Me pasaría la vida devorando melones.
Ah, daría yo la vida por unos melones maduros, infartantes, bien puestos. Lo mío con ellos fue amor a primera vista desde el primer día. Sus formas redondeadas son seductoras desde el principio.
Ni hablemos de su embriagante fragancia: respiro profundo al borde de su piel y cientos de sensaciones recorren mi cerebro buscando memoria. No la hay porque cada aspirada es un nuevo descubrimiento, una nueva droga que recorre fugaz mis nervios olfativos. A veces lo fugaz se torna eterno.
Los hay de tantos tamaños, tan coloridos, tan variopintos. Es un recorrer de la mirada y hallarlos blancos y tersos como lunas heladas, palpar sus morenas sinuosidades como mundos terráqueos, perderse en sus rubias líneas de brillos venusinos, o cautivarse de sus lunares como pequeñas manchas jupiterianas.
Hay todo un universo melonial y para todos los gustos. Todos se vislumbran jugosos con sólo evocarlos. Y así es en cuanto los desnudo a filo de cuchillo.
Los mejores melones son los de mi chica. Pletóricos, tiernos y refrescantes, devorables al instante. Insuperables, no hay sazón que se les compare. A ese dulzor, ella le añade su sabor personal para embrujarme una y otra vez.
Tanto, que me pasaría la vida devorando melones. Los de mi novia siempre. Los que ella me los sirve en el desayuno. ¿Qué estaban pensando?