La vida por unos melones

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Me pasaría la vida devorando melones.


 

Ah, daría yo la vida por unos melones maduros, infartantes, bien puestos. Lo mío con ellos fue amor a primera vista desde el primer día. Sus formas redondeadas son seductoras desde el principio.

Ni hablemos de su embriagante fragancia: respiro profundo al borde de su piel y cientos de sensaciones recorren mi cerebro buscando memoria. No la hay porque cada aspirada es un nuevo descubrimiento, una nueva droga que recorre fugaz mis nervios olfativos. A veces lo fugaz se torna eterno.

 

Melones Planeta. Foto por: José Crespo Arteaga

 

Los hay de tantos tamaños, tan coloridos, tan variopintos. Es un recorrer de la mirada y hallarlos blancos y tersos como lunas heladas, palpar sus morenas sinuosidades como mundos terráqueos, perderse en sus rubias líneas de brillos venusinos, o cautivarse de sus lunares como pequeñas manchas jupiterianas.

Hay todo un universo melonial y para todos los gustos. Todos se vislumbran jugosos con sólo evocarlos. Y así es en cuanto los desnudo a filo de cuchillo.

 

Variedades de melones. Foto por: José Crespo Arteaga

 

Los mejores melones son los de mi chica. Pletóricos, tiernos y refrescantes, devorables al instante. Insuperables, no hay sazón que se les compare. A ese dulzor, ella le añade su sabor personal para embrujarme una y otra vez.

Tanto, que me pasaría la vida devorando melones. Los de mi novia siempre. Los que ella me los sirve en el desayuno. ¿Qué estaban pensando?

Bitácora del Gastronauta. Un viaje por los sabores, aromas y otros amores

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