Hoy en la sección de Antojos ofrecemos la lectura de Fragmentos de sombra: Una biografía intelectual de Fernando González de Joseph Avski. Gracias a Sílaba Editores.
Fragmentos de sombra: Una biografía intelectual de Fernando González
Joseph Avski
Sílaba Editores
226 pag.
2018
Fragmentos a la sombra
Afortunadamente yo soy un solitario, un metafísico.
Fernando González
Night is certainly more novel and less profane than day.
Henry David Thoreau
Por eso, ahora miro sensualmente las sombras de los árboles y me
ideo al pie de uno, árbol caucano, fumando y pensando en la virtud.
Fernando González
Mi primera lectura de Fernando González fue hecha a la sombra, ya no en un sentido simbólico en el que hablaremos aquí sino en la más mundana acepción literal. Por esos días yo asistía a unas clases de filosofía junto con mi carga regular de cursos de física, y tenía el horario totalmente invertido. Me iba a la cama a las ocho de la mañana todos los días, y pasaba la noche despierto leyendo y jugando a escribir, cuando no de fiesta. Un día salí de mi clase de filosofía, a las ocho de la mañana, con la intención de irme a dormir pero en últimas me demoré tomando café, fumando, y hablando con unos compañeros. A las nueve, cuando me paré para irme me encontré con una mujer que me revolvía las entrañas. Charlamos un poco y me quedó claro que ella pasaba por ese camino entre árboles todos los días a esa hora. A la sombra de uno de esos árboles leí por primera vez a Fernando González, todas las mañanas, fundido de sueño, mientras la esperaba.
Ese libro que leía se llama Viaje a pie (figura 4): un libro, en palabras de Estanislao Zuleta Ferrer, “extraño y desvergonzado” (“Viaje a pie”). Extraño porque se declara un tratado de metafísica, pero no lo es. Su estructura fragmentaria es poco usual para un compendio filosófico.
Después lleva al lector a pensar que es un libro de viajes, pero tampoco. La continuidad narrativa que sostienen los fragmentos de principio a fin insinúa una novela, pero la insinuación nunca se concreta. Figura 4. Libreta de notas de Fernando González de 1929 de la cual sale un fragmento de Viaje a pie.
Viaje a pie, sin embargo, no tiene nada de extraño dentro de sus libros. Fernando González ha producido una obra incómoda para los interesados en la taxonomía literaria.
“Yo propiamente no soy novelista, ni ensayista, ni filósofo” (Libro de los viajes o las presencias), dice. Sus trabajos quedan a mitad de camino entre la novela, la literatura de viajes, la filosofía, las memorias, el género epistolar, el ensayo, los diarios íntimos, la autoficción, y la biografía; se demoran en las sombras que se forman entre un género y otro y las clasificaciones se quedan cortas. Un crítico, en el sentido de contradictor, escribió con acierto para el número 33 de la Revista Cronopio que Fernando González escribió muchos libros devotos, en los que mezcla nociones vagas de filosofía, anécdotas parroquianas, seudobiografías de personajes históricos (caudillos y tiranuelos), teorías sociomísticas […]. Es por eso que es tan falaz la distinción entre González historiador, sociólogo, pensador, y otro González –en el último periodo de su vida– místico.
Tiene razón Orlando Arroyave Álvarez, por eso no haré ese tipo de clasificaciones aquí. En El remordimiento Fernando González confiesa:
Desde mi niñez he vivido en el límite de sombra de la ciencia; entre ésta y lo desconocido hay siempre una zona atrayente, sombreada, pecaminosa, ilegal. Ahí es donde me ha gustado morar. La ciencia oficial no ha tenido mi amor. La revolución está entre las leyes y el porvenir, zona agradable […]. Entre la ciencia y la oscuridad completa hay otra, a media luz, como de amanecer; ahí he vivido. No me ha gustado lo que cualquiera puede saber si compra un libro y se sienta en un taburete. Por eso afirmo que si reglamentaran la profesión de teólogo, a mí no me inscribirían. Amo a los rábulas, a los revolucionarios, y sobre todos los seres he amado desde que nací a Jesucristo y a Sócrates. Han pasado milenios y aún continúan siendo la aurora de la humanidad. Siempre he estado con los descontentos. Nunca satisfecho.
Es precisamente esa posición en la sombra, a la vera del camino en el gran circo de la literatura y la filosofía del siglo XX, la que nos interesa. En Colombia, como en el panorama mundial, han sido los géneros tradicionales, principalmente la novela y la poesía, los que han estado bajo los reflectores del espectáculo literario.
Dice el filósofo norteamericano John Dewey en Art as Experience que solo hay dos filosofías, y solo una de ellas acepta la vida con toda su carga de incertidumbre, duda, misterio y conocimiento parcial. Esta es la filosofía de Fernando González. La otra es la de los pensadores solares y sus teorías perfectas, como islas en un mar tenebroso.
Estos nunca van más allá de las fronteras en las cuales sus postulados son seguros. De ellos nace la física que niega su compromiso moral y celebra con una gran fiesta el hongo atómico sobre Hiroshima, la filosofía que ignora al cuerpo y sirve a la Iglesia, la economía que promete un futuro que con los recursos naturales de la tierra no alcanza para pagar.
Fernando González recuerda recurrentemente su educación bajo la tutela de los jesuitas en el Colegio San Ignacio de Medellín, de donde fue expulsado en quinto de bachillerato (décimo, en la nomenclatura actual), por negar el primer principio al padre Quiroz. Entonces, nos recuerda, nada era más importante que los silogismos de lógica aristotélica, pensamiento iluminado por desarrollo aséptico del método lógico-deductivo. De allí nacen las fronteras entre disciplinas, los cortes precisos entre razas y naciones. No es para nada extraña su expulsión. En especial “para jesuitas como nosotros que vivimos los años de formación en busca constante del sofisma”, como confiesa en sus libretas de 1929. Desde la sombra de los sofistas, donde las grandes categorías de pensamiento no iluminan con tanta fuerza la fragmentación de las disciplinas del conocimiento y los géneros literarios se diluyen, y las fronteras se hacen borrosas. Contrario a la tradición solar del pensamiento occidental Fernando González no cree que sea la luz la que revele la estructura fina, las geometrías diminutas, los detalles, las rugosidades, los pliegues. En una de sus libretas de notas del año 1915 apunta:
“Todo sistema general sobre la vida, hace que el pensador crea encontrar en los hechos pruebas de su teoría, es decir hace mirar la vida a través del sistema y no el sistema a través de la vida”.
Las fronteras son refugios de poder. Sus críticas a Francisco de Paula Santander, general del ejército independentista, vicepresidente de la Gran Colombia, y presidente de Nueva Granada, a quien llama “el hombre de las fronteras”(Santander), vienen en esa dirección. Santander prefirió desmembrar a la Gran Colombia, crear fronteras, a cambio de garantizar su poder local. Se expresaba con odio respecto a los españoles y a los venezolanos. Fundó el sectarismo partidista, el Estado legalista y el ciudadano leguleyo.
Usando a Santander como ejemplo, Fernando González contrapone la frontera al fragmento. La primera defiende poderes, reglas generales, conceptos eternos, verdades últimas.
El segundo reconoce que la vaguedad y la desarticulación están en el centro mismo del tejido de la realidad.
Por esos mismos años en que Fernando González escribía Viaje a pie la escuela de Copenhague, encabezada por Niels Bohr, Max Born y Werner Heisenberg, llegaba a las mismas conclusiones. Esto no significa que no haya significados en el mundo, sino que los significados son contingentes. Ya en el siglo XIX el filósofo norteamericano William James había advertido:
“Every way of classifying a thing is but a way of handling it for some particular purpose” (The Writings of William James, 321).
Fernando González lo escribía de otra manera en su libreta de notas de 1915:
“La única filosofía posible es hablar uno de su visión del mundo. Reglas generales, ideas generales, todo eso es falso”.
El mundo es una superposición de significados, cada uno de ellos vigente, pero contingente a una intención, a un momento, a un lugar, a un sentimiento, a una persona o un grupo. “La razón es una manifestación orgánica, sujeta al tiempo”, escribe en su libreta de 1934. La idea no es nueva para él; ya en su libreta de 1915 había escrito: “Hoy digo esto y mañana diré lo contrario. En ninguna de esas doctrinas creo sino en el instante en que están en mi alma. El hombre que no se contradice tiene el alma esclavizada por un sueño”. Contradecirse no es negar lo antes dicho, creer que ya no es cierto, o encontrar una verdad mejor; es aceptar la complejidad del mundo, la influencia de lo físico, lo social, lo económico, lo síquico.
La escritura lineal no puede dar cuenta de la complejidad de la realidad vista así. Hace falta una estructura que permita la contradicción, que permita defender una posición, una teoría, una teología, y diez páginas después enunciar todo lo contrario. Fernando González solo escribe fragmentos: a veces aforismos, a veces pequeñas escenas, miniensayos, listas, cartas, transcripciones de sus libretas de notas, poemas, odas. Es su manera de rebelarse contra un sistema general y de evitar las disciplinas tradicionales de escritura. De esta manera no es filósofo, ni novelista, ni ensayista, ni un carajo. “Y todo eso porque no creo en nada, o si queréis, porque creo en todo”, escribió en 1915 en su libreta de notas. Así logra obras coherentes y contradictorias.
Lo que defiende un aforismo aquí lo critica un miniensayo allá; la conclusión de una escena en un punto se vuelve una entrada en una lista en otro; lo que es bueno y justo en un fragmento, es inaceptable en otro.
Los fragmentos se suman, las fronteras son mutuamente excluyentes.
En sus libretas de 1915 cuenta que al sabio Rumi, el místico persa, le pidieron que contara la historia más sabia que supiera. Rumi contó que hacía muchos años había un perro y un gato que eran enemigos. Un día el gato robó una perdiz asada de una despensa y el perro se detuvo a contemplar cómo su enemigo disfrutaba; después de un rato el perro se fue meneando el rabo.
Anota que ese cuento se repitió por todas partes, la gente lo contaba una y otra vez y todos estuvieron de acuerdo en que tenía un gran valor filosófico. Sin embargo, no hubo dos personas que coincidieran en su significado.
Unos leían en él un mensaje optimista, otros veían una defensa de la doctrina del egoísmo. Todas las teorías le cabían, todas lo explicaban, todas lo reclamaban. Concluye diciendo: “Por demás está decir que este cuento dio origen a nuevos sistemas filosóficos y contribuyó en gran manera al adelanto de la metafísica”.
Para Fernando González los significados de la realidad no son más que la sombra del hombre lanzada sobre el mundo, el espejo en que la humanidad se ve a sí misma. La historia de Rumi fue “el espejo de todas las almas. Fue el espejo encantado en que cada uno vio sus sueños” (libreta de notas, 1915). Es allí donde radica su sabiduría, en no imponer un significado y, por el contrario, ser receptiva a todos. La realidad es la suma de las realidades: la de los optimistas y los pesimistas y los egoístas y socialistas y guerreristas y pacifistas y liberales y conservadores y religiosos y ateos y soñadores y prácticos.
Los géneros tienen reglas, pautas, fronteras. Paula Andrea Marín Colorado, en “Fernando González Ochoa. La escritura de la desnudez”, hace el estudio de género literario más interesante que se ha hecho sobre Fernando. Ella recorre las categorías de novela-ensayo, novela intelectual, novela filosófica y novela de ideas; y posiciones teóricas como las de Pavel y Amorós. Marín llega a la conclusión de que Fernando González escribe entre la filosofía y la literatura como una búsqueda de su individualidad, y tiene razón. Después cae en la tentación taxonómica y divide sus obras en narrativas y ensayísticas.
En El remordimiento Fernando escribe:
No tendré admiradores, porque creo solitarios. No tendré discípulos, porque creo solitarios; no me tendré sino a mí mismo. Yo no atraigo, arrojo a cada lector y persona en brazos de sí mismos. No puedo ser pastor, amado, jefe, maestro. Soy el cantor de la soberbia y la sinceridad.
Esta rebeldía contra las escuelas, los géneros, las masificaciones, lo margina y crea un espacio propicio para separarse, para reclamar su unicidad, su autenticidad. Marín nos recuerda que la filosofía de Fernando González ha sido llamada “filosofía de la personalidad” o “egoencia” precisamente por esa razón. Pero la historia no termina ahí. En el callejón mal iluminado que queda entre los límites de los géneros no solo se encuentra un espacio para la soledad; también es un lugar privilegiado para el encuentro.
Como la historia de Rumi, un texto que rompa las fronteras tradicionales puede ser un espejo en el cual se reflejen muchos otros géneros, autores y lectores.
En este juego se confunden reflejo y contenido. No existe el uno sin el otro. Pero como sucede con los espejos, la realidad dentro y fuera de la luna no es la misma, la reflexión no es la escena reflejada. Desde luego, no son pocos los riesgos de confundir la ilusión a ambos lados del cristal.
Borges fue el escritor de los espejos enfrentados que se multiplican uno al otro, hasta que reflejan ese “objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo” (Obras completas I, 754). La geometría de las obras de Fernando González es muy distinta. Sus caras se enfrentan pero nunca reflejan la pesadilla de los números de Cantor.
Sus superficies no son cristales pulidos como para un telescopio espacial; por el contrario, son rugosas, su reflexión opaca y la imagen que producen oscura. Son libros para la noche, para la sombra. Todo esto permite enfrentar las contradicciones, los opuestos. Marín señala que Fernando González ha sido tildado de fascista y provinciano, de ateo y fanático, a lo que muchos han salido en su defensa con el argumento de que lo que más define su forma de pensamiento es la inclusión y el universalismo, la racionalidad y el sensualismo. El error, en ambos casos, es seguir viendo esas dicotomías como contradicciones y buscar una categoría, una catedral en la cual proteger a Fernando. La verdad es que a él no le interesa ni la mala conciencia de otros tiempos, ni la hipocresía bienpensante de estos, ni la reconciliación de los opuestos ni la redención de uno u otro. “Somos de una manera y tenemos odio al límite”, escribió en su libreta de notas de 1928. Los contrarios, los opuestos, el alfa y el omega, el cuerpo y el espíritu, la razón y la sensualidad, la espiritualidad y el materialismo, lo bárbaro y lo refinado, el ying y el yang se sientan a la mesa juntos en la sombra. Allí no hace falta evitar las contradicciones que han asustado a occidente desde el poema del ser de Parménides. A la sombra los opuestos conviven y los límites no están escritos. Así lo entendió Alberto Restrepo González en “¿Fernando González filósofo?”, quien en lugar de buscar una categoría, una catedral racional, reconoció que no es bajo los cánones usuales que se puede entender a Fernando.
El fragmento es ideal para establecer la convivencia de contradictores, para sentar juntos a la mesa, alrededor del pan y el vino, a Dios y al Diablo. No las grandes narrativas, los espejos pulidos de unidad nacional, cultural o religiosa que buscan reducir la diversidad a un único grupo coherente y homogéneo; sino la aglomeración de lugares, las superficies difusas que ofrecen un espacio por fuera de los modelos dominantes. Los fragmentos no se integran en un gran discurso sino en pequeños grupos que ofrecen un nicho de resistencia, no solo contra los grandes relatos, sino incluso contra otro grupo de fragmentos que puede hacer parte del mismo texto.
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