En esta época deplorable de selfies repetidas en serie, de imágenes que como basura taponan las alcantarillas y asaltan hasta el último rincón del planeta, imagino a la niña a punto de zambullirse y a mi madre a punto de apretar el obturador.
Esta fotografía la hizo mi madre en marzo de 2018 en Riosucio, Chocó, sobre la orilla derecha del río Atrato. Yo quisiera pontificar acá sobre ese pueblo de mujeres y hombres anfibios que no quieren vivir sin las crecientes y los aguaceros, ese pueblo que aprendió a construir sus casas, no al borde de la corriente, sino encima del río mismo, sobre palos de chonta clavados en el agua que algunos llaman pilotes y otros palafitos.
Explicar, quizá, que el bajo Atrato es la frontera del Chocó con el Urabá, una rara encrucijada donde un río que es del Pacífico desemboca, por caprichos de la topografía, en el Caribe.
O quisiera volver a contar que las dos orillas del Atrato en aquellos lares separan mundos opuestos, mundos enfrentados a sangre y fuego. El del latifundio paisa y los empresarios con motosierra y las ganaderías y los monocultivos de palma, de banano para la exportación, y el otro mundo, el de los negros y los indios que eligen el bosque, la selva, la manigua, la vida austera sin prisas, sin ambiciones.
Hoy no quiero hablar de eso sino del hechizo que ocurre cuando veo otra vez la fotografía, pues intuyo la sonrisa mojada de la niña y los pies que juguetean con el pantano del fondo. En esta época deplorable de selfies repetidas en serie, de imágenes que como basura taponan las alcantarillas y asaltan hasta el último rincón del planeta para acabar desechadas aún antes de que alguien las mire, en esta época de ruido y furia imagino el segundo previo, imagino a la niña detenida por siempre en el río, imagino a mi madre al otro lado del cristal observándola fijamente, con los mismos ojos y la misma actitud, como si ambas jugaran un juego recién inventado por ellas, la niña a punto de zambullirse, mi madre a punto de apretar el obturador de una cámara prestada que ni siquiera sabía manipular.
El hechizo consiste en volver a mirar la fotografía cada tanto: esos ojos medio tristes, medio sonrientes que salen del río, esas gotitas de agua que escurren por los cabellos de pelo quieto, los brazos firmes aunque son de niña pequeña, ocultos hasta perderse su color con la corriente fangosa, casi diluyéndose en el río, diría uno. Y esa niña que se atrinchera detrás de un fardo de ropa, protegiéndose de la cámara pero insinuándose al mismo tiempo, una vacilación que me seduce a mí también.
El hechizo consiste en volver a mirar la imagen hasta comprender que ahí se oculta el secreto de los grandes fotógrafos, aunque mi madre ni siquiera lo sospeche. Ella, fotógrafa, sobresale justamente cuando consigue no aparecer, porque ella -la niña, la otra- aparece con toda la majestad de su existencia.
El hechizo consiste en volver a mirar y sentir que en ese momento mi madre y la niña fueron la misma persona.