberancia de la vida

y su esplendor abigarrado. Aquí, el humor,

la ironía, el sarcasmo. Allá, la voz exquisita

y desbordante del goce sensorial. Aquí, la inteligencia

calculada de ciertas abstracciones.

Allá, la oscura y asfixiante relación del miedo

y la locura. Pero ahora, que termino este

modesto homenaje, quiero confesarte cuál

es mi deseo. Acaso también sea el tuyo. Quisiera

callar. Para oír y nombrar el silencio.

 


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