Hernando López conversa con la intensa lentitud de quien recita versos nimbados de dolor.
Estos que van conmigo
“Yo, la vida la tomo y la estrecho en mis manos/
La acojo, la defiendo, la peleo; /
en la palabra, en la mujer y el vino/
Que en la vida yo estoy/
y a la vida me entrego”.
Estos versos aparecen en la página dieciocho del libro de poesía Dos poetas: Hernando López Yepes y Francisco González, publicado en 1990 con prólogo de José Manuel Crespo.
Al menos en el caso de Hernando López Yepes fue un libro de urgencia: su amiga Miriam Caicedo, oriunda de La Virginia, Risaralda, quien para entonces se desempeñaba como gerente de Dancoop– una entidad de economía solidaria–quiso rendirle un tributo a su pueblo natal .
Buena lectora, no encontró mejor manera que hacerlo a través la poesía.
Pero había un problema: López Yepes no tenía poemas para un libro y Miriam insistía en que tenía que ser él
Acostumbrado a una vida de urgencias el hombre se estrenó de poeta: hurgó lo más hondo de su corazón y empezó a enhebrar versos que se dieron al mundo con títulos como Ansiedades, Oda al odio, Las garras de la paloma, Tartarín en su casa, Muchacha y Canción de los libertinos, para mencionar solo seis.
La materia de esos poemas le venía de muy atrás. De los tiempos de errancia de sus padres por distintos lugares de Risaralda. Unas veces era la pobreza. Otras la violencia política. Y casi siempre el mordisco de las dos los empujaba a empacar sus pocas pertenencias y a partir en busca de mejor fortuna en esos pueblos de verdes montañas empinadas.
“Vengo de una familia de campesinos paisas, católicos y liberales. Eso suena contradictorio, pero así somos los humanos, y sobre todo las personas de estas tierras. Creo incluso que una de las ramas de mis antepasados venía de conversos, a juzgar por la cantidad de nombres bíblicos que aparecen en mi poco ilustre árbol genealógico. Recuerdo en especial a Moisés, Isaías y Juan de Dios. Pero hay uno que les gana a todos: se llamaba Evangelio ¿Se imagina usted lo duro que debe ser andar por el mundo con ese nombre… digo, con esa cruz a cuestas?
Hernando López conversa con la intensa lentitud de quien recita versos nimbados de dolor. Enfatiza las palabras y abre largas pausas a la espera de la reacción de su interlocutor. De vez en cuando cierra los ojos y las imágenes de la infancia se le agolpan en el pecho hasta convertirse en un manojo de frases agudas y firmes como anclas que le permiten asirse a un mundo que se fue.
“Nací en 1952 en la calle once con carrera novena de Pereira, al lado de las vías del tren que conectaban con Manizales. Todavía éramos parte del Departamento de Caldas y como los pobres nunca han tenido con qué asistir a espectáculos, los niños de entonces solo teníamos dos opciones: asistir a los entrenamientos de gallos de pelea o ver pasar el tren para decirles adiós con la mano a los desconocidos.
En una de esas, cuando ya vivíamos en el vecindario de la calle veinticinco, pero siempre cerca de la carrilera, me tocó ver a un suicida arrojarse al paso del tren. La imagen de ese hombre partido en varios pedazos palpitantes me acompañará hasta el último segundo de mi vida. Siempre lo he visto como una premonición de las muchas violencias que me ha tocado ver y padecer desde entonces: aunque habitaran una franja de tierra muy estrecha, mis mayores, tíos, padres, abuelos, vivían en constante destierro.
Eso es algo que hoy me impacta mucho: de tanto padecerla, a los colombianos se nos ha olvidado el hondo y terrible significado de la palabra desterrar. Des-terrar: arrancar de la tierra en la que se han anudado las raíces. Supongo que de esas experiencias me salieron, redondos y ya maduros, versos como aquel titulado La muerte no te toca, dedicado a mi padre:
“Vengo a decirte que no has muerto, padre/
y sé que desde abajo me sonríen/
tu tierna carne desgranada en polvo/ y tus ojos disueltos por la lluvia.”
A la vida me entrego
Sin haberlo pensado, Hernando López llegó a la poesía y allí se quedó “estaqueado en la mitad del patio”, para citar por enésima vez una expresión feliz de Julio Cortázar. Aunque a veces cree que, en su más amplio sentido, la poesía alentaba en él desde el día en que su hermano lo llevó a presenciar una función de magia en la escuela Marco Fidel Suárez , donde enseñaba el profesor Helí Puerta.
“Al fin y al cabo la poesía es una forma de la magia en su sentido ancestral ¿No? Digo, en su capacidad para trastocar a través de las palabras el orden del mundo y de instalar en su lugar un orden ilusorio que al final resulta más firme y contundente que el real. Era la misma magia que había encontrado en la cartilla La alegría de leer, uno de los textos más bellos que uno pueda tener entre las manos. Nada más eso de “Es puerta de la luz un libro abierto. Entra por él” resume la infinita variedad de prodigios que puede obrar en un ser humano la lectura de un buen libro”.
Con esa certeza decidió convertirse en profesor. Quería compartir su descubrimiento con las nuevas generaciones. Pensaba que, bien acompañados, todos podían cruzar esa “Puerta de luz” . Empezó en el Instituto Santuario a los dieciocho años. Dieciocho meses después se vinculó al Liceo Gabriela Mistral, de La Virginia, donde orientó cursos de filosofía y religión. Ese tránsito duró desde el año 1971 hasta 1980, cuando renunció a la docencia. Fueron nueve años “Fatigando las aulas/ con mis guantes de tiza” según escribiera el también poeta, novelista, cuentista y ensayista Eduardo López Jaramillo.
“Renuncié a la docencia porque me estaba muriendo de a poco. Hay ambientes que no son para uno. Me sentí incapaz de pasar el resto de mi vida obligando a recibir. Los jóvenes saben ignorar y despreciar. Pensé que si quería seguir allí tenía que empezar a desarrollar estrategias, mecanismos de defensa. Sentí que debía hacer limitaciones de mí ser en todos los sentidos, empezando por el lenguaje.
“Resumiendo, tendría que volverme un cínico. Y así no podía ser yo”.
De modo que decidió ser práctico y abrió un almacén de ropa para niños. El escritor necesitaba tres cosas: sostener a su familia, educar a los hijos y mucho tiempo para leer y escribir.
Para entonces, su escritura se desplegaba en tres frentes: el ensayo, la poesía y el cuento.
Regalo para mi hijo
“(…) y luego me llevaste de la mano/
a mirar los tesoros que tenías/
en diminuta caja de cartón/
Y eran ellos: un grillo, con vocación de músico/
una tímida araña que se fingía muerta/
y allá en el fondo un ser tornasolado/
entre el azul y el verde, cual ovalado cofre:/
un gran escarabajo de fiero mascarón”
Y Hernando López Yepes les cumplió a Marleny, su mujer y a sus hijos Juan Manuel y Violeta.
“Durante treinta y dos años estuve en el comercio sin ser comerciante. Y créame que no me arrepiento. Durante ese tiempo, aparte de sobrevivir con los míos vendiendo ropa para niños, afirmé mi entrañable relación espiritual con los grandes de la literatura de todos los tiempos. Me refiero a Balzac, Flaubert, Maupassant, Oscar Wilde, Lin Yutang W.S Maugham, Faulkner y, por encima de todos, el gran Giovanni Papini.”
“Desde luego, también está Gabriel García Márquez. Con su obra tengo una anécdota. Fue don Abelardo, profesor de álgebra en el colegio Bernardo Arias Trujillo, de La Virginia, quien me puso en contacto con Cien años de Soledad, apenas dos años después de ser publicada. Imagínese: ese gran hombre se las arreglaba para leer buena literatura en medio de los interrogantes planteados por las ecuaciones de tercer grado. Esa es la prueba de que el espíritu no tiene fronteras”.
Cuando viajaba a Pereira en busca del surtido para su almacén, Hernando López pasaba por la Librería Quimbaya, atendida por Rossina Molina, la última librera que tuvo la ciudad.
“Frecuenté la Librería Quimbaya desde los tiempos en que estaba ubicada en la carrera séptima entre calles dieciséis y diecisiete. Más tarde los visité en la carrera quinta con calle veintiuna, hasta su desaparición. Fue Rossina quien, en esa sede, me recomendó la lectura de El nombre de la rosa.
“Alimentado por esas lecturas y por mis vivencias personales me sumergí en la escritura de cuentos. Ese es mi ambiente natural. De allí nació un libro que, de entrada, estuvo rodeado de equívocos. Para empezar, el título no lo puse yo. A la hora de ponerlo en la pila bautismal lo bautizaron con el nombre de Así vivimos aquí. Ese fue el primer malentendido, porque me etiquetaron como un escritor costumbrista y sé que no lo soy. Quería- y creo que lo conseguí- hacer el retrato espiritual de un pueblo, no un cuadro de costumbres sobre La Virginia. Pero qué le hacemos: me pasó igual que a uno de esos toreros espontáneos de las corralejas que los tiran borrachos al ruedo.”
Ansiedades
“Montado voy a medias en clavileño manso/
Voy caminando lento para yo no sé dónde/
Hastiado de paisajes, vacías las alforjas/
sin divisa, sin oros, sin brújula ni mapas: /
tres penas llevo al pecho y en ancas la garrafa”.
Atrincherado en La Virginia, hastiado de paisajes, sin divisa, sin oros, sin brújula ni mapas, el escritor Hernando López ejerce esa otra clase de resistencia que lo mantiene al margen del poder cultural que es igual en todas partes: en Pereira, en París, en Nueva York y en China.
Desde allí pastorea su rebaño de ansiedades.
En ese pueblo mestizo que arde a orillas del río Cauca, donde forjaron su leyenda La Canchelo de Arias Trujillo y El Caballero Gaucho de todos, López Yepes se levanta cada mañana y se hace al camino con el mismo empuje que lo llevó a emprender sus estudios de filosofía y letras en la Universidad Santo Tomás cuando rayaba los cuarenta años.
“Es pura terquedad. Y debe tener mucha relación con la vida que les tocó llevar a mis antepasados, que no fueron fundadores de pueblos sino de fincas. Es decir, peones de hacha y machete. Basta con decir que dos de ellos murieron aplastados por árboles. Y eso por si sólo resume el talante de su peregrinación. Sospecho que fue esa misma terquedad la que me llevó a escribir en dos meses los poemas que mi amiga Miriam Caicedo necesitaba para publicar su libro en agradecimiento a La Virginia. Eso y el hecho de que escribo porque tengo emociones, no solo cerebro”.
Por eso mismo, el autor se ha dedicado en los últimos años a escribir ensayos ponencias en los que reflexiona sobre el rol que deben jugar las bibliotecas públicas en el incierto destino de Colombia. La ética del bibliotecario y Bibliotecas sólidas para sociedades líquidas son dos de esos títulos.
En ellos quiere dejar algo para esa Colombia empeñada en deshacerse en guerras seculares que se remontan a los tiempos de la conquista. En 1999, por ejemplo, cuando estaban matando a los jóvenes de La Virginia, produjo un texto “Para ser leído bajo una tempestad de sangre”, según su propia glosa.
“A las bibliotecas públicas les asiste una responsabilidad esencial en la dignificación de la vida. Por eso no deben ocuparse solamente en gestionar recursos para renovar colecciones y computadores. Tan importante como eso es renovar los espíritus. Y para eso se necesita pensamiento crítico. Ensayar otras miradas sin perder de vista la belleza. La de la vida y la de lo que se lee y escribe. Esa tarea es urgente en la Colombia de hoy. Por esa razón, estoy atento cada vez que me invitan a presentar mis ponencias en distintos lugares del país”.
Oda al odio
Como si llevaran plantada en el vientre una bandera negra, los cadáveres que bajaron por centenares por las aguas del río Cauca llevaban siempre a cuestas un gallinazo con las alas desplegadas.
Hernando López Yepes piensa que esa imagen era un aviso para un país ciego, sordo y mudo que prefirió mirar hacia otra parte
Por eso mismo, hoy prepara su alijo de papeles y parte a decir su palabra desde las orillas del Cauca.
Y, sobre todo, desde las orillas de la vida.