Niños: ¡Vamos a gozar!
Golosinas de papel
Hay que verla preparando el menú para su próxima visita a los colegios donde los niños la esperan con unas ansias solo comparables a las que los invaden cuando se anuncia una invasión de juegos y dulces.
La mujer despliega sobre el piso de la biblioteca donde trabaja colecciones enteras de libros infantiles: Me baño, de Liesbet Slegers; La pequeña oruga glotona, de Eric Carle, La carta de la señora González, de Sergio Lairla; El pequeño Dalí y el camino hacia los sueños y varios centenares de títulos más.
Con el mismo cuidado que le dedica a la preparación de las costillitas a la barbiquiú guarnecidas con pasta, uno de sus platos favoritos, escoge los libros, los ojea, los acaricia y va formando una pila aparte.
Al final los guarda en una maleta con la que partirá hacia un colegio en la periferia de Pereira y Dosquebradas, donde orienta unos encuentros de lectura que, sin proponérselo, ya forman parte del currículo escolar.
Los otros hijos
De dónde saca energías esta madre de tres hijos para consagrarse a los niños de otros, es una pregunta que siempre concita admiración entre quienes la ven llegar, sonriente y bien dispuesta, con su maleta al hombro.
“No hay misterio”, dice, mientras organiza el paquete de libros que la acompañarán en su próxima excursión. “Con el paso de los años esos niños se han convertido en mis otros hijos, y uno a los hijos le entrega lo mejor”.
Y subraya la frase con un brillo en los ojos y una sonrisa que le salen de muy adentro: lejos de ser simple retórica, su declaración expresa toda una visión del mundo.
Qué verde era mi Valle
“Todo empezó en Versalles, el pueblo del Valle del Cauca cercano a Cali, donde nací. Como todos los niños, descubrí el sentido del ritmo recitando- más que cantando- Los pollitos dicen/ pío/ pío/ cuando tienen hambre/ cuando tienen frío. Algo debe tener esa tonada para que a través de las generaciones a los niños de tantos lugares les siga gustando, a pasar de que en el entorno las cosas cambien cada vez a mayor velocidad. Como será el asunto que ni siquiera el reguetón ha podido desbancar a los pollitos”.
De sus palabras se desprende ese tipo de calidez nacida de la convicción. La misma que le ayudó a vivir cuando sus padres se mudaron a un barrio de Cali llamado El Paraíso, donde su papá fundó un próspero negocio, de esos que en Colombia llamamos tiendas y en España se conocen con el nombre de Colmados.
“Allí viví hasta mis trece años- voy a cumplir cuarenta-, hasta que mis padres se separaron. Entonces mi mamá tomó rumbo hacia Dosquebradas, donde nos instalamos en el barrio Guaduales, en una casa propiedad de una de mis hermanas. Fue ese el momento en el que descubrí que para conocer el mundo uno no puede hacerlo con miradas prestadas: debe hacerlo con sus propios ojos”.
Y lo hizo. Una de sus primeras incursiones en el lado más bestia de la vida se dio cuando era estudiante de bachillerato en el colegio Rosa Virginia ubicado en el sector de La Badea, en el municipio de Dosquebradas.
El son de la vida dura
“El colegio estaba ubicado junto a la cárcel de mujeres y las estudiantes teníamos acceso hasta allí, cruzando un cafetal. Si nos acercábamos bien, podíamos mirar a las reclusas en sus rutinas diarias. Una de las cosas que me impactó fue escuchar los gritos y lamentos de las más desesperadas. Pero más allá de eso, se me quedó grabada una imagen: la de una mujer de unos treinta años, con el pelo ya encanecido y mirándose al espejo con el aire de quien contempla un rostro extraño. Supongo que esa debe ser la parte más dura de asimilar cuando uno está encerrado entre las paredes de una cárcel: la de la propia extrañeza”.
Acaso sin ser consciente del todo, Luz Stella entendió ese día que debería transitar muchos caminos y sortear bastantes trampas si no quería terminar en una situación igual. Por eso, cuando Gloria Libia, su madre se fue a vivir a Puerto Caldas, uno de los sectores más deprimidos de Pereira, decidió que no la seguiría.
“Hoy veo que no fue más un acto de lucidez que de rebeldía. A mi corta vida ya había visto como la gente se acostumbra a vivir en la miseria y hasta aprende a vivir de ella. Pero ese no sería mi caso. Yo no quería eso para mi vida .Para poner una distancia decidí quedarme a vivir con mi hermana”.
En el colegio su contacto con los libros se redujo a la lectura de los textos obligados: El viejo y el mar, La metamorfosis, La cándida Eréndira, El Túnel. Más allá del cumplimiento de las asignaturas, la lectura de eso títulos le dejó la sospecha de que en el fondo de los libros anidaba un misterio, que con el paso de los años empezaría a revelarse.
“Luchándola duro y trabajando los fines de semana como lavandera en máquinas Pfaff conseguí terminar el bachillerato a una edad un tanto tardía para mi generación: a los diecinueve años. Eso fue en la jornada nocturna del Instituto Técnico Superior, con sede en Pereira”.
A esa altura del camino tomó la decisión de adelantar estudios en técnico preescolar, lo que la condujo a una sucesión de empleos mal remunerados que, sin embargo, la conectaron con la corriente de la vida en la que hoy navega a sus anchas: la promoción de lectura desde las bibliotecas públicas de Comfamiliar Risaralda.
“Eso llegó mucho después. Para llegar allí trabajé en ventas, hacía reemplazos temporales. Cuando terminé el Técnico Preescolar se me apareció un ángel. Alguien muy cercano me dijo que había una vacante en el Instituto Harvard, ubicado en el sector de Las Brisas ¡Qué nombre más pomposo para un colegio situado en un sector plagado de problemas sociales y económicos! Esto último resultó ser lo más enriquecedor. Ganaba muy poco pero eso lo compensaba la experiencia. “Estamos hablando de una población muy vulnerable y, aparte de los problemas de malnutrición, del abandono y la violencia en la familia, me tocó manejar todas las dificultades de aprendizaje que uno pueda imaginar. Niños que debían recibir otro tipo de acompañamiento convivían allí.
“Justo en medio de esas dificultades, los libros y el juego cobran todo su valor. Como trabajaba todo el día, muy pronto pude conocer en toda su dimensión los problemas de esas personas. Entonces empecé a notar que la lectura en voz alta producía una especie de enamoramiento mutuo entre los chicos y yo. De ese modo, entendí que la violencia y la pobreza no son una fatalidad. Que si uno es tranquilo, el entorno es tranquilo. Si uno grita, el entorno grita. Aunque el sacrificio era grande, porque salía de mi casa en Dosquebradas a las cinco y media de la mañana para regresar a eso de las siete de la noche, al observar los cambios experimentados en esas vidas sentía que el esfuerzo valía la pena”.
Como en la propia casa
El fruto de todo eso llegó cuando pudo vincularse el programa de Madres Comunitarias, del Instituto Colombiano de Bienestar Familia. El modelo obliga a que estas Madres Comunitarias atiendan y cuiden a un grupo de niños en su propia casa.
“La casa de uno se convierte así en la casa de todos. Algunas mujeres se enfrentan a grandes dificultades cuando descubren que, aparte de los alimentos y el cuidado, los niños plantean otro tipo de necesidades y expectativas. Como ya tenía una experiencia, eché mano de los libros, los juegos, las rondas y las adivinanzas. En el Instituto Harvard había vivido el caso de un niño con graves problemas de aprendizaje, que además trabajaba cargando bultos en la plaza de mercado. A pesar de eso, la lectura había despertado una fibra inexplorada de su ser y eso me dejó más clara que nunca la necesidad de ensayar otros caminos. Al principio ese trabajo era mal remunerado, pero con el paso del tiempo se dignificó, hasta el punto de que a las Madres Comunitarias hoy se les reconocen sus derechos laborales”.
Pero hay más. Al trabajar en su propia casa, Luz Stella Giraldo pudo estar al lado de sus hijos en jornada completa, por primera vez desde que su esposo se fue a vivir a los Estados Unidos para no volver.
Los amores de dos princesas
Es abril de 2018. Como muchos de sus colegas, Luz Stella prepara unas jornadas especiales para celebrar en simultánea el mes del niño y la recreación y el mes del idioma. Una incertidumbre la asalta: tiene entre sus manos una obra titulada La Titiresa. Igual que tantos relatos infantiles, aquí se cuenta la historia de una princesa que se prepara para su boda. Todo el asunto transcurre en términos convencionales hasta que el lector descubre que la heroína va a casarse… con otra princesa.
¿Cómo reaccionarán los padres de familia cuando descubran que la promotora de lectura comparte con sus niños una historia de amor lésbico?
Mientras resuelve el dilema, evoca el momento de su llegada a las bibliotecas de Comfamiliar Risaralda. Corría el año 2015 y era una asidua visitante de la biblioteca pública Ramón Correa Mejía.
“En una de mis visitas me enteré de que una de las promotoras de lectura había dejado el puesto. Segura de mis conocimientos presenté mi hoja de vida. Pasé de una y empecé con mis jornadas de lectura en voz alta. Además, aprendí por mi propia cuenta a trabajar con la plastilina. Al comienzo, salí a ofrecer la propuesta en los colegios. Muy pronto, la idea cobró tal fuerza que los profesores empezaron a buscarnos y tocó organizar cronogramas por semestres a razón de un colegio por mes en jornadas de medio día, con grupos hasta de ochenta niños.”
El modelo no para de enriquecerse cada día con la inclusión de elementos propios de la música y la lúdica. Sin embargo, esto no obedece a una fórmula fácil de replicar.
“Para que funcione necesito que el libro me guste, me llegue, me encante. Es que todo depende de lo que yo transmita. Estoy convencida de que si los escritores producen las obras lo hacen con un fin: Comunicarse con alguien. Entre mis favoritos tengo libros como uno titulado Humo y otro que lleva el título de No quiero ser un pulpo. Basta con leer la primera frase y los niños ya están conectados. A propósito de esto último recuerdo el caso de un niño que estuvo hospitalizado por una enfermedad muy grave. Era sólo empezar la lectura y el semblante le cambiaba. Todavía hoy, cuando me lo encuentro dice que se siente feliz de verme ¿Puede uno esperar una mejor recompensa por lo que hace?”
Ese tipo de recompensa le permite a Luz Stella apurar los sinsabores sin amargarse. Como cuando la invade la certeza de que para la mayoría de los profesores, sus jornadas de lectura en los colegios son apenas un buen pretexto para desentenderse de los estudiantes. Dice que no tardan en escabullirse del aula para dedicarse a actividades más relacionadas con la burocracia educativa que con el acto creador que uno espera del ejercicio educativo.
“Pero ese sentimiento cambia cuando contemplo la cara de satisfacción de los niños. Si los profesores no aprovechan, allá ellos. Como dicen los abuelos, uno a las personas puede darles comida pero no ganas de comer”.
Entre jornada y jornada, Luz Stella se consagra a otros amores. El tiempo compartido con sus tres hijos : Angie Carolina, Laura y Samuel; la lectura de Stendhal, de José Saramago o de Héctor Abad Faciolince. Está además su gusto por la cocina y por los recuerdos de su infancia en el Valle del Cauca, allá donde todo empezó. Los mantiene tan vivos que se sabe de memoria el himno de ese departamento.
Como trasfondo sonoro de todos ellos está su pasión por la salsa, la música que le arder la sangre y a la que vuelve cuando siente que la vida es una fiesta.
Sobre todo cuando se reencuentra con sus hijos: los propios y los otros.
En ese momento le salen alas en los pies y entona los versos de una de sus canciones favoritas:
¡Vamos a gozar!
Escuche a Wilson Flórez en Juntos pero no revueltos en Ecos1360 Radio
Conmemoración del mes del idioma, la niñez y la recreación
Programación del Mes de abril de las Bibliotecas de Comfamiliar