Con un título y un subtítulo mundial en su vitrina de trofeos, Laura González ha decidido concederse una tregua en el deporte para finalizar sus estudios y, de paso, asomarse a otros posibles destinos
La escuela del agua y la tierra.
Diego Hernando, su padre, la recuerda muy niña, galopando a lomo de un cerdo cebado por el primo Octavio para la comilona de Navidad.
Como si nada, la pequeña Laura le dio varias veces la vuelta al patio aferrada al pelambre del animal que no paraba de dar brincos, desconcertado por una carga para la que no estaba hecho.
“Esa fue su primera escuela”, dice Diego, un hombre que lleva varios años metido en el negocio de la marihuana medicinal.
“Después vendrían las enseñanzas de sus tíos Julio, Carlos Andrés y Mauricio, de por si habituados a las aventuras de la naturaleza. Descendientes de campesinos, como buena parte de los habitantes de Colombia, mis hermanos y yo aprendimos ciencias naturales en contacto directo con vacas, perros, sapos, cabras, caballos, peces, abejas, gusanos y cuanta criatura del agua, el aire y la tierra usted se pueda imaginar”.
A eso habría que sumarle los paseos con sus abuelos paternos, Alicia y Ovidio, habituados de suyo a tener una granja entera en el patio de su casa.
Algo así como un Arca de Noé terrestre y en miniatura.
Quizá por eso el animal favorito de Laura es la vaca.
“Las salidas con mis abuelos eran algo así como paseos sorpresa. Uno preparaba ropa para ir a los nevados y de repente, en la mitad del camino, cambiaban de ruta y terminábamos en Cali, sudando de lo lindo bajo unas prendas hechas para clima frío. Cosas como esas me prepararon desde muy temprano para la vida. Por eso digo que tengo espíritu de camionera. Soy, como quien dice, cross-over en materia de música, comida, ropa y viajes: me le mido a lo que sea sin ningún problema, y eso se lo debo a las enseñanzas de mis abuelos y mis tíos, que están todos locos. Por eso me gusta decir que en muchas cosas de la vida soy camioneruda.
“Otras veces era alguno de mis tíos el que me tomaba de la mano; caminábamos hacia los sitios desde donde salían los jeeps y sin darle muchas vueltas partíamos hacia cualquier vereda o corregimiento. Comíamos lo que vendieran en las fondas, corríamos por los potreros y terminábamos metidos en algún río. Creo que, viéndolo bien, fui bautizada en muchas ocasiones”.
Laura se enfrenta al mundo con una sonrisa ancha y luminosa, a modo de conjuro para llamar la dicha y espantar al infortunio. Hija de Diego y Diana, nació en 1995 bajo el sello de Escorpión, un signo marcado por el elemento agua.
“Tenía cuatro años cuando empecé a llevarla a las piscinas de la Villa Olímpica”, declara Diego con el orgullo de esos padres que muy temprano vieron cómo sus hijos empezaban a labrarse su propio camino.
“El cuento es que al poco tiempo ya no nadaba con niños. Intuyo que, sin ser consciente de ello, intentaba medir sus fuerzas con las de los adultos. Desde pequeñita se estaba preparando para algo”.
Los desafíos del agua
Y ese algo era el hockey subacuático.
Pero todavía faltaba un buen trecho para eso.
Hasta el grado sexto de bachillerato Laura cursó sus estudios en el colegio Gimnasio Pereira, donde descubrió otra de sus grandes pasiones: la Historia.
“Ahora estoy leyendo un libro sobre la historia de los Romanov, un regalo de mi papá que no paro de disfrutar. Me encanta conocer los mecanismos del poder tanto como las estrategias de quienes lo detentan. Aunque no me interesa la política si me inquietan sus efectos en la vida de la sociedad a través de las distintas épocas. Por eso cada vez que cae en mis manos un libro sobre las guerras mundiales me sumerjo de lleno en su lectura”.
Y esta chica sí que sabe de sumergirse.
En 2012, cuatro años después de haber llegado a Medellín a continuar sus estudios en el colegio Calasanz, empezó una aventura distinta bajo el agua.
“Ya no se trataba solo de nadar, sino de explorar otras posibilidades. Así que en enero de 2012 empecé a incursionar en el hockey subacuático, en un semillero donde había que practicar todos los días y de una quedé atrapada por este deporte. Tanto, que había empezado a estudiar medicina, pero la dejé con tal de disponer de tiempo para entrenar. Fue así como terminé estudiando Negocios Internacionales en la Universidad Santo Tomás. Ese fue el comienzo de un camino largo, duro y dichoso, que nos llevó a ser campeonas del mundo en España en el año 2015 y subcampeonas en Australia en 2017, donde perdimos con Nueva Zelanda, toda una potencia mundial.”
Llegar hasta allí implica sumergirse en una piscina de 3 metros de profundidad por veinticinco de largo. Equipados con aletas y caretas, los jugadores deben empujar con un pequeño garrote una pastilla de plomo cuyo peso alcanza los 1200 gramos. Para marcar un punto deben introducirla en una canaleta que suena cada vez que uno de los equipos se anota un tanto.
Mientras se alcanza ese momento los deportistas deben aguantar la respiración sin otro respaldo que el de sus pulmones.
“¿Se imagina usted lo que es estar a punto de anotarse un tanto y al mismo tiempo sentir que los pulmones no dan más?” Pregunta Laura. Y ella misma responde.
“A esa altura del cuento no queda otra alternativa que aguantar al límite de las fuerzas, pues tanto esfuerzo no se puede desperdiciar a última hora. A lo mejor no se vuelve a presentar una oportunidad de esas durante el resto del partido. Esta es una disciplina muy exigente. Por eso los relevos son permanente y la preparación corresponde a un deporte que combina en un mismo tiempo y lugar la natación, el hockey y la apnea”.
En las redes del mundo
Pero estos deportistas no solo deben enfrentarse a los desafíos físicos y mentales que implica el hockey subacuático. Éste último no es ajeno a la indolencia y a la complicada urdimbre burocrática que debe sortear el ejercicio de lo público en América Latina en general. Laura González ha padecido ese mundo en la propia piel.
“En esto es más importante el esfuerzo propio y el de nuestras familias que el aporte oficial. Bastará con decir que la Federación de Actividades Subacuáticas no sirve para nada. Le sacan recursos al gobierno, pero estos nunca llegan a los reales beneficiarios. Por su lado, para acceder a los recursos de ley los deportistas debemos pasar por una sucesión de trámites que a veces conducen a un callejón sin salida. Muchas veces ya terminaron los torneos y uno tiene que seguir luchando para que le entreguen los dineros. Si a eso le suma los pillos que rondan por todas partes, tendrá una medida de lo que esto significa. El año anterior, por ejemplo, ya a punto de partir para Australia, nos robaron treinta y dos millones de pesos recogidos con nuestro esfuerzo y el de las familias. Sin embargo, en medio de todo debemos reconocer el respaldo de entidades como la Secretaría de la Mujer, que aportó lo suyo para nuestro desplazamiento”.
La vida fuera del agua
Cuando no está sumergida en una piscina de cualquier lugar del mundo, Laura se consagra a sus estudios con una tenacidad que la hizo merecedora de una beca en La Universidad de Lima, de donde acaba de regresar. Caminando bajo el cielo gris de la capital peruana aprendió a querer de otra manera los atardeceres rojos de su ciudad natal.
Cada ciudad tiene su propio ritmo y su manera particular de conectarse con quienes la recorren. El en el caso de Lima, Laura aprendió a disfrutar la diversidad de su arquitectura, la sazón de la comida y también las librerías de viejo donde ha descubierto auténticas joyas durmiendo en algún anaquel.
“En una de esas librerías, encontré un curioso libro titulado Manual del Cafetero Colombiano, publicado en 1958 por la Federación del ramo. Todavía me pregunto por qué caminos llegó a esas tierras. Me impactó tanto que se lo traje de regalo a mi padre para la navidad. Además, el precio era una ganga: 2 soles”.
Son muchas las cosas que uno descubre cuando no está en competencia. La comida por ejemplo es toda una revelación. En Australia comí canguro y en Perú disfruté la carne de alpaca. Claro que si mi abuelito Ovidio se comió una vez un pez bailarina que me habían dado de regalo, no hay mucho de qué sorprenderse ¿No?”
Al lado de sus compañeras de equipo, llamadas casi todas María, Camila y Mariana, se embarcaron una vez en el montaje de una obra teatro que les sirvió para varias cosas: descubrirse poseedoras de nuevos talentos, explorar otros lenguajes y, de paso, obtener algún dinero para financiar los viajes.
“Esa fue una experiencia muy linda, pues en la vida habíamos tenido contacto con el teatro. Ensayábamos con la misma disciplina y rigor que le dedicábamos al hockey. Fue tal el alcance que incluso la presentamos en Australia ante un auditorio que no paró de aplaudir. Esas sí que son sorpresas que nos da la vida, como dice la canción”.
Una tregua momentánea
Con un título y un subtítulo mundial en su vitrina de trofeos, Laura González ha decidido concederse una tregua en el deporte para finalizar sus estudios y, de paso, asomarse a otros posibles destinos. También para dedicarles más tiempo a sus mascotas, a su novio Mateo, también jugador de hockey, y a su pequeña hermana Alejandra.
“No abandonaré el hockey, desde luego. Pero ya no tendré la enorme presión de los campeonatos mundiales. Además, todo el tiempo hay torneos en distintos países, a los que espero tener la oportunidad de asistir. A nivel local tenemos competencias permanentes en Cali, Medellín y Bogotá. Allí habrá suficientes espacios para seguir disfrutando”.
Escuchándola hablar en el balcón de su apartamento, con el Alto del Nudo como telón de fondo, Diego Hernando González recuerda los días en que Diana, la madre de Laura, la enviaba en las mañanas vestida como una princesita y entre el padre, los abuelos y los tíos, la devolvían al caer la tarde hecha un amasijo de plastilina, mugre y barro luego de pasarse el día entero entre el bestiario familiar y los rastrojos del vecindario.
De ese tamaño fue su iniciación en los gozosos misterios de estar viva.
Esta entrada se publicó originalmente el 5 de enero de 2018, la reactivamos en el mes de marzo del 2020 como homenaje al trabajo diario de las mujeres desde su cotidianidad. MujeresenMarzo