Italo Calvino y Roberto Calasso: la edición de libros

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…pero finalmente admitió la presencia de  ese “lector perezoso” que ha cundido en nuestros días y que  ya no sabe distinguir entre el valor estético de Mallarmé  y la basura del bestseller de turno.


Texto a ser publicado en el periódico El Mundo de Medellín.

 

Natalia Ginzburg,  la autora de “Léxico familiar” llegó a considerar a Calvino como apenas un escritor promesa, una especie de eterno adolescente. Y si uno se pone a pensar con el debido rigor, la obra de ficción del autor de “El Vizconde demediado”, “El barón rampante” se da cuenta de que el temor de la Ginzburg no era infundado y el ingenio – que de ningún modo es una virtud condenable-  estuvo finalmente por encima de lo que podríamos considerar como la culminación en una obra madura  que estuviera a la altura de la leyenda actual de Calvino.

En estas cartas a otros escritores y editores que escribió a lo largo de  cerca de cuarenta años como lector de la editorial Einaudi, Calvino nos  pone de presente  lo que  llegó a dictaminar  sobre textos presentados para su aprobación o rechazo, lo cual se constituye en un valioso documento sobre  aquellas peripecias, deslices que se esconden detrás de quienes finalmente toman la decisión de dar su aprobación a un texto o de lanzarlo para siempre a las tinieblas.

Lo que nos pone a pensar entre fríos sudores sobre las injusticias que definitivamente conlleva un juicio estético que a veces no es otra cosa que una manifestación de odio, de incomprensión, tal como sucede cuando Calvino se refiere despectivamente hacia la obra de un inmenso crítico como George Poulet  y de un filósofo que nos ha dado muchas luces necesarias para leer poéticamente  la realidad: Gastón Bachelard a quienes despacha de esta manera: “entretanto he leído un libro de él y lo detesto, soy absolutamente contrario a publicarlo. Mi odio por la crítica francesa se está volviendo visceral. He leído también a Bachelard y me he quedado horrorizado de su vacuidad espiritualista disfrazada de positivismo”.

 

Italo Calvino. Foto extraída de Flickr

 

Era el Calvino envuelto en los azares del escenario político  tan perturbado en Italia para entonces,  quien estaba  justificando así, su dictamen.

Dictamen que, de radical, nos lleva a pensar en lo que lectores como Calvino pudieron hacer para impedir  que se editaran textos de tanta importancia, basándose en algo que a mi parecer, constituye un juicio caprichoso y por lo tanto nada objetivo.

El nombre de Roberto Bazlen, reconocido por Calvino y Calasso como paradigma de ese iluminado lector capaz de descubrir a primera vista – un lector por encima del radicalismo político- un gran texto, es traído a cuento por Calasso en una esplendorosa meditación en voz alta, “La marca del editor”, mostrando cómo la erudición no es otra cosa que una inusitada sensibilidad estética para saber escuchar por anticipado un texto que había permanecido disimulado por la ignorancia, que no había sido escuchado por editores  y lectores ciegos y sordos.

Bazlen fue ese maestro silencioso –recuérdense sus cartas a Montale- que sin embargo en el momento de condenar un nombre y su obra no vacila para ello, siguiendo el consejo de Baudelaire de que todo juicio crítico debe ser parcial y apasionado y así se mofa de García Lorca, de Nelly Sachs.

 

La marca del editor de Roberto Calasso. Foto extraída de Flickr

 

Pero Bazlen sólo tuvo el oficio de vida de mantenerse como ese lector perezoso y por lo tanto insobornable, agudo en sus observaciones para el cual vender un libro era una estrategia personal para que cayera en su recomendación la editorial.

Calvino no parece detenerse en consideraciones y menos en escrúpulo alguno y una vez leído el manuscrito emite sin vacilación su juicio: Luigi Malerba autor de una grandísima novela “El serpiente” envió – nada menos que “La invención del alfabeto”- un texto que al caer en manos de Calvino fue tajantemente definido como “Cuentos campesinos”, “bastos y con poca sustancia” .

Avatares de un oficio que con la esclavitud de un horario laboral no se presta para la debida reflexión o sea para la contradicción de arrepentirse de un primer diagnóstico sobre un texto inicialmente incomprendido.

A cambio ¿cuántos pésimos títulos editados no lograron resistir  el paso del tiempo y hoy nadie se acuerda de ellos?

 

Foto extraída de Pixabay

 

Calasso, autor de textos tan decisivos como “La ruina de Kasch”, “Cuarenta y nueve escalones”, “Las bodas de Cadmio y Armonía”, se descubre a sí mismo considerando la edición de libros como un género de la literatura,  en tanto elegir un texto es casi siempre o un afortunado azar  o un deslumbramiento ante un texto largamente esperado, tal como le sucede a Calasso al descubrir a un ignorado Musil en la vitrina de una librería.

“Una buena editorial sería –si se me concede la tautología- la que supuestamente publica, dentro de lo posible sólo buenos libros”, asevera el  director de Adelphi.  Porque en su caso la erudición no es otra cosa que una inusitada sensibilidad para visibilizar estéticamente un texto que había permanecido oculto, un texto que, fulgurantemente, nos habla de inmediato  ya que durante mucho tiempo lo habíamos estado esperando y no es pues la falsa indulgencia que  brota de la actitud caritativa hacia un texto que no se comprende.

En este sentido Calvino bien se cuida de aclararnos los contratiempos de su oficio laboral cuando recuerda a Ugo Faccio de Lagarda que “Trabajando en una editorial se le vuelve a uno el corazón de piedra… Uno termina por no sentir nada, por asumir una máscara de cinismo”, algo que ya había confiado a Attilio Dabini. “Llevamos una vida fragmentada en mil ocupaciones y preocupaciones (hace tres años que no consigo escribir para mí”). Lo que deja al descubierto la inmensa estructura industrial de Einaudi, donde los llamados asesores de ventas juegan un papel decisivo a la hora de aceptar una obra, lo cual al menos a mí terminó por producirme una penosa impresión a lo cual hay que agregar la actitud suplicante de muchos escritores importantes rogando para que Calvino intercediera por ellos.

Porque las consideraciones histórico-políticas tomadas en cuenta para rechazar un texto haciéndole caprichosas objeciones  en cuanto a sus contenidos  conceptuales  ya hoy fueron sobrepasadas por el tiempo y lo que queda, por fortuna para nosotros en esta serie de informes de lectura,  es el alcance de un fructífero diálogo con figuras como Elsa Morante, Vittorini, Sciascia, Citati, Anna María Ortese donde aparece su olfato de sabio lector, la observación generosa, el deseo de ayudar al autor a salir de un embrollo estilístico.  Calasso al referirse a Einaudi y a la aparición de Adelphi, esa pequeña editorial que recupera la dimensión aristocrática contra la vulgaridad comercial,  nos dice. “En los años cincuenta la única editorial era Einaudi. Alto nivel, severa selección. Pero entonces todos estaban hartos de la selección. Querían elegir por ellos mismos”

¿Cuál es hoy la presencia de un verdadero editor bajo la maraña de intereses de una trama comercial donde el imperativo del marketing ha puesto a un negociante en el lugar que antes ocupaba un editor o sea ese lector apasionado capaz de extraer perlas del fondo del mar para incorporarlas a la lista de las grandes necesidades espirituales de una humanizad aterrorizada y que necesita de compañía?

 

Imagen extraída de Pixabay

 

“Un poco mercader, un poco empresario de circo –señala Calasso- el editor siempre ha sido señalado con cierta sospecha, como un hábil pregonero. Sin embargo podría suceder que el siglo XX sea considerado, en el futuro, como la edad de oro de la edición”.

Y lo dice por editores como Vladimir Dimitrijevic, Peter Suhrkamp, Roger Strauss y yo agregaría a Carl Seelig caminando detrás de la locura de Robert Walser, fiel a su asombrosa escritura.

Editar, tal como lo concibe Calasso siguiendo los indicios que nos da su catálogo y sus cien magistrales notas de solapa, consiste en editarse a sí mismo como un acto demostrativo de soberbia intelectual o sea de irredimible independencia de criterio.

Baudelaire partió del concepto del “hipócrita  lector mi cómplice” pero finalmente admitió la presencia de  ese “lector perezoso” que ha cundido en nuestros días y que  ya no sabe distinguir entre el valor estético de Mallarmé  y la basura del bestseller de turno.

Por eso reclama la necesidad de ese lector solitario, librepensador, capaz de crear un particular universo de libertad, el lector que es ajeno a los perversos reclamos de la publicidad y el editor que sabe de antemano que un fracaso de ventas de un texto será la comprobación de su valía estética.

 

“Los libros de los otros”  Italo Calvino, Siruela 2014. Traducción de Aurora Bernárdez

“La marca del editor”  Roberto Calasso Anagrama  2014

 

Darío Ruiz Gómez. Es un escritor, periodista, teórico del arte y el urbanismo, crítico literario y poeta colombiano nacido en Anorí en 1936.

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