Fragmentos del libro: La carne es triste de Ricardo Cano Gaviria

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Cada sábado tenemos la sección Antojos, un espacio para leer fragmentos de libros publicados por Sílaba Editores y reseñados en La cebra que habla.

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La página noventa y nueve

Estaban tumbados en el sofá de la sala, en silencio. Él se sentía dulcemente prisionero de ella, que tenía una pierna bajo su espalda y la otra extendida de forma descarada sobre su estómago. De hecho los dos parecían un animal que meditaba, un raro animal de cuatro patas, cuatro manos y dos cabezas, rebulléndose en un mullido y aletargado silencio. Hacía poco su boca había estado lamiéndole las corvas (“eso te gusta tanto, leona”), despertando en ella una risita chispeante y nerviosa. Luego, como si de pronto te hubiese asaltado un presentimiento, estiraste la mano hacia la mesa para alcanzar los cigarrillos; encendiste uno y ahora, desde hace rato, me contento con verte fumar perezosa y distraídamente. Primero echas el humo por la nariz y después por la boca, frunciéndola a poquitos con una recóndita sensualidad que me entristece. Quisiera saber cuáles son tus pensamientos y qué papel tengo en ellos…

En esas él se espabila más rápido que antes, y como la pierna de ella le molesta, con un gesto automático intenta sacarla de allí, para lograr una postura más cómoda. Sabiéndose mirados, sus ojos la miran a su vez con cierto dejo místico, y en su boca, que sonríe levemente, ella llega a presentir una disculpa. “No sé qué hacer cuando te pones así”, le dice sin saber por qué, o tal vez porque se siente tocada por una leve e indistinta forma de amargura, algo que se acumula en ella y le resulta muy difícil traducir en palabras. Pero entonces él grita, casi sobresaltándola:

–¿No ves? ¡Ya me puse triste, maldita sea!

Sonríes de nuevo y, sin lograr ocultar un gesto de desdén, levantas la mano haciendo que la ceniza del cigarrillo caiga cerca de mi rodilla ensuciándome la falda. Comienzas a limpiarla, te tropiezas con mi pierna y, al tiempo que la libero, ya medio dormida, rehuyo tu mirada. Siento que soy también yo la que te estorba, y no solo Julita, quien cada dos por tres se pone a berrear, tan consentida como está. Descalza y cojeando voy hasta mi cama, y sé que te rebulles en el sofá porque haces chirriar los resortes una, dos, tres veces. Luego lanzas un prolongado suspiro y agitas la cabeza como si te asaltara un mal pensamiento. Entonces me siento ante el espejo: las patas de gallo amenazantes, la torpe huella de la polvera en mis mejillas enharinadas, la pronunciada línea que separa el vello de los labios de las mejillas pálidas y ya un poco resecas. “Hoy estoy más vieja y también un poco triste”, oigo que piensa la que se esconde dentro de mí, la que me guía después hasta el lavamanos, sobre el que me inclino para refrescarme la cara. Al escuchar el ruido del agua te levantas y creo que empieza tu descenso hacia mí. Estoy abajo porque estar abajo significa estar fea y triste. Y sobre todo vieja. Y mi rostro es para ti como una máscara, como una máscara que se pone alguien de abajo.

Por fin he aprendido que es mejor vivir solo. No vale la pena hablar tanto, convirtiendo cada proyecto en un laberinto del cual nunca encontramos, cuando las buscamos, la salida ni la entrada.

Cuando vuelvas, si es que vuelves, yo también habré partido. Espero que Julita no se despierte, aunque sigue llora que llora. Ya no iremos nunca más al parque o al cine, cogidos de la mano, yo con la niña sobre los hombros y agarrándose de mis mejillas y lastimándome la barba, reblujándome el cabello y tratando de meterme su manito en la boca. Ya no iremos nunca más a ningún sitio…

Entre tanto, él recordará siempre aquel día…

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