Huesos en el desierto, un libro que narra y denuncia el asesinato de mujeres en México por el machismo y la misoginia
La lectura de Huesos en el Desierto, de Sergio González es pesada como el polvo que cubre en extenso los cuerpos mutilados, absorbiéndolos en una especie de olvido formado con las capas de arena en una ciudad desértica, tanto en su geografía como en el funcionamiento de sus instituciones democráticas: la de Ciudad Juárez.
Parecería el guión de una película nunca rodada, de esas en las que las exageraciones hostigan y hasta vulneran a las personalidades menos sensibles.
Pero lo realmente aterrador es que no se trata de la transcripción de uno de esos guiones, tan excesivos en sus imágenes como en el trasfondo violento al que apelan para ocultar, muchas veces, las deficiencias de su arte.
Estamos hablando de la realidad, y el relato de González es un paseo por la muerte serial de cientos de mujeres que habitaron estas latitudes de la frontera que separa el sueño americano, aún intacto para muchos, del infierno de unas ciudades, si se les puede llamar de esta manera, totalmente amorfas, tanto en su distribución física que desafía los rigores del desierto, como en la conformación de las entidades que habrán de garantizar una debida convivencia entre sus habitantes.
Estas urbes, habituadas desde la explosión de la globalización y su emblema máximo, la maquila, a recibir un porcentaje muy elevado de población flotante, han sido desde siempre una especie de bisagra que activa el paso de uno a otro mundo.
Al sur, la precariedad, la escasez del espacio público, la connivencia del crimen con las autoridades que deberían encargarse de vigilar y castigar.
Al norte, un mundo pleno de tecnología, una manera de habitar que se sueña y se intenta conseguir, muchas veces mezclando la tragedia de los que se arriesgan a cruzar la frontera con los que residen en una especie de arena movediza.
Así es este territorio, el de la Frontera Norte, deleznable hasta llegar a engullir y triturar la vida de sus habitantes, regresando los huesos como regurgitaciones de la barbarie más atroz.
Los nombres de muchas mujeres que alguna vez estuvieron insufladas por el espíritu de la vida, la juventud y la belleza, muchas de ellas aún niñas, pueblan las hojas de este relato conmovedor hasta la náusea.
El capítulo denominado “La vida inconclusa”, consta de trece páginas imposibles de recorrer sin que un escozor profundo atraviese al lector. Se trata de la relación pormenorizada de los nombres de las mujeres muertas durante estos sucesos que se cuentan en unos seis años, entre 1995 y el 2001. La mayoría de los nombres de estas mujeres son compuestos, se trataba en muchos casos de niñas, siempre de personas humildes, nunca ricas para evitar problemas, a decir de algunos de los implicados en estos terribles hechos.
Al pie de sus nombres aparece una sucinta descripción de los hechos mediante los cuales se relacionó su desaparición, las señas de una calle o de una plaza, y las circunstancias en que fueron hallados los cadáveres: estrangulamientos, golpes, ataduras, mutilaciones, suplicios, cortes, incineraciones, y hasta un vehículo que pasó inmisericordemente por el cuerpo de una víctima cuya humanidad quedó prácticamente irreconocible.
La constante en todo el relato, a la par de la indecible cantidad de mujeres nombradas -tantas que resulta indecente llevar una cuenta-, es el desfile de funcionarios y encargados de las investigaciones, tan ineptos a la hora de llegar a una conclusión acertada como corroídos por las redes del narcotráfico, la prostitución, el tráfico de órganos humanos, entre otra multitud de delitos de los que fueron partícipes, cuyas investigaciones se esforzaron en desviar, desempeñando el rol que les era asignado en esta cadena de corrupción y muerte: el de la protección de los verdaderos culpables de los asesinatos en serie.
“Fabricar testigos y declaraciones falsas es una práctica común en México”, afirma el autor en algún paraje del libro, dejando claro de esta manera que la impunidad es otra de las protagonistas de este espeluznante capítulo de la historia reciente del país fronterizo.
Las mujeres son por derecho propio el centro del relato, y están consignadas allí desde diversas posiciones: son víctimas, hermanas o madres sobrevivientes, son activistas por los derechos humanos, o abogadas defensoras.
Algunas de ellas llamaron a su asociación Voces Sin Eco, una suerte de designio más elocuente que cualquier discurso.
George Duby y Michelle Perrot, los célebres historiadores y compiladores franceses pertenecientes a la escuela de los Anales, relataron en su colección Historia de Las Mujeres en Occidente la manera cómo la modernidad arribó a los países europeos e hizo de la emancipación de las mujeres un signo inequívoco de los nuevos tiempos. En uno de los artículos que hace parte de esta memorable serie de ensayos, titulado “Salir”, se describe con claridad este cambio: en los tiempos medievales una mujer sola era sinónimo de bruja o de loca; y si por algún hecho fortuito se encontraba a una que no encajaba en estas categorías deambulando sola por la villa o los bosques, inmediatamente era retornada al grupo, lo cual se entendía como un acto de gallardía y bondad.
Pero el capitalismo, cuyo ascenso galopante era ya irrefrenable en el siglo XVIII, necesitó rápidamente incorporar a la mujer como mano de obra de un sistema económico en expansión.
Así, estos historiadores nos muestran a las mujeres europeas de aquella época, emancipadas de la figura patriarcal dominante, liberadas de la supervisión del grupo, deambulando solas por el continente e iniciando su vida laboral individual basada en la venta de su fuerza de trabajo; primero como voluntarias de la Cruz Roja y otras asociaciones de benevolencia, luego como nodrizas, y después incorporadas sin más al mundo del trabajo en el nuevo campo de producción de la fábrica burguesa.
Por supuesto, este cambio de situación devino posteriormente en el alcance de muchos derechos civiles, que conformaron con el tiempo el estatus de ciudadanía al que accedieron las mujeres no sin librar duras y penosas batallas.
Pues bien, este tipo de consideraciones parecen no existir para la sociedad de la Frontera Norte, agobiada como vive bajo la tutela del barbarismo más recalcitrante, en donde impera la figura rutilante del patriarcado, que impone su ley a rajatabla, y que ha obligado a un retroceso en muchos de los componentes de la vida ciudadana moderna: la escasez o la privatización del espacio público, la debilidad de las instituciones democráticas sometidas al arbitrio del nuevo señor feudal, el narco; al igual que la inseguridad para el libre tránsito de las mujeres, que, aunque incorporadas eficazmente al entorno laboral de la maquila, precisan, como en tiempos medievales, de la compañía permanente de un hombre para salir al espacio público y salvaguardar sus vidas.
Podría decirse que la modernidad en Ciudad Juárez se reduce a la omnipresencia de los vehículos, los cuales indefectiblemente están asociados a los crímenes, trazando una estela que el autor ha referido en las siguientes palabras: “es una ruta que va del salvajismo del asfalto a la aspereza del desierto”.
Huesos en el desierto
Sergio González Rodriguez
Anagrama
Páginas: 344
2002
Es tan rico en descripciones el libro de González que tiene la virtud, si así podría denominársela, de recrear un mundo completo, el de la tragedia contemporánea, asociada al capitalismo entronizado como modo de producción cuyo fatal reverso nos deja ver describiendo esta oscuridad cruzada por los rigores de las dunas, los ritos satánicos o de santería, el ejercicio de la crueldad sin límites, la matanza que trasciende los móviles económicos y deviene un procedimiento de iniciación sacrificial en donde los altares se pueblan de mujeres violadas y posteriormente muertas, casi siempre por medio del método de estrangulamiento.
Es lo que ha llevado a afirmar a González que la Frontera Norte es “un suspenso entre algo y la nada”, lugar en que los humanos contemporáneos podemos contemplar el abismo de nuestras más terribles pasiones.
Los ecos de este infierno resuenan sobre la debilidad de un estado fallido, el Estado Mexicano, una nación para la que, en palabras del cronista, “el estado de derecho sería una mera ficción”.