Fragmentos del libro: El Laberinto de las Secretas Angustias, Rigoberto Gil Montoya

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Agradecemos al escritor Rigoberto Gil Montoya por proporcionarnos un fragmento de su novela El Laberinto de las Secretas Angustias, para el especial de hoy: 35 años de la toma del Palacio de Justicia por parte del grupo guerrillero M-19.


Fragmento 22 de la novela

***

DE

4:10 a.m. El comandante Almarales conmina a su gente a abandonar los camarotes. El salón angosto y largo se llena de voces y ruidos de cartucheras y reatas, de botas y fusiles. Boris reza en silencio. Pensó que la hora de levantarse no iba a llegar, qué insomnio tan desespe­rante.

4:30 a.m. El agua helada revive los huesos. No ha visto a Mariana, ha de estar en la habitación contigua con las demás muchachas, pensó. Observa a sus compañe­ros. Se ven alegres, una buena señal. El comandante se le acerca, recibe una hoja de instrucciones.

4:40 a.m. Se viste con uniforme militar, procura no hacer ruido al ponerse las cartucheras alrededor de su cintura. El sótano es confortable. Todos hablan en voz baja. Alguien enciende un radio. Habla un dirigente campe­sino, qué vaina, nada parece cambiar. Tiende su cama, guarda la toalla y prepara su cepillo dental, dónde diablos dejé la crema.

4:50 a.m. Busca en un pequeño baúl debajo del camarote el libro que lee. Ahora no entiende por qué el interés por ese tipo de literatura precisamente en días como éste, de tensión y nerviosismo. Sábato no es un tipo agradable que se diga, es negativo, depresivo y lo peor es que sus razonamientos obedecen a la lógica natural de una cotidianidad que podría ser la suya. Abre el libro en cualquier parte, lee para sí: “Mientras tanto, en los sórdidos sótanos de una comisaría de suburbio, después de sufrir tortura durante varios días, reventado finalmente a golpes dentro de una bolsa, entre charcos de sangre y salivazos, moría Marcelo Carranza, de veintitrés años, acusado de formar parte de un grupo de guerrilleros”. La misma edad que Mariana, pensó. Qué es esto de estar leyendo vainas tan deprimentes; arrojó el libro al baúl que permanecía semiabierto. Lo cerró de una patada seca, muchos ojos en la penumbra lo miraron, ¿por qué la crema dental debajo de la almohada?

5:12 a.m. Los diecinueve hombres en el centro del lugar, alrededor de una mesa improvisada. La voz de Almarales entre queda y parsimoniosa. Sí, ya lo había dicho tantas veces, la acción no era un juego ni mucho menos. Debían permanecer optimistas pero siempre alertas. Los planos, quiero que revisemos los planos y recordemos la ubicación respectiva. Boris explicó de nuevo, preguntas, respuestas. Otra vez el comandante, nada de protagonismos, no queremos mártires sino elementos capaces de enfrentar lo que se avecina. Mejor morir que caer en manos enemigas, no lo olviden, deber antes que vida, como rezan las con­signas de los artilleros. Los ojos de Boris encontrándose apenas entre la perezosa luz de la lámpara central con los ojos perplejos de Mariana. Un beso en el aire de los buenos días. Miraflores y la Doctora informan sobre sus gestiones para conseguir el medio de transporte. A las ocho menos cuarto recogerán el vehículo. Ningún problema, papeles en regla. ¡A limpiar el armamento!

6:00 a.m. Boris y Mariana, juntos, sentados en el suelo, los fusiles desarmados sobre dos toallas. Ambos tiemblan, tal vez por el frío que baja las estrechas esca­leras del primer piso, tal vez por el miedo que sigue bajando por sus cuerpos. Hacen planes para el futuro; para el futuro que será esta noche, mi amor, o mañana. Qué va, seamos optimistas. Es posible que tener un hijo nos haga falta ya. ¡Qué buena idea! ¿Hay más aceite en el armerillo?

6:45 a.m. A petición de Almarales, Boris extiende nueva­mente los planos sobre la mesa improvisada, tengo dudas en unas cositas. Todos alerta. A cada quien va dando las instrucciones precisas de movilización y ubica­ción. Los otros puntos serán cubiertos por los hombres de Jackin. Ayer se les dio las últimas instrucciones. Andrés, Plinio y César se encargarán de las tulas que contienen municiones. Nohora y Mariana llevarán los botiquines. Mi­raflores, Rincón y Alfonso se encargarán de los víveres. Almarales designa otras funciones, Boris perdido en la contemplación de los planos. Sus dudas otra vez, se re­siste; busca a Mariana, ella lo alivia. Si fueran detenidos en el camino, expresa Almarales con calma, primero que­mar documentos que van en esta tula, hacer frente al enemigo con todo nuestro poder; emprender la retirada como elemento individual; cuidar del armamento como de sí mismo. No entregarse jamás, oído, no entregarse jamás. Otra cosa: serán dos los vehículos, el otro al mando de Jackin. Creamos por un momento que fueron descubiertos, que estamos solos en este operativo: seguir adelante, ni un paso atrás. Estaremos nosotros para conseguir lo pro­puesto. Igual les podría suceder a ellos. Para tales casos, estudiar detenidamente el siguiente manual. ¿Alguien se siente en malas condiciones para llevar a cabo la Toma? Silencio absorto. De allá arriba vino un ruido de vehículo, rumor descompuesto, la ciudad empieza a caminar. Bien, los walkie talkie los llevaré yo. He acordado con Jackin una serie de claves que difícilmente serían descifradas si nuestra comunicación fuese intervenida. Así sabremos coordinar el viaje; en esto no podemos equivocarnos. De­bemos entrar a la fortaleza al mismo tiempo; de otro modo las vainas serían más riesgosas; ¿alguna pregunta?

7:10 a.m. Miraflores y la Doctora suben las escaleras. Se dejan escuchar chistes. Boris y Mariana con­cretan algunos puntos. Si hay problema, ella estará siempre muy cerca de él. Tienen que cuidarse a toda costa, mañana hay muchas cosas que hacer. ¿Compraste las boletas para el concierto? Me las entregan el viernes; ya las pagué, descuida. Hablemos de poesía. Está bien, empieza tú. ¿Quién es ese poeta de Avianca?

7:50 a.m. Almarales sube al primer piso. Llama por telé­fono, dos, tres veces. Las cosas por el sur marchan a las mil maravillas. Le han dicho que espere. Se ve tranquilo, acomoda unos libros sobre el escritorio. Saca una libreta de apuntes de su chaqueta. Anota números. Indica algo con flechitas de colores. Enciende la grabadora. Según las noticias, el país se levantó bajo una tensa calma. No se nombra el movimiento para nada. Solo se habla de los diálogos de paz, de un cargamento de droga incautado en Medellín y de la agenda de trabajo del señor Presidente para el día de hoy: reunión con ministros de su cartera, dis­curso en la Escuela de Policía General Santander, ascenso de oficiales. Se pronostica mal tiempo en la sabana, posibles lluvias al medio día. Va hasta la ventana, descorre la cor­tina y mira hacia la calle. Qué calma se observa, algo ocultan los días grises, como el corazón de los hombres. Mejor sitio para hacer nuestra caleta no pudimos escoger. Timbró el teléfono. Confirmación de la hora cero, a más tardar a las once y cuarto. Jackin dio instrucciones del lugar donde debía estar el vehículo a las once en punto. Almarales anotó en su libreta. Cambiaron de tema, hablaron de unas consignaciones y cuentas bancarias. Los elementos ardían en deseos de entrar en acción, el equipo de fútbol tenía los uniformes puestos y los implementos deportivos listos para ser transportados. Confiamos en que será un gran partido, dijo Almarales.

8:05 a.m. Almarales repasa por enésima vez los documen­tos. Se dice para sí que ellos son más impor­tantes que las armas mismas. Tengo fe en que lo primordial será ejecutado, estoy convenciéndome de esto. Bajó las escaleras. Suena el teléfono y se devuelve. Es la Doctora, el vehículo está en sus manos; excelente noticia. Se disponen a ejecutar la otra parte del plan. Cuídense. Desciende por las esca­leras, sin despegar los ojos un instante del teléfono.

8:32 a.m. Nohora invita a sus compañeros a acercarse a la cocina, muévanse, que el desayuno se enfría. Una buena taza de chocolate y unas cuantas tostadas cu­biertas de mantequilla animarán el cuerpo. Hacen tan poco ruido, caminan con tal parsimonia, que podría pensarse en los ejercicios que Brecht practicaba con sus discípulos minutos antes de la puesta en escena. Si la caleta colin­dara con un cuartel militar sería imposible despertar sospechas con tales movimientos, pensó Mariana, al advertir el desplazamiento de los demás. Boris a su lado, amándola en silencio. Está más flaco.

9:01 a.m. El Turco distribuye a cada hombre una pañoleta y brazalete distintivos del Movimiento. Por el azul y el blanco ofreceremos este día, susurró Boris. Que Dios proteja nuestra bandera. Mariana cerca, sus ojos per­didos en el revólver que limpia con destreza. Deposita a un lado los distintivos. Los observa por un segundo y se encuentra con la mirada de Boris. Te amo. Yo también.

9:23 a.m. El timbre suena dos veces. Almarales se para bruscamente de la silla, impaciente. Vuelve a sonar el timbre, ahora con pereza. Sube las escaleras en tres zancadas. Los del sótano se preparan, por si acaso. Se ubican con rapidez en sitios que les son familiares. Reconocen a la Doctora. Baja luego Almarales y por último Miraflores, quien muestra sonriente las llaves a sus com­pañeros. Momento de alegría rígida. El personal se concen­tra en lo suyo. Dentro de poco empezaremos a organizar la salida, le expresó Mariana a Boris. ¿Ya tienen todo listo? Sí, mi amor, ¿y tú? Desde hace un rato. Tengo impaciencia por salir de una vez. Ah, la chaqueta. Ya vengo, la tengo en el baúl.

9:40 a.m. Almarales los ha numerado. Subirán en parejas, cada hombre llevando lo que le corresponde. Esperarán la señal de Gutiérrez que se encuentra vigilando la calle. Oye, Martínez, ponte la chaqueta de una vez, tene­mos que salir todos bien camuflados. No olviden los dis­tintivos; ¿de quién es éste? Y Mariana alargó su mano tímidamente, los ojos de Almarales profanando la intimidad de los ojos de Mariana. Procuren no moverse dentro del vehículo y menos hablar, pues ya todo está dicho. Mué­vanse, muévanse, debemos aprovechar que la calle está llena de neblina; lástima que no hayamos podido conseguir una caleta con garaje, murmuró el comandante. Yo iré en el puesto delantero. Miraflores conducirá, él conoce la ruta. Suerte, compañeros, la necesitamos.

10:05 a.m. Gracias a Dios no se han presentado inconve­nientes, suspira Mariana, me siento más segura aquí, en esta oscuridad. El vehículo en marcha, la mano de Boris indicándole a Mariana que están juntos, que nada los separará, ni mis berrinches existenciales. Alguien dice: quítense las camisetas, pónganse las chaquetillas y no olviden las capuchas, los distintivos. Mariana reconoce la voz severa de la Doctora. Boris, ¿trajo los planos?  Sí. Menos mal. Le habían hablado tanto acerca de ella que creía conocerla. Ojalá crezca la amistad entre las dos, piensa, mientras cumple la orden. Se acomoda lo mejor que puede sobre un montón de tulas, están blandas. Se alista, como todos, con su galil por si se presentan problemas. Quiere imaginar por qué calle o carrera se desplazan; inú­til, la oscuridad borra todo contacto con el exterior. Se recuesta un poco en Boris quien la abraza con cierta timi­dez, aunque luego retira su brazo porque se siente incó­modo. Esta oscuridad me recuerda la última pesadilla, suspira nerviosamente Mariana, fue horrible todo aquello. Siquiera la claridad del día me hizo regresar; ¿cuándo desapareció don Ignacio? ¿Me habrá confesado algo bajo su enigma de bronce? El vehículo frena en seco y esto hizo que Mariana olvidara sus misterios. Un semáforo, tal vez. Almarales no señala nada, así que nada hay que temer, se dicen, pero eso sí, no bajar la guardia. El vehículo continúa su marcha, se siente la respiración agitada de los muchachos. Los pies helados y uncalor que arde en la cara. ¿Cuánto llevamos de recorrido? Veinte minutos, no, treinta, cállense. El vehículo se detiene más adelante. Al­marales toca dos veces en el vidrio opaco de la cabina. El operativo va bien, estamos en el lugar prefijado. Desde aquí Almarales se comunicará con Jackin. Si las vainas van a pedir de boca, pronto estaremos en el Laberinto. ¡Las linternas, jueputa! Sabía que algo se me había olvi­dado. Ni modo, mejor me callo, eso puede encender los nervios. Ojalá no las necesitemos. Deben ser las once, quizá. Se acerca a Mariana y la siente temblando, es como si nos hubiéramos detenido en la mitad del abismo. Le soba las manos, le dice te amo a los oídos. Parece que el camión va a continuar la marcha.

11:03 a.m. Por fin la tan esperada señal de Almarales. Se acercan al Laberinto, listos compañeros. No lo olviden, vamos a triunfar. Mariana se apoya en los hombros de Boris, se levanta, ordena las cartucheras, estira un tanto las piernas, se persigna, aprieta entre sus manos el galil, se pone la capucha verde, te siento conmigo, Madre, no me desampares, no como en el sueño, no me abandones nunca, Boris da las últimas instrucciones al grupo, re­cuerden: allá adentro están los guías, aprendan a respirar, carajo; todos concentrados, bulle el miedo, la ansiedad, la angustia, “¡Nunca más!”; cuervo malparido. Ultima señal, se acercan al sótano. El Ford 350, verde claro acelera, sube una rampa, baja otra, ¡a tierra muchachos, a tierra! Se abre fuego, bueno, eso se sabe.

***

Tomado de El laberinto de las secretas angustias,

Rigoberto Gil Montoya,

Medellín: Editorial Lealón, 1992.

IX Premio Nacional de Novela “Aniversario Ciudad de Pereira”

(La Celia, Risaralda, 1966) Ensayista, novelista y profesor universitario. Inició su profesionalización con el título de Licenciado en Español y Comunicación Audiovisual de la Universidad Tecnológica de Pereira. Especialista en Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Caldas

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