Me gustaría ahondar en un fenómeno que en los últimos años ha sido denominado “princesización” de las niñas.
Hace un tiempo reflexioné en torno a los estereotipos de género que recaen sobre las niñas, específicamente en relación con las imágenes de fragilidad y las expectativas de belleza que se asignan a las mujeres desde que son muy pequeñas, incluso desde que se encuentran en el vientre materno –es ya un lugar común que, a poco de conocerse los resultados de la ecografía que revela el sexo del bebé, se recomiende a los futuros papás de niñas comprar, por lo menos, un par de escopetas–.
Mi intención entonces no era exhortar a que ningún papá o mamá dejara de llamar “princesa” a su hija, ni mucho menos prohibir jugar a las princesas en casa. Mi propósito constituía más bien una invitación a incluir en el repertorio de halagos dirigidos a las niñas adjetivos como inteligente, valiente, lista o creativa; así como considerar en las opciones de regalo –en lugar de tiaras, tacones, espejos y sets de maquillaje– legos, piezas de construcción, kits de ciencia y libros sobre dinosaurios o planetas.
En esta oportunidad, me gustaría ahondar en un fenómeno que en los últimos años ha sido denominado “princesización” de las niñas, en alusión al cada vez más creciente predominio que ha adquirido la figura de la princesa como referente principal del universo infantil femenino.
En 2011, la periodista estadounidense Peggy Orenstein publicó Cinderella Ate My Daughter (La Cenicienta devoró a mi hija), texto en el cual examina el surgimiento de una “cultura de princesas” a raíz de la creación de la franquicia “Disney Princesses” a comienzos del presente siglo, cuya puesta en el mercado de una amplia variedad de muñecas y otros productos de merchandising –además de juguetes, existen diversos ítems alusivos al tema: vestimenta, tendidos, mobiliario, utensilios de comida y aseo personal, entre otros– no solo determinó un elevado número de ventas, sino la omnipresencia de estos personajes en jugueterías, librerías, restaurantes, en fin, en cualquier tipo de ambiente en donde se desarrollasen eventos infantiles.
Para Orenstein, el problema de la omnipresencia de las princesas es que no ofrece alternativas, no da lugar a otra opción. De esta manera, bajo el supuesto, lamentablemente instalado ya en el imaginario de diversas sociedades contemporáneas como verdad absoluta, de que “a todas las niñas les gustan las princesas”, asumimos muchas veces como “natural” el hecho de que ellas jueguen a ser la Bella durmiente y se entretengan esperando a su príncipe azul.
De igual modo, sujetos además a las dinámicas de un mercado propio del mundo globalizado, validamos regularmente y de forma involuntaria ciertos estereotipos, y en celebraciones relacionadas con los cumpleaños, Amor y Amistad, el Ratón Pérez o el mismísimo Niño Dios reincidimos en ideas preconcebidas y entonces, para complementar la tiara y los zapatos de tacón, regalamos un set de belleza de juguete, el cual incluye brillo labial, sombras para ojos, esmalte de uñas, e incluso plancha para alisar el cabello –en este punto, debo señalar que soy consciente de la dificultad de encontrar juguetes, por decirlo de algún modo, neutros: las princesas han invadido a su vez el mundo de los legos, las plastilinas, los cuentos, los libros para colorear, e incluso las cometas–.
La omnipresencia de las princesas se encontraría asimismo en estrecha relación con el posible deterioro que tanto la narrativa que instalan como la imagen que proyectan generarían en la autoestima de las niñas. No olvidemos que las princesas son ante todo valoradas por un principal, y al parecer único, atributo: la hermosura, entendida esta siempre en función de los cánones occidentales de belleza.
Recordemos pues que las princesas, si bien no son todas de cabello y piel clara –aunque sí las que predominan en los productos de merchandising–, se ciñen sin excepción a los postulados de aquella estética dominante que dictamina que para ser aceptada y apreciada, la mujer debe primero ser considerada hermosa, y que para ser valorada como tal sus rasgos faciales han de ser “pulidos” y su cuerpo, esbelto.
En este escenario, y como resultado del permanente bombardeo de imágenes y mensajes que ponderan en exceso la apariencia física y establecen un prototipo de belleza característico de una princesa Disney, muchas niñas a medida que van creciendo dejan de sentirse bien consigo mismas y con la imagen que reflejan en el espejo. Sería entonces favorable considerar que a las niñas no les vendría mal otro tipo de parámetros de juego, y en consecuencia, motivarlas a ir más allá del universo de princesas, ofreciéndoles la posibilidad de ser doctoras, escritoras, ingenieras, cineastas o astronautas.