Por cortesía de Sílaba Editores, compartimos con ustedes la entrevista a Fernando Cruz Kronfly, que viene en el libro: Palabra de autor. Conversaciones con escritores (2017) de Marcos Fabián Herrera. Cruz Kronfly fue reconocido como Gran Maestro de la Literatura, en el Concurso de Autores Vallecaucanos – Premio Jorge Isaacs, en octubre de 2019.
Descubrí sus libros una tarde en la biblioteca de mi universidad, cuando escapaba del sopor tropical y de las tediosas y vacías prédicas de clase. Algún ingrediente seductor integra su prosa que la hace plena de musicalidad, lejana del cliché y zurcida con precisión de filigrana. Los personajes de sus ficciones están barnizados de una singular universalidad y gozan del halo atemporal de la verdadera literatura; pero, al tiempo, husmean las miserias humanas que siempre se sobreponen a las veleidades de la historia.
¿Se proponen sus novelas develar los pliegues ocultos del lustre de gloria que abrigan a los heroísmos y los mitos?
No es fácil para un autor decir, responsablemente, qué es lo que se proponen sus novelas.
Hay tantas cosas que se atropellan cuando alguien escribe con las tripas puestas en el asador del teclado.
Si su pregunta se refiere a La ceniza del Libertador, posiblemente el resultado final fue develar los pliegues de la gloria que envuelven al héroe hecho piltrafa pero, aun así, vuelto mito. Detrás de los hombres convertidos en mito solo hay la miseria humana que es común a todos los seres humanos por igual. Lo que sucede es que la miseria de los grandes hombres se convierte en paradoja, porque resulta inimaginable. No se trata de “humanizar” simplemente, porque al fin y al cabo el héroe por alguna razón de mérito es héroe. No todo el mundo lideró batallas decisivas para la suerte o la desgracia de esta porción de América Latina. No todo el mundo tuvo el genio de Bolívar. Cuando se develan los pliegues sombríos de la gloria, lo que aparece no es el héroe humanizado solamente, sino ante todo su desgracia. Esa es la paradoja verdadera.
¿La filosofía y la literatura son paralelas que el actual extravío de la novela obliga a que confluyan?
No creo que la novela actual se encuentre en el “extravío” o algo parecido, corregible mediante la convergencia entre filosofía y literatura. Lo que le está sucediendo a la literatura y a la cultura en general es algo simplemente aterrador: que fueron convertidas en mercancía. Lo que convierte en mercancía una cosa no es solo el hecho de que se compre y se venda. En el mundo moderno capitalista, hasta la fuerza de trabajo se convirtió en mercancía, y eso en sí mismo no tiene nada de reprochable. Es algo que corresponde a las lógicas reales del modelo occidental y que incluso permite otra mirada sobre la vida y las relaciones entre las cosas y los seres humanos. En esa dirección no va mi reproche. La mercancía existe desde el renacimiento o incluso desde los tiempos de Platón o quién sabe desde cuándo, bajo el supuesto de que haya una moneda por ahí dando vueltas y de que las cosas tengan un valor de uso y un valor de cambio. Tales condiciones son suficientes. A este respecto, Aristóteles dijo bastante y muy bien dicho en La Política. Lo que es realmente preocupante, aunque no signifique el fin del mundo, es que la literatura y la cultura terminaron por quedar atrapadas en las redes de esa cosa que se conoce como “marketing”, en el sentido de que el cliente siempre tiene la razón y que es necesario escribir para él, lo que él quiere que le escriban en medio de su medianía. De esta manera, las casas editoriales terminaron por tratar las obras literarias como si fueran calcetines o jabones. Y todo esto en un contexto de declive absoluto de la cultura letrada, de predominio de la farándula banal, de absoluta levedad “light”, en fin. La “fuerza estética” de la literatura y las artes, en términos de Harold Bloom, se volvió ripio y estorbo en manos del marketing, puesto que la fuerza estética requiere complejidad de tratamiento en las imágenes, componentes cognitivos fuertes, lenguaje de perfección. Y muy poco de esto le interesa al lector masivo, sumido en la banalidad y la medianía. De este modo, los escritores que lo hacen para el marketing literario, se encuentran atrapados en las exigencias de la clientela banal, y solo escriben para su gusto degradado. Este y no otro es el verdadero “extravío” de la literatura en nuestro tiempo.
Una escritora tan inmensa como Herta Müller solo le interesa a las “masas” consumidoras por el hecho de ser Nobel, pero las masas que la compran por esta sola circunstancia para nada entienden de su extraordinaria factura literaria, muy poco percibirán su grandeza de lenguaje y mucho menos su mundo desgarrado. Y puedo apostar hasta mi casa y mi perro a que apenas dentro de un año nadie la recordará, salvo la minoría de los auténticos lectores que seguirán maravillados por una obra que honra a la humanidad. Pero el marketing literario no sabe nada de esto ni le interesa. Cosa muy diferente es la vieja tradición literaria que incorpora pensamiento e ideas a las obras de ficción. Algo así como presencia del ensayo en la novela. Pero esto no es nuevo y no pretende salvar del extravío a la novela.
Carlos Marx infravaloró a Simón Bolívar al cuestionar su mitificada obra emancipadora. ¿Hay ribetes de desproporcionada leyenda en la consagración de la figura del libertador?
Los pensadores europeos decimonónicos, generalmente eurocentristas, tuvieron muchas dificultades en el momento de pensar otros mundos diferentes del suyo. Es que pensaban que la Historia de la humanidad era una sola, la del Centro, y que las demás historias de otros mundos no eran historias realmente sino apenas estornudos de catarros demasiado locales. Por otra parte, el viejo Marx no valoraba suficientemente sino aquellas revoluciones sociales que pretendieran la toma del poder por los oprimidos, y este no fue precisamente el caso de la revolución de independencia liderada por Bolívar, que ni siquiera podía considerarse una revolución burguesa, puesto que para que pueda hablarse de esta manera es condición necesaria que exista burguesía, y nada de esto había detrás del proyecto de Bolívar en la Nueva Granada en 1810. En este contexto histórico tan particular y tan inédito, el viejo Marx no pudo ver sino lo que sus esquemas de entonces le permitían ver. Porque los seres humanos no vemos lo que queremos, sino lo que nuestros marcos culturales de referencia nos permiten ver.
Por otra parte, la premodernidad absoluta de nuestra élite neogranadina puso a Bolívar en un sitio ambiguo y no siempre el mismo. Al principio fue la apoteosis. Luego, Bolívar se convirtió en un estorbo del que muchos querían deshacerse. Fue expulsado. Y cuando ya estaba muerto y no ofrecía peligro, empezó a ser recuperado en estatuas y en exageraciones. Pero es evidente que la obra militar y civilizadora de Bolívar fue inmensa. Aunque también es evidente que la manera como él imaginó el futuro de los pueblos liberados no se parece mucho a lo que después fue de ellos. Todavía andan por ahí algunos presidentes de la región queriendo regresar a Bolívar, de un modo que a Bolívar, francamente, le daría vergüenza.
En La Ceniza del Libertador subyace una urdimbre literaria con notoria familiaridad con La Muerte de Virgilio de Herman Broch. ¿Atesora su novela ecos de esta cimera obra del siglo XX?
La literatura es hija de la misma literatura, ya se sabe. En García Márquez están vivos Rabelais, William Faulkner y los cronistas de Indias como Colón, Cabeza de Vaca, Pigafetta, etcétera. Pero también la visión de mundo de las tribus guajiras. Y no es posible que sea de otro modo, supongo. En La ceniza del libertador, hay al menos la presencia de La muerte de Virgilio, Las memorias de Adriano y La ceremonia del adiós. Esta presencia se debe, pienso, a una cierta desgracia en común de Virgilio, Adriano y Sartre, imagínese usted este trío de cantores. Se trata del declive de la gloria en cada uno de ellos, del descenso a la muerte, del final. Simón Bolívar debió bajar a la misma trampa que la historia les tiende a los grandes hombres: dejarlos inermes, abandonados, enfermos y convertidos en ruina delante de su propia inmensa obra, donde ya ni siquiera se reconocen. Solo con la esperanza de trascender, como Sartre lo predijo, de manera horizontal rumbo a la memoria humana. Este es el contexto, la visión de mundo que está detrás de La ceniza del libertador.
Su vocación pedagógica y empeñada docencia universitaria lo autorizan para hablar de la universidad colombiana. ¿Cómo contrariar esa castrante funcionalidad instrumental que pesa en el profesional colombiano?
He tenido la fortuna de ser profesor universitario durante cerca de cuarenta años, en una de las tres universidades públicas más importantes de Colombia, como es la Universidad del Valle. Y, ocasionalmente, en otras de la región. Para un intelectual y un escritor sin “pelos en la lengua”, como suele decirse, este no es más que un inmenso privilegio. No soy, entonces, un escritor arruinado que debe mendigar ante las casas editoriales.
He tenido de sobra eso que se llama dignidad humana.
Además de ser profesor universitario, he acompañado como abogado laboralista los derechos y reclamos de los obreros, empleados y hombres humildes del trabajo y he tenido en la universidad un cubículo de profesor, muy bien dotado, que me permite leer en soledad y escribir de manera febril, sin tregua ni descanso. Conozco, entonces, el mundo universitario y sé del compromiso de la Universidad del Valle por ofrecer a los estudiantes de todas las carreras una formación integral de muy buena calidad. Se trata de una tarea de resistencia frente a los modelos educativos profesionalizantes, solo interesados en lo funcional-instrumental. No es fácil, porque esta resistencia lo es precisamente contra el conjunto de la cultura de nuestro tiempo, que en su banalidad solo reconoce como válida la funcionalidad de lo que se aprende. Pero los estudiantes encuentran razón y sentido en esta actitud de resistencia, saben valorar la educación integral y agradecen los esfuerzos que se hacen en esta dirección. Y los estudiantes son la razón de ser del mundo universitario, que es donde la cultura letrada y el espíritu crítico resisten en minoría, tal vez hasta que el neoliberalismo, aplicado a la educación, termine por darle la patada final a la universidad pública, de la que casi no quiere saber nada. Salvo que la sociedad y la resistencia terminen por darle la patada final al modelo educativo neoliberal, como muchos anhelamos y bien pudiera suceder.
¿La escritura de La caravana de Gardel qué envés le posibilitó descubrir de aquel cantor de la lunfa y el arrabal?
En varias oportunidades, de visita por Riosucio y Pereira, escuché la versión según la cual a su paso por los poblados y aldeas del viejo Caldas, ya convertido en cadáver, Carlos Gardel fue objeto de importantes homenajes. Se me dijo, también, que alguien tenía en su poder un pedazo de bufanda del cantor, una mujer bohemia los restos de la fotografía del morocho del abasto quemada por los bordes, el cordón de uno de sus zapatos. Un músico de Riosucio me indicó la casa contigua a la iglesia del parque, donde se había celebrado el homenaje principal, pintado por el delirio. Y todo esto yo me lo creí, porque circulaba por la boca de la gente como una poderosa verdad del pasado a la que nadie había asistido, pero de la que todo el mundo, sin embargo, hablaba con puntuales detalles de modo, tiempo y lugar. Esta verdad popular fue mi punto de partida. Pero cuando, bajo el consejo urgente de Fernando Vallejo, llevé a cabo las entrevistas en profundidad con testigos presenciales del acontecimiento, ya en el borde cada uno de su propia muerte, supe que todo aquello no era más que una invención colectiva, parte sustancial del mito gardeliano.
La escritura de la novela me permitió descubrir que en realidad Gardel había sido transportado como simple carga, de manera afanosa, para que alcanzara a llegar a Buenos Aires dentro del tiempo previsto para el gran recibimiento que allí lo esperaba. Ante semejante descubrimiento, que en sí mismo arruinaba el proyecto de la novela, tomé la decisión de plegarme al mito popular hasta el punto, incluso, de exagerarlo. Toda la novela, en consecuencia, es pura invención, porque nada de lo que realmente sucedió, salvo las estaciones de parada de la “caravana” y las fechas básicas del calendario, corresponden a la historia real. Fue espléndido ver cómo nada de lo que escribía, nuevamente, era real.
¿Goza el ensayo colombiano de mayoría de edad?
Hemos tenido en Colombia muy pocos ensayistas de gran fondo. El género del ensayo se ha venido transformando profundamente desde los tiempos de Montaigne hasta hoy. En las universidades se escriben artículos, apoyados en bibliografías y referencias tomadas del “estado del arte”, pero de ahí al buen ensayo hay mucho trecho. Es increíble, por inaceptable, que las universidades les den más importancia a los artículos que a los ensayos, con el argumento de que en los artículos se observan los soportes bibliográficos y las referencias, mientras que en el ensayo se encuentra ausente esta exigencia. Cuando el género del ensayo nació, la ciencia natural, humana y social prácticamente no existía. Entonces el ensayista era libre de escribir sus puntos de vista, con rigor y belleza, pero sin preocuparse de la vigilancia o de la crítica que sobre su pensamiento pudieran ejercer las “academias o comunidades científicas”, que para entonces mucho menos existían. Pero el desarrollo de la ciencia ha terminado por imponerle al ensayista la exigencia de un rigor que antes era inimaginable. El ensayista hoy, pienso, debe ser una persona absolutamente formada en la ciencia y en la filosofía, capaz de poner en práctica aquello que Max Sheller dijo un día, términos más, términos menos: “La cultura es aquello que a uno le queda cuando se le ha olvidado todo cuanto ha aprendido”. En este caso, desde un profundo y responsable saber científico y filosófico, el ensayista puede, entonces sí, prescindiendo de la cita o de la referencia y sobreponiéndose a sus ataduras, soltarse a pensar “por sí mismo”, en libertad, pero con absoluta responsabilidad, sobre aquellos asuntos que son de su interés.
Cultiva la poesía y la novela. ¿En su escritura qué correspondencia se entabla entre estas dos profundas expresiones de la palabra?
He intentado practicar una escritura entre géneros. Sigo pensando que la literatura es, ante todo, trabajo sobre el lenguaje. En la novela la anécdota pesa mucho, a diferencia de la poesía que, en principio, no la tiene, aunque hay poemas que parecen de lejos contar una historia. De hecho, Abendland, cuya escritura inicié en Río de Janeiro en 1982, delante del espejo sombrío de la bahía de Guanabara, y que apenas pude terminar —es apenas un decir— casi veinte años después, podría ser visto como un relato familiar en el que cada poema tiene autonomía pero forma parte, a su vez, de un todo de aproximadamente cien páginas. El desmedido trabajo de orfebrería que llevo a cabo como una fiera encima de mis novelas, encarnizado durante años, es un esfuerzo que siempre se dirige hacia la poesía. Ahora que disfruto del inmenso placer de leer a Herta Müller, como un devoto admirador del lenguaje poetizado, del mismo modo como en otro tiempo lo hice con Guimaraes Rosa, Rulfo, Oneti y Lezama Lima, de nuevo confirmo que la anécdota en la novela importante es apenas el primer piso del barco —hablo de la gran novela—, sobre el cual brillan en la noche de la lectura las luces del lenguaje poéticamente trabajado. Este es el terreno en el que, en mi caso y tal como lo he vivido, se hace posible el puente entre poesía y novela.
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