De algún lugar trae uno su origen, ella nació en Palestina, Caldas, vivió en la vereda que allí recuerdan como Cartagena. Siempre fue del campo, de la montaña y los cielos cambiantes, del remolino de colores que hoy distinguen sus cuadros. Ahí estudió la primaria y culminó el bachillerato e hizo sus primeros dibujos, luego Pedro Pablo, su abuelo, le pagó las primeras clases de dibujo en la Casa de la Cultura, donde pasó gran parte del tiempo rodeada de señoras “acomodadas” que podían disponer del tiempo y el dinero que la pintura demanda, ¿quién más puede pintar?, en aquella época la pintura no era del interés de la juventud, comenta Marcela Velázquez ahora en su Casa-Taller ubicada en el barrio Centenario, en la ciudad de Pereira, donde exhibe sus obras al público.
Eran entonces las señoras quienes podían dedicar parte del tiempo al dibujo y la pintura en su pueblo natal. De allí pasó y tomó otro curso en la Casa Campesina, en Chinchiná, a donde iba su abuelo a esperarla para anotar los materiales que ella requería para las sesiones posteriores. Allí aprendió a pintar al óleo, en medio de la actividad económica enfebrecida por el auge del café, es decir, en Chinchiná había comercio, almacenes de pintura, papelerías… aprendió a templar los lienzos sobre la madera, a lograr las dimensiones en los paisajes.
Luego se trasladó a Pereira, en donde hizo amistad inmediata con los jóvenes escritores de la época, con La Fragua; amante de las bibliotecas, siempre gustó de ir a mirar los libros, las imágenes de los libros viejitos, de culturas antiguas, era muy amiga de los bibliotecarios. Lo cual la llevó a ilustrar infinidad de revistas y libros, entre los que destacan Cuentos para volar por la ventana, de la poeta Carolina Hidalgo, y Relatos cortos para pies ligeros, un libro interesante para los adolescentes en donde la artista vuelve al ejercicio manual, vuelve a mirar el color y sus texturas, a sentir la atmósfera, lo que ella denomina “la psicología del color”.
La artista Marcela Velázquez tuvo también su galería abierta en Salento, Quindío, por más de diez años; ahora vive en Pereira, en el barrio Centenario, donde trasladó su taller. Sus últimas obras meditan en torno al silencio y el dolor en el lenguaje propio de la pintura, sin que ello implique caer en el pesimismo… “Creo en la belleza”, me dice.