La guerra de las marraquetas

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Allá por 2006, la marraqueta fue declarada patrimonio cultural e histórico de la ciudad de La Paz por el gobierno departamental


 

Mis primos que se han ido a vivir a La Paz y mis sobrinos ya nacidos en esa ciudad están totalmente seguros de que la marraqueta paceña es diferente, básicamente más sabrosa que su par cochabambina. Siendo honestos, aquí en Cochabamba hay mucha gente que apoya esa opinión. Por supuesto que todos los paceños de nacimiento, aunque sean enemigos encarnizados del Bolívar y el Strongest, coinciden en que la marraqueta es un pan divino, que se sirve en la mesa del Cielo y poco más.

No hay quien los baje de esa nube.

Así pues, mis primos, contagiados de ese paceñismo panificante por no decir edificante, cada vez que vienen al valle no olvidan traer su bolsa de marraquetas dentro de la maleta de viaje. A mí me causa infinita gracia que tales panecillos viajen en avión cual productos de un lejano y exótico país. ¡Pero en Cochabamba tenemos marraquetas por montones! les dije a la primera ocasión, abriendo la boca de incredulidad.

En contrapartida, medio en serio medio en broma, me tildaron de contreras, de que me oponía por malsana diversión (y bueno, la fama de dar la contra, por deporte, que a uno le precede dentro del ámbito familiar) y otros motivos.

Alguna vez entre divertidas discusiones lancé la hipótesis de que si la marraqueta paceña es tan superior y distinta ¿por qué no hay ni una panadería en Cochabamba que la elabore según el método paceño, considerando además que aquí residen muchísimos paceños? Suena raro que a nadie se le haya ocurrido aplicar la receta y montar el negocio con buenas perspectivas de éxito. Por ejemplo, las salteñas potosinas tienen su nicho de mercado, precisamente porque son un tanto distintas a las vallunas.

 

Montaña de marraquetas en un mercado de Cochabamba. Foto por: José Crespo

 

Tampoco me consta que traigan el susodicho pan desde La Paz para la venta, como efectivamente ocurre con otros tipos de pan cochabambinos que son comercializados en otras ciudades.

Yendo al meollo del asunto, cabe detenerse en los componentes de la receta: harina, agua, sal, levadura. Cuatro simples elementos que definen la sazón, y que no encierran mayor misterio. Siendo la marraqueta el pan cotidiano, el más popular y consumido en La Paz, es lógico que su elaboración sea bastante sencilla sin lugar para los enigmas. Tantos panaderos no podrían guardar celosamente la fórmula, ni que fuera la de la Coca Cola. ¿Dónde reside entonces el secreto de la diferenciación?

Los paceños podrían argumentar que el componente cualitativo que distingue a su marraqueta proviene del agua (a semejanza de lo que ocurre con el whisky escocés) y podrían seguir diciendo que ellos elaboran su pan con agua pura de los manantiales del Illimani. A lo que los cochalas podríamos contestar tranquilamente que nosotros tenemos aguas cristalinas provenientes de la cordillera del Tunari para sazonar nuestro pan y tal.

Y así podríamos seguir disparando argumentos de uno y otro lado.

Desde luego que no pongo en duda el origen paceño de la marraqueta, pero ellos tampoco pueden cantar victoria por anticipado, ya que hay distintas versiones que atribuyen su llegada primero a Chile, la más difundida que refiere que unos panaderos franceses de apellido Marraquette se habrían establecido en Valparaíso a inicios del siglo XX.

 

El Illimani, icono de La Paz Foto extraída de: Facebook

 

De ahí que saltara a Tacna y otras partes del sur peruano, como asimismo llegase a La Paz suena bastante razonable. Es evidente que en tierras paceñas siguió su propia ruta de cambios y evoluciones que la distinguen claramente de sus primas chilena y peruana.

Allá por 2006, la marraqueta fue declarada patrimonio cultural e histórico de la ciudad de La Paz por el gobierno departamental, en un afán, me permito adivinar, de blindarla contra posibles imitaciones, buscando consolidar su denominación de origen. A los cochalas nos tiene sin cuidado ese celo patriótico de los paceños que parece que están dispuestos a dar la vida por su pedazo de pan. Como sabrán, Cochabamba es la “capital gastronómica de Bolivia” y tenemos tantos platos como variadísimos para presumir de ello.

Además, de entrada, el destino ha querido que la silueta del imponente Illimani recuerde a la forma de una marraqueta, y la línea central que recorre el dorso de este pan se asemeje a la cresta del nevado que se alza hacia el cielo.

Mientras tanto, a diferencia de la urbe paceña, en Cochabamba la costumbre se ha hecho ley respecto a su expendio: en las tiendas de barrio siempre venden la marraqueta mezclada con pan toco y el pan tortilla, en una suerte de trilogía forzosa para el desayuno, nunca he sabido la razón exacta de tal determinación. Es un código tácito, una cosa sobreentendida, qué le vamos a hacer.

Así que, si queremos exclusivamente marraqueta habrá que ir a uno de los mercados del centro de la ciudad o buscarla en alguna feria.

 

El trío que conforma el ‘pan de batalla’ : marraqueta (sup.), tortilla (izq.) y toco (der.) Foto por: José Crespo

 

Personalmente no hallo ninguna diferencia respecto al sabor de ambas marraquetas, porque en apariencia son calcadas una a la otra. Los cochabambinos hicimos bien la tarea y salvo los ojos expertos de un panadero es imposible distinguirlas a primera vista. Lo mismo en cuanto al gusto, sólo un curtido sibarita podría diferenciarlas. Así que todo es cuestión de percepción, de regionalismo romántico, de fijaciones psicológicas que vamos alimentando desde muy pequeños.

En lo que sí estoy de acuerdo con los paceños, es que la marraqueta sabe más rica en plena ciudad de La Paz, por cuestiones climáticas, ya que allí hace frío a menudo y el café humeante, bien acompañado de su marraqueta con queso fresco, entra con mayor alegría al cuerpo para calentar hasta el alma.

Dejando las cuestiones sentimentales a un lado, finalmente cabe decir que la marraqueta es un prodigio de pan, aunque no apta para dentaduras débiles, pues ese duro caparazón crocante exige una buena mordida. Dada su forma ovalada no es muy práctica para sándwiches con mortadela, queso en láminas y otros productos parecidos. Más bien su interior hueco es ideal para rellenarlo con mermelada, mantequilla, paté de hígado y otras cosas de untar.

Devorarla con nata de leche es una experiencia cuasi religiosa, una sensación mística que golpea el cerebro en lo más profundo, hasta encontrarse con recuerdos genéticos, casi primitivos. Eso sí, al día siguiente, por acción del aire u otros fenómenos atmosféricos, la ilustre marraqueta se convierte en una masa esponjosa y desabrida, que ni en mi hambre más acuciante soy capaz de comer.

Recién salida del horno, es el mejor momento para el disfrute máximo. Como decía un antiguo y severo comentarista de televisión: ¡así nomás había sido!

 

Marraquetas: cochalas (izq.) versus paceñas (der.), ¿alguna diferencia? Foto por: José Crespo

 


 

PS.- Para que siga la guerra, aunque sea musicalmente, pongo a su consideración estas canciones respectivamente emblemáticas. Curiosamente, ambas están compuestas en ritmo de taquirari, originario de las llanuras orientales de Bolivia, así que el orgullo regionalista se cae por su propio peso. Tal vez sea mejor declarar una tregua permanente para disfrutar de ambas.

 

–Wara: “Collita”


 

–¡Oh Cochabamba Querida!


Bitácora del Gastronauta. Un viaje por los sabores, aromas y otros amores

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