Huellas de lectura

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Los libros son las memorias que nos preludian; también los que dilatan un espejismo: ese de estar vivos; o dicho de otro modo: eso de arriesgar un destino individual que se vincula a las circunstancias de los otros. Son, en efecto, anticipaciones de la muerte que se narra o que se canta; pero al mismo tiempo anuncios para la vida que se quiere.

Arribamos al mundo, balbucimos, gateamos, aprendemos a abrir una puerta, estiramos las manos y comprendemos, sin que nadie nos lo advierta, que están allí, imponiendo su discreta distinción. Después de examinar su peso, de admirar un detalle en su forma antigua, de inventar para ese libro una historia como objeto personal, su materialidad se impone para siempre: en la luz del día como artilugio del pensamiento y en la opacidad de la noche como intriga onírica.

Al principio no sabemos qué hacer con ellos, pero algo nos induce a rodearlos, a cambiarlos de lugar, a enfilarlos en un rincón destinado a las rarezas; a ser pacientes con su misterio de hojas. A permanecer despiertos para traducir su recado. Menos retraídos, una tarde de aire sofocante verificamos en sus manchas, en sus hongos y borraduras, un principio de realidad: la misma que nos lee las líneas de la mano; la misma señal de finitud.

Cuando aprendemos a abrirlos y eso no es fácil –a menudo los abrimos al revés–, a seguir el orden de las palabras que los contienen, los libros descubren para nosotros lo que ignoramos, lo que tememos o lo que en un sueño habíamos pronosticado. En ellos se condensa una memoria escrita a varias manos y en ellos es factible adivinar lo que implica vivir, arrogar una existencia en la respiración de los seres animados. Es claro que podemos vivir sin los libros. También es claro que vivir sin ellos nos disminuye. No basta con nuestra existencia vulgar; precisamos, para fortalecer el espejismo, de la existencia imaginada de los que jamás seremos.

Suelen habitar en ellos minúsculos insectos que corroen sus hojas y carcomen sus palabras como inquisidores medievales. Comprendemos que son tan frágiles como nuestro cuerpo. Así que los protegemos del sol y del agua, pero no es suficiente. Así que los envolvemos en papeles de colores y los ocultamos de la luz en un armario, pero nada detiene su deterioro. Envejecen con nosotros, aunque a menudo nos superan. De suerte que al levar anclas para jamás volver, seguirán sobre el nochero, en un entrepaño, conteniendo nuestras huellas: un subrayado, un ex libris, una nota al pie en la que señalamos un titubeo.

Por estos días de encierro, adherido como estoy a la piel de lo incierto y con más tiempo para viajar alrededor de mi cuarto, descubrí que más allá de las termitas y más acá del polvo acumulado de los años, los libros ocultan entre sus hojas todo un bazar de elementos: el pétalo de una rosa que fue blanca; una servillleta con un mensaje escrito en esperanto; un cabello rizado; una envoltura de chocolatinas Jet; la corteza bonsai de un árbol parecido a la canela. En este bazar de exhibición secreta, de museo de la inocencia, el que más se impone es el marcapáginas, el separador de libros como señalador de un tiempo de lectura que quizá se detuvo.

¿Por qué antes de cerrar el libro dejé allí esa señal como si se tratara de un semáforo que arroja luces a la comprensión del fluir de la vida privada? ¿Tenía la intención de volver a esas páginas y continuar hasta el final con la lectura? ¿Lo que marca esta página podría cambiar en algo mi situación actual frente a una contingencia histórica que no sé cómo glosar? Hay tantos separadores en mis libros como peguntas para hacer.

Si Benjamin codició el proyecto de un libro total urdido de citas, libro de libros, memoria de un ejercicio intelectual compartido, quisiera imaginar el anexo de ese libro tejido de líneas subrayadas o de textos enteros tomados de aquellas páginas marcadas por una señal física, perdida en libros que hace tiempo no tocamos. En medio de todo buscamos una señal, intentamos comprender un mensaje. Mucho más en estos días lentos acentuados por la espera y el desasosiego. Una palabra. Tal vez solo sea eso lo que buscamos.

(La Celia, Risaralda, 1966) Ensayista, novelista y profesor universitario. Inició su profesionalización con el título de Licenciado en Español y Comunicación Audiovisual de la Universidad Tecnológica de Pereira. Especialista en Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Caldas

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