La muerte y sus caracteres

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De ver pasar |

Narcisa y rotunda, la enfermedad anida en la literatura: su eterna mirada en el espejo le impide reconocer vida temática en otra parte de la hoja. Ella lo presume: los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres. Ella lo dispone al refractarse: de entre ese número finito de seres bípedos, escoge uno, al azar y se pronuncia por boca del amanuense, complacida. Se lee a sí misma: Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir. ¿Morir? Sí. Pero eso es moneda corriente;/morir es una costumbre/que sabe tener la gente.

No contenta con su discurrir y proclive a hacer de la muerte una milonga, la enfermedad agrega a su ironía una emoción cromática: Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura.

En el espejo de la vida, en esa breve ilusión que puede sucumbir a la cálida saliva, solo cabe ella, impetuosa, en su infinita deformidad. Porque no es dable enaltecer su belleza, darle armonía cosmética, así no más, como al descuido; salvo que sea el espíritu melancólico el que la insufle y la torne sensual. Pero eso es invención y el relato de unos cuantos nombres propios: Edward Hyde, Victor Frankestein, Dorian Gray,  el señor Valdemar. Lo deforme transformado en monstruosidad y agonía, he ahí la suma real de un mero soplo, como la rúbrica infantil, desleida en una partida de nacimiento; como el estornudo.

Inquieto y por efecto reflejo, el lector bovarista abandona la lectura y busca turbado un espejo. Esto es más grave que Continuidad de los parques, se oye decir, con leve ansiedad. Tres son los  espejos de su casa: uno en cada baño y uno grande en la pared lateral de la sala. Se decide por el más pequeño, instalado en el baño social. Ese espejo tiene historia, lo adquirió en un viejo barrio judío. Le gusta como objeto decorativo. Le gusta pensar que si es judío, guarda un secreto, un golem.

Vayamos al destello: el lector se mira al espejo y no encuentra su imagen por ningún lado. Horas de lectura invaden su cabeza como en un aleph y percibe en sus articulaciones el mal de Parkinson o advierte el avance bélico de las células cancerígenas y se pone nervioso. Pero ya nada puede hacer, porque una voz que no es la suya, dictamina: usted tendrá que aceptar la realidad de su muerte, la imposibilidad de recomponer con tantas astillas dispersas el espejo roto de una memoria en singular.

Lo cierto es que la enfermedad diluye, detiene, derrota, deforma, destruye, decolora. Es lo que un lingüista tanatólogo define, con el quinto fonema del abecedario de Abaddón el exterminador, como el síndrome D, comprimido de Death, Deathbed: lecho de muerte.

Narcisa y rotunda, la enfermedad anida por costumbre en el cuerpo: lo penetra, lo persigue, altera sus ritmos y lo hace añicos. Es cuestión de tiempo; y el tiempo corroe. Suele ser imaginativa en el momento de alojarse: en el ojo, en los pulmones, en la garganta, en el cerebro, debajo de una uña floja. Sutil, casi educada, se encubre y vela. Lo suyo es la paciencia franciscana.

Un día jueves, a eso de las once y cuando uno menos se lo espera, todo su accionar  silencioso se abrevia en un diagnóstico. Acto seguido, ella, ufana, se traslada a otro cuerpo. Nunca repite sus procedimientos. En eso es creacionista, estridentista, realvisceralista. Gusta de la sorpresa expositiva, aunque le repele toda manisfestación melodramática de los dolientes. Se sugiere leer en clave cronopia Conducta en los velorios. Se recomienda, para evitar el calor del absurdo, no asistir a ellos.

En fin: ella es exquisita, tanto, que hasta define el color de la piel de sus víctimas. Maquilla, estimula la puesta en escena del dolor y recuerda, con Borges, que en ella está la cifra perfecta de una época irreal y es como el reflejo de un sueño o como aquel drama en el drama, que se ve en Hamlet. Luego huye como un caballo al galope.

Ya lo he dicho: se traslada de un cuerpo a otro. Por estos meses de horror vacui, la enfermedad acumula millas en su viaje frecuente por ciudades y aldeas. Estuvo en Bérgamo, en la calle concurrida del Moulin Rouge, en el palacete del primer ministro en Londres. Cruzó, oronda, la Puerta de Alcalá y atacó, al descuido, un vagabundo del  Bovery en Manhattan. Dejó para lo último la línea del Ecuador y ahora habita entre nosotros.

Los cuerpos tienen nombres, así a la enfermedad ese detalle le parezca fútil. Se llamaba Liliana Giménez, “Lilipad”, bonaerense. Tenía 44 años y enseñaba literatura en una prisión para mujeres en Córdoba. Con esposo y dos hijos, la enfermedad tocó a su cuerpo. Era temprano aún para saber qué rol desempeñaría el sistema de salud que la cubría. Si los cuerpos tienen nombre, es lógico pensar que la enfermedad también lo tiene. Coronavirus. Sabemos más de su nombre sonoro que de su naturaleza invisible y esquiva.

“Lilipad” eligió el tweet para abreviar el dolor que se acrecentaba. Primero fue el juego literario, como la rayuela, como el ajedrez: “‘Murió de unas fiebres misteriosas’. No fui escritora, pero tuve un final ad hoc”. Hablaba de ella como si fuera otra: un fino mecanismo borgiano para ahuyentar la enfermedad. Después fueron los síntomas: “Hace tanto que estoy en la cama que cuando hago dos pasos se me acalambra el gemelo”. Luego fue la impotencia, el aferrarse a un milagro químico: “¿Ocho días me llevó que un médico se acercara? Por el tema coronavirus, si tenés fiebre ‘esperá por otros síntomas’ y estamos empezando. Fleming cómo te amo”. Después el minirrelato de un acto heroico: “Logro del día: Subí a la terraza”. Pero la heroína, exangüe, aún desconoce su destino: “Después de 9 días de agonía por el sistema de salud, finalmente me llevan a internar. Besos a todos”. Entre el 5 y el 7 de abril “Lilipad” se entregó al silencio. De nuevo se impuso la emoción cromática: Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura.

Roberto Bolaño, el que tantos hombres fue, el que tantas veces fuera Arturo Belano, dejó escrito, en 36 caracteres con espacios, su testamento de enfermo creador, su ecuación sin incógnita. Al perseguir una forma, al imponer un estilo de muerte de autor, se inclinó por un epitafio baudelariano:

Literatura + enfermedad = enfermedad

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Coda: Escultura de Luis Fernando Granada, basada en La muerte de un instalador (1996) del mexicano Álvaro Enrigue.

(La Celia, Risaralda, 1966) Ensayista, novelista y profesor universitario. Inició su profesionalización con el título de Licenciado en Español y Comunicación Audiovisual de la Universidad Tecnológica de Pereira. Especialista en Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Caldas

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