“… el poeta Eduardo Cote Lamus […] recorrió el Chocó con una misión de congresistas en 1958 y se fue admirado de las selvas profusas y avergonzado del abandono oficial tan escandaloso y conmovido con la miseria rampante y la alegría de las gentes. Cote, aunque era godo tenía una amante, a la que dijo en una carta trazada también sobre esta orilla: “amiga mía, es imposible hablarte de los ríos porque no se pueden describir. Hay que vivirlos”.”
Sapos, pianguas, meros
–El enfrentamiento fue en el puente –me cuenta la ciega–, el muerto quedó tirado ahí, junto al palo de churimo.
El palo de churimo (verde, frondoso) se alza a unos cincuenta pasos del muelle (a lo que ella le dice “puente”) justo enfrente de la casa de doña Chava, ahora abandonada. La ciega se llama Luz y no es ciega, así le dicen porque tiene los ojos sin brillo, como empañados, como detrás de una neblina o un velo de seda encima de su piel muy negra. La ciega también me cuenta que los paramilitares llevaban varios días asentados en el pueblo cuando los otros vinieron a atacarlos.
Los otros eran un comando de los Urabeños o Gaitanistas (también paramilitares) que andaban tratando de apoderarse de la bocana de Togoromá.
Aquel combate ocurrió el 5 de enero de 2013. El saldo fue un paramilitar muerto, un civil herido y toda la comunidad desplazada. Desde entonces Togoromá quedó convertido en un pueblo fantasma: no hay electricidad, no hay profesor, la escuela es una ruina, el puesto de salud también.
Sólo 24 familias viven aquí, muchos son ancianos u hombres solos.
Llegamos a Togoromá mediando la tarde. En el muelle nos esperan cinco o seis negros parcos, observan el bote que arrima con desgano a los pilotes clavados en el agua. Al fondo está el pueblo, o lo que queda de él rodeado de manglares, de napos con quince metros de altura donde el agua corre tan lenta que es como si no corriera.
“Después del desplazamiento forzado la despoblación de la comunidad fue inminente. A pesar de que retornaron unos pocos no ha sido posible que el resto vuelvan, no ha habido garantías” explica Chava Moreno, la líder comunitaria que nos guía por el río San Juan.
“Qué hace uno yéndose pa’ allá, si el trabajo es acá” revira la ciega, y agrega que allá, en Docordó o en Buenaventura o en Cali o en donde sea, un pescado vale seis mil pesos, cuando aquí lo sacan gratis del río. Otra señora está cocinando pianguas en un fogón de leña al frente de su casa. Las pianguas, especie de ostras gruesas y blancas que anidan en los manglares, con el calor se abren obscenas entregando el molusco café que vive en sus entrañas.
“Este pueblo es desolación y abandono” se queja Jorge, el mulato delgado que nos acompaña mientras caminamos detrás de las casas hacia el aserradero abandonado. Veo a don Pifa sentado en la puerta de su rancho, Epifanio Rosero, un viejo que debe ajustar como cien años y vive solo con un hermano. Él me ve a mi viéndolo, “¡Chava!” grita, “¡don Pifa!” responde ella.
¿Encajan la desolación con la exuberancia, la belleza en su total desmesura con el sufrimiento atroz, la abundancia circundante con la pobreza absoluta?
Entre el silencio del pozo una pareja de sapos se aparea. Un hombre ha pescado dos meros gordos que guarda vivos pero bien amarrados debajo de su canoa, los jala de la cuerda para que chapoteen, los vuelve a hundir. La canoa podría resumir la vida entera de ese hombre: ahí caben el perro, sus dos niñas bien peinadas y el niño más chico aún, los aparejos de pesca, un atado de ropa, varias canecas y un botellón recién pescado que alumbra con rayos de platino en el fondo de madera.
–¿Qué vale ese botellón? – pregunta Chava.
–No vale nada – responde el hombre arrojando el pescado de un manotazo a nuestro bote.
–Dios le pague.
–Ése es el único que me paga a mí. Todos los días me paga.
La puja
Docordó es un pueblo sin mar, pero con marea. El San Juan, que ya presiente su desembocadura, se devuelve sobre sí mismo estrujado por el océano Pacífico, que obliga al río a meterse debajo de los ranchos y los patios. A veces el río se riega sobre la única calle larga, donde no cruzan automóviles, pues ninguna carretera ha llegado o ha salido jamás de Docordó.
Sólo el agua conduce a este lugar de botes aparcados junto a las casas y señores negros que juegan dominó a la sombra de los cocoteros. Santa Genoveva de Docordó es el municipio más al sur del Chocó aunque en los mapas figura con otro nombre que le pusieron en alguna oficina lejana sobrepoblada de burócratas: “Litoral del Bajo San Juan”.
Al borde corre este río terracota inmenso, colosal, abriéndose en siete brazos y un laberinto de esteros cuyas bocanas se asoman al Pacífico, y es allí donde aquel torrente que yo conocía estrecho y borrascoso arriba en la cordillera, se torna manso y sumiso porque no puede contra la bravura del océano que lo devuelve sobre su cauce y lo remonta a las orillas a estrujones de marea. Los lugareños bautizaron “la puja” a esa brega diaria del río que quiere salir y el mar que no quiere permitirlo.
Hay palabras que se bastan a sí mismas y contienen todo el universo adentro.
Acaso el poeta Eduardo Cote Lamus tuviera razón y ahora me esfuerzo en párrafos estériles. Cote, aunque era godo, recorrió el Chocó con una misión de congresistas en 1958 y se fue admirado de las selvas profusas y avergonzado del abandono oficial tan escandaloso y conmovido con la miseria rampante y la alegría de las gentes. Cote, aunque era godo tenía una amante, a la que dijo en una carta trazada también sobre esta orilla: “amiga mía, es imposible hablarte de los ríos porque no se pueden describir. Hay que vivirlos”.
Brujería
Pronto va a cumplirse un siglo desde que el escritor manizaleño Rafael Arango Villegas navegara por el San Juan siguiendo la ruta desde Buenaventura hasta Condoto en el vapor “Nariño” de la Compañía Costanera Fluvial. Arango, típico paisa marrullero y parlanchín, se refirió al San Juan como un “bellísimo río” de “agua serena y muy mansa”. Si bien disfrutó del “hermoso panorama”, lamentaba no haber visto ni pájaros, ni peces, lo que tornó al imponente paisaje un tanto melancólico. Los pájaros escaseaban porque los indios los cazaban con sus escopetas hechizas y sus cerbatanas. Y peces no había –escribió– porque el San Juan carece de ciénagas, lo que es cierto.
Arango Villegas vio estos mismos tambos levantados a un metro del suelo con piso de chonta picada y techos de palmera, sólo que ahora los techos se construyen de latas de zinc. Vio a estos mismos negros remontando el río los viernes con las canoas cargadas de plátano, piñas y chontaduros, pero ahora los negros han conseguido motores de gasolina y casi no emplean el canalete para remar, ni la palanca para impulsar la barca. Y vio a los mismos niños indígenas Wounaan de seis o siete años (“cholos”, escribió empleando el término despectivo que aún utilizan los negros) tan diestros con las chalupas como el más experto navegante: “toda su lengua, como su vida, gira alrededor del río, que es su padre y señor” consignó en su memoria del recorrido. Sesenta plátanos valían entonces un peso oro. El nido del pájaro “mancuá”, que los indios usaban para enamorar o hacerse invisibles, valía ocho pesos.
Un buen perro de cacería valía cincuenta.
“El río es como una larga calle, porque hay muchas casas a lado y lado” aseguró, y se conmiseró de los bogas que debían empujar a golpe de palanca aquellas canoas, sometidos a “soles quemantísimos y lluvias torrenciales”. Como paisa conservador que fue no pudo sino sentir repugnancia por la adición de los negros a beber “lucumbo”, un guarapo de caña fermentada que tomaban durante sus currulaos y maquerules, aquellos bailes que él consideró “sicalípticos”, es decir, pecaminosos y diabólicos.
“Oyendo el conversar de estas gentes hubiera yo pasado el resto de mi vida” confesó Arango tras escuchar la historia del negro Martín, al que sus vecinos de Paimadó acusaron de haber robado las ropas de una mujer. Para comprobar si en efecto era autor del crimen sus compadres acudieron donde un brujo que practicó la prueba de las tijeras. En efecto, Martín fue hallado culpable, con lo cual “cargaron a machete limpio sobre él”.
Viche y cólera
“Potedó le dice sí a la paz” se lee en los tablones del embarcadero.
En Potedó tampoco hay acueducto ni alcantarillado ni puesto de salud, ni siquiera hay cobertura de teléfono móvil, como en ningún otro paraje alrededor a lo largo de cientos de kilómetros. En Potedó hay, eso sí, un corrillo de mujeres destilando viche con un alambique artesanal de barro que tiene un limón partido en cuatro encima de la caldera. Parece que lo del limón es para conjurar el mal de ojo. Me compro dos botellas y me mando un sorbo. Quema, arde, aturde, es buen viche: carga más alcohol que un trago de whisky o de ginebra.
“No podemos tomar agua del río. Se nos mueren los niños de cólera”, la que se queja es una mujer que está moliendo maíz fresco afuera de su casa. “A mí se me murió un niño de cólicos, no se transaba con nada del mundo. Ahora tenemos otro enfermo, le damos metronidazol y no se le quita la diarrea”.
Alguien cuenta en voz baja que la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional no permite a nadie navegar de noche por el río, lo tiene expresamente prohibido. Y los militares han dado a entender que mientras haya operativos, pero sobre todo cuando suba el buque de la Armada, a quién encuentren fuera del pueblo lo van a capturar por sospechoso. “Entran al pueblo y requisan las casas buscando armas, camuflados” dice un señor. Agrega que hace tres meses los guerrilleros atacaron la lancha artillada de la Armada que llaman “Piraña”.
Potedó llegó a censar más de 700 habitantes en sus tiempos de esplendor. Ahora no alcanza siquiera a los 250.
En el plebiscito de 2016 Potedó le dijo Sí a la paz en medio del viche y el cólera. Los parales de un parquecito con juegos infantiles están pintados de amarillo, azul y rojo, mohosos, podridos por la lluvia.
Amarillo, azul y rojo. ¿Esto es Colombia? Sí, esto es.
Aserríos
Los pueblos del San Juan son colecciones de piezas de madera rústica aserrada, a veces con algo de lija y cepillo encima, por lo general toscas, piezas que se entrelazan en hermosas arquitecturas de tablas y cuartones, vigas y puentes y palafitos de chonta. Y machimbres, y recortes en astillas, y barandales de macana. Las casas tienen “azoteas” a dos y algunas a tres metros de altura, que no son sino camas de tablas elevadas donde las mujeres siembran cebolletas, albahacas, cilantros cimarrones y otras legumbres. Todos los caseríos del río -menos San Miguel, donde hay casitas pintadas de colores- son del color gris blancuzco que coge la madera seca con la humedad de la selva, los tablones cruzados de vetas negras mohosas. Maderas que han tragado sol y aguaceros, maderas que envejecen pronto en estas tierras. Por eso los pueblos parecen siempre vetustos, siempre al borde de la ruina.
Eran idénticos, o apenas un poco más rústicos, cuando el diplomático francés Gaspard Théodore Mollier navegó por el río camino de Buenaventura en 1823 y se refirió a los indios Noanamáes, los mismos Wounaan, con el desprecio propio de la mayoría de los europeos de entonces: “sus chozas no son sino cloacas inmundas, y cuando por un palo cortado en forma de escalera se sube al cuarto donde duermen, el techo entreabierto deja pasar por todas partes la lluvia. Los habitantes del Chocó son, pues, en extremo desgraciados”.
El San Juan está lleno de aserríos que rajan troncos enormes en las orillas. Cierta tradición literaria cree erróneamente que estos aserríos inspiraron un famoso poema de José Asunción Silva (“aserrín, aserrán, los maderos de San Juan, piden queso, piden pan…”). Ignoran que el estribillo proviene, en realidad, de una antigua copla española cantada en la noche de San Juan, que tiene versiones diferentes en toda Latinoamérica.
El finado Marcelo Murillo, que fuera dueño de muchos de estos aserríos, ya no anda por ahí para administrarlos, pero quedan sus hijos, sus nietos y sobrinos. Trozas gordas de carrá, chanul o cedro bajan flotando en hileras atadas en diagonal. Una pieza aserrada de madera fina vale ocho mil pesos en la orilla. Cien o doscientos kilómetros abajo, puesta en Buenaventura, cuesta diez veces más.
“Van a ser seis meses que prohibieron sacar madera” confiesa Milena, una señora ya mayor de Taparal. “¿Quiénes lo prohibieron?” le pregunto. “Pues ellos, los dueños de su río”. Ellos son los guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional, que argumentan su veto a la tala amparados en una supuesta preservación de los recursos naturales para evitar el arrasamiento de compañías foráneas. La única compañía era la fábrica de tríplex de Taparal, ahora en ruinas. “Acá trabajaban más de cien personas, nos pagaban las rumas a nueve mil pesos, en un día podíamos sacar seis, siete rumas” dice otra señora, “ahora la mayoría se han ido, las casas están vacías”.
Este montaje tuvo que costar miles de millones.
¿Cómo llegó todo hasta aquí, a las entrañas de la jungla, desde el primero al último tornillo, desde los perlines hasta los cables y reguladores de voltaje y la inmensa desfibradora marca Angelo Cremona importada de Italia?
¿Quién montó estas poleas y aquellos tornos, quién ensambló las secadoras de treinta metros y las sierras de desenrolle, en este pueblo famélico que ni siquiera cuenta con energía eléctrica, ahora más famélico luego de que la fábrica cerrara?
Canecas y manchas de aceite, trozos de metal por el suelo, cadenas, astillas y serrín desperdigado, troncos de sande pelados a la mitad, y máquinas inmensas de veinte y treinta metros de largo que ningún cristiano de los alrededores sabría manipular, todo bajo un amplio entable techado de zinc. En los alrededores no hay ladrones, las paredes no fueron necesarias: el viento y el río y la selva están ahí, asomándose por todas partes. El chalet de Daniel Murillo, el dueño, queda en una loma al costado. Abandonado, claro está.
Mi compañero me dice que piensa en Chernóbil. Yo pienso en El Astillero de Onetti, pero no se lo digo.
En cambio, no hay prohibición para la minería que destruye los afluentes del San Juan con retroexcavadoras y dragas, ni para los monocultivos de coca, que ahora se extienden con abundancia por el curso medio del río. Ellos sí pagan el impuesto revolucionario.
Sigo esta travesía porque quiero sentir la mansedumbre que asombró a Rafael Arango Villegas, encontrar ese río bellísimo y recóndito, inexplorado, esa corriente de agua que iba sin afanes.
Las orillas engañan, mienten.
Donde creo adivinar jungla cerrada sólo queda rastrojo, palos que crecieron después que talaran los árboles de cien y doscientos años. Donde veo los yarumos hubo antes dragas chupándose las piedras, el barro, las raíces, el agua, dragas que escupen oro. Donde advierto la espesura en realidad se ocultan cultivos de banano, de plátano primitivo, cañales, lotes verdes de coca.
De repente me viene a la cabeza una de las líneas de El corazón de las tinieblas, la novela que Joseph Conrad escribió después de remontar otro río como este, tan hermoso, tan atroz:
“Sé que la luz del sol también puede contribuir a la mentira”.
Fotografías de: ACADESAN.
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