Hacker mate a La cebra que habla

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Producto de las conspiraciones de febrero La cebra que habla, “Otras formas de mirarnos”, fue hackeada, víctima de esos hologramas malhechores y virales que deciden por igual el valor del petróleo y el seguro de las piernas de Mbappé en la próxima temporada de la Champions League.

Su plataforma virtual entró en modo espera, mientras su cronista de cabecera, el joven Gustavo Colorado salía a caminar por la cintura cósmica del sur en busca de respuestas terrenas. Perplejos, sus usuarios contemplaron cómo las rayas del logo se convirtieron en una intermitencia salvaje.

El primer sospechoso del cibercrimen, para la sala de redacción, fue el hacker Sepúlveda. Siempre hay que sospechar de los hacker calvos. Son seres con deficiencias hormonales y, en términos capilares, por un pelito, frustrados, resentidos con una sociedad que ignora su brillo.

El otro sospechoso fue Anonymous: detrás de una máscara de La casa de papel podía esconderse un gomelo díscolo, cochino y melancólico, ansioso por salir del tedio baudelariano: ante un desierto de aburrimiento –habría dicho en su lecho de perezoso incomprendido, mientras jugaba con un software norcoreano– un oasis de horror.

Se pensó incluso en Julian Assange,  con su cabello tinturado a lo Buck Rogers en el siglo XXV; pero el tipo anda esquizoide, muy ocupado tocándole el culo a las empleadas de la embajada en la que ya nadie se lo resiste. Delirante, con los ojos desorbitados en iris algorítmicos, Assange aún cree que el presidente de Ecuador es Rafael Correa.

La pregunta para la sala de redacción seguía en el aire de la suspicacia: ¿quién podría ser el responsable intelectual y/o material de hackear a La cebra que habla? Buscaron voces expertas para intentar descifrar el enigma. No encontraron muchas, porque los expertos no suelen abundar.

Abundan las comisiones de sabios, pero eso es otra cosa, otra raya que le sale a la cebra.

La conspiración viene del Bioparque Ukumarí, sostuvo enfático Abelardo Gómez, un sensible animalista que vive obsesionado con la cola de las ratas. O más bien, detrás de la cola de las ratas, que abundan en oficinas públicas. “La culpa no es de la vaca precisamente”, agregó. Cuando pretendían pedirle que ampliara su sospecha, fue tajante al decir que preferiría no hacerlo, a lo Bartleby, el escribiente. A cambio, extendió una servilleta biodegradable (se autodestruye en cinco segundos después de entrar en contacto con calor humano) con un mensaje que tardaron en descifrar; parecían versos del creacionista Huidobro: “Cuellos largos mexicanos, por los aires como aeroplanos”. La ingeniera Alzate, directora del portal de La cebra sin habla, escribió en facebook a sus seguidores:

“Todo es confuso, ¿saben?, igual que el número de rayas que le caben a un cuadrúpedo. Ese mensaje encriptado afirma mi conjetura: podría tratarse de celotipias zoológicas. En la jungla urbana tener con nosotros una cebra que habla es tan fenomenal como avistar un cóndor de los Andes en los alredores del Parque Arboleda”.

Desencriptado el mensaje de la servilleta, miembros de la sala de redacción desempolvaron una noticia de 2018: el arribo a la ciudad de una pareja de jirafas proveniente de Puebla, México. Su destino era Ukumarí; no venían en plan de negocios ni a visitar el paisaje cultural cafetero. Venían para quedarse. Las voces de los animalistas se hicieron sentir por las redes, pues no dudaron en denunciar el hecho como típico caso de tráfico  y maltrato de fauna.

Recordará el lector que la llegada de las jirafas Otún y Perla fue un espectáculo que paralizó a la ciudad sin puertas, y en especial al niño de las praderas, Cavisa, quien en su momento difundió la fake news de que estos lánguidos animales, de elásticas cervices, venían doblados, sedados, con sus cuellos recogidos, hinchadas las narices,  y que era posible que al despertar, después de un sueño intranquilo, derribaran el avión de la Fuerza Aérea que los transportaba. Lo más seguro, declaraba Cavisa, es que los herbívoros caerían en algún tejado o en el patio de un barrio popular:

“Puede que las víctimas de esta doble caída letal sean niños inocentes, usuarios potenciales del Bibliobus. De los cielos puede caer cualquier cosa, créanme, hasta minions en forma de marionetas. ¿Vieron Un cuento chino?”

Después de sendos análisis esta es la hipótesis que los miembros de la sala de redacción manejan sobre el ataque cibernético a su portal, mientras esperan un pronunciamiento de la sala de Delitos Informáticos de la Fiscalía General de la Nación:

En represalia a la muerte en cautiverio de la jirafa Perla, en circunstancias aún no esclarecidas por la sala de Víctimas de Semovientes de la Fiscalía ya mencionada, un animalista de extrema derecha, con ínfulas petristas, quizá melancólico, un lobo solitario, señaló como objetivo a La cebra que habla, bajo un dogma ideológico que se propaga como gripa aviar en las redes: impedir cualquier maltrato o manipulación animal, sea este real o virtual.

Entretanto, desde otro ángulo de la sala de redacción, el joven cronista Gustavo Colorado serpenteó una hipótesis que nadie le copia: el origen del ataque cibernético se localiza en las guerras intestinas entre los carteles mexicanos del tráfico de drogas, en especial los de Puebla y Sinaloa; lo que derivó en la muerte, por ajuste de cuentas, de Perla, la jirafa noble.

Lo del ataque a La cebra que habla constituye en realidad, en palabras del rubio de neón, un falso positivo que busca desviar la atención, como siempre sucede en este monótono país del sol sonoro, de las autoridades locales.

(La Celia, Risaralda, 1966) Ensayista, novelista y profesor universitario. Inició su profesionalización con el título de Licenciado en Español y Comunicación Audiovisual de la Universidad Tecnológica de Pereira. Especialista en Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Caldas

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