Fragmentos del libro: El cuarto secreto, Claudia Ivonne Giraldo

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Antojos para el fin de semana, gracias a Sílaba Editores.

El cuarto secreto

Claudia Ivonne Giraldo

Novela

Capítulo primero

I

Un puntito azul se distingue en la página. Si se la acerca bien a los ojos, se verá que se trata de una mujer que, sin mucho afán, camina en medio del bosque. Su pelo ha crecido mucho y por eso lo peina en una trenza que le cae por la espalda como si fuera equipaje; además lleva un bolso grande que no parece pesarle. Una mujer llega al bosque, traspasa los abruptos linderos que la separan de la ciudad y se interna en la espesura, escala estas montañas que rodean el valle de lágrimas en donde, a esta hora, trepidan los carros enloquecidos, lenta serpiente endiablada de todos los días.

Va en busca de su casa, la suya, la que ha merecido a fuerza de trabajo y palabras casi sagradas, aunque a veces un poco sucias y retorcidas, que ella lava en corrientes mansas y cristalinas. Por eso va al bosque, al encuentro de su casa.

La casa queda en medio del bosque y si se la mira de lejos, retirando el papel para poder enfocar, da la impresión de ser una casa de cuento, con sus ventanas pequeñas, con sus paredes de madera y tres pisos enrevesados y extraños. Tiene una chimenea, aunque no humeante por entonces. Donde ha sido construida la casa crece un suave musgo verde. Para haber sido levantada con sus propias manos tiene todo lo que podía desear: una sala pequeña, un comedor y una cocina; un segundo piso con dos cuartos y anexo a ellos, más arriba, en la construcción de troncos y maderos, de hojas y de juncos, está su espacio, el que había buscado todo el tiempo, su cuarto secreto: después de haber hecho un plan se ciñó a él. Una cabaña nada más; algo para ella sola.

Debía ser ella la que construyera la casa y aunque al principio dudó, allí estaba, lista y terminada. Un viejo maestro constructor y carpintero que había ganado merecida fama entre su reducido círculo de amigos fue su apoyo y compañía durante los siete meses que duró la construcción de la cabaña; meses de trabajo físico agotador pero en los que, como nunca, había sentido las satisfacciones más indescriptibles.

La contemplaba y sentía por dentro cosquillas de emoción inmensa, porque al fin tenía “su” casa, labor de ella contra todo pronóstico, obra suya, solo suya. Ahora habría que plantar flores, unas cuantas que alegren el paisaje. Pero eso será luego porque ahora estoy cansada –pensó–. Tomó el pesado bolso, echó el cerrojo a la puerta y lentamente salió de las lindes del bosque.

¿Dónde quedaba tal bosque? Imposible decirlo; seguramente al lado de la ciudad, en el campo; sería de pinos al principio, con su laberinto de árboles iguales y su tapiz de musgo; adelante, internándose más, se encontraría un bosque de verdad, con variedad increíble de especies de árboles, de altura tan considerable como para hacer oscuro un bosque oscuro, como para saber que se ha llegado a la mitad del bosque y que allí, en ese lugar, debía ser construida la casa.

II

Así como salió del bosque entró en la ciudad, con paso lento, sin afanes; por eso la estrujan un poco, un poco estorba; hay que sacudir levemente el libro para que se aquieten y la dejen proseguir. Se subió al Metro en el centro de la ciudad y en quince minutos estuvo en su barrio y en su otra casa, la que nunca fue suya, la que le fue impuesta. No fue sino llegar y encender las luces para que ella se ensombreciera. Cuando entra a esa casa no está a gusto, la invade como un desasosiego, como un querer irse y no volver. La idea cada vez más fuerte de que esa no era su casa a pesar de poseerla, de que podría estar mejor si de verdad tuviera una que fuera La Casa se le fue volviendo obsesiva, y por eso la decisión de irse, de habitar otra que pudiera llamar suya.

Hace algún tiempo vive sola y ahora su rostro está triste. Sola, aunque las fotografías estén allí pesando como cuerpos de personas: sus padres, abuelos, fotos de amigos y de amigas, de seres queridos que se fueron. Pero ya no es cuestión de si está sola o no, de si eso es lo que la entristece. Lo que la entristece es pensar que no todo lo que guarda en esta podrá llevárselo a la otra, a la que de verdad será su casa. Lo que la entristece es cada viaje de regreso a su vieja casa, la que está allí como una carta guardada a la espera de ser leída.

Entonces sirve en un pocillo leche que tiene que calentar para poder ponerle azúcar y una ramita de hierbabuena; busca la butaca de siempre y se sienta. Todo tan quieto en la casa. Como si hasta el universo se hubiera detenido para que ella paseara una mirada lenta por la inalterada quietud de horas en su casa sola, en su casa fría. Así permanece, estática, mientras la leche se enfría y llega la noche.

La noche la debe emplear en empacar lo indispensable o lo inevitable. Había conseguido cajas enormes, otras medianas, otras pequeñas. Las cosas tienen tamaño; su tamaño lógica, su lógica una razón. Más tarde comería, se lo juraba a sí misma. Había que empezar. Respiró hondo, se levantó y se dirigió al cuarto en donde ya esperaban unos pequeños arrumes de cobijas, almohadas y ropa de cama que empezó a acomodar en el fondo de una caja grande. Revisó bien las sábanas con minucia de novia que prepara ajuar. Por la ventana entró el gato dorado del vecindario y se arrellanó sobre el tapete al pie de la cama, después de esquivar zapatos tirados por ahí, vestidos, collares de cuentas baratas que irían a parar a otras manos, a otras dueñas; el animal la observa y espera luego del saludo afectuoso de ella, quien sin tocarlo, prosigue con empecinamiento su tarea.

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