Mi espacio y Luciana

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Esperaré a Luciana de nuevo hasta ese día cuando regrese a sorprenderme con la lluvia y a darme otro beso que me transforme en su príncipe ocasional.


 

Yo seguía ahí. Al lado la fuente del parque donde posa el mocho Uribe. Mis presagios enlazados al desasosiego y al día cuando regrese Luciana. Por acá rondan ficciones, mujeres bellas y una transexual; vuela una luciérnaga;  me alucina una canción yoruba que canta a su movimiento: “agbegbe ati Luciana”, canta al agua y las ranas que croan y me hacen coro desde el otro lado de la fuente tras el brillo de las gotas al caer.

El nivel del agua empezó a subir, borbotea y se desborda en inundación; veo correr niños para nadar en esa corriente inesperada y las manos de una mujer me han izado; me siento levantado hacia la torre del campanario del templo claretiano; floto con mi cola de renacuajo y bailo con las ranas voladoras; me animan las notas de un concierto de campanas con un eco de grillos verdes.

Remolineaba entre días de ausencia sin olvido hasta la hora cuando llegué delirante al Parque del lago Uribe de Pereira donde presentí a Luciana. Hacía meses la había perdido; entre el éxtasis, allí vi a mi ranita saltarina que me llamaba desde el andén;  la presagié ahí desde el amanecer porque el color de la luna  me filtró la esperanza;  percibí su croar acompañado de cantos de grillos durante varias horas y busqué el fluir del agua para calmar esas visiones que me acosan.

Me guiaban mariposas que viajan por un cielo con remolinos de premoniciones; la calle olía a emanaciones de insectos, las termitas, esa casta social que habita entre maderas viejas, se tragaba tejidos de ropa en la casa de una viuda y tras ellas se alertaron las palomas dispuestas a devorarlas y los perros confundidos remarcaban su territorio en los postes del alumbrado.

 

Foto por: Pereira Hoy

 

Había ranas precolombinas de tumbaga con diseño de la cultura Quimbaya en una vitrina de almacén; en el reflejo del vidrio los ojos de Luciana me hacían promesas, desperté del letargo onírico.

Me acomodé en el suelo a recoger los pedazos de ese sueño y de la angustia, y ahí, arriba de mí, llegó Luciana. Flotaba entre la tela liviana de algodón de su vestido con leve transparencia. Noté la silueta entre sus piernas y su ropa interior, hermosas bragas y su color de piel, me aturdía otra energía. Comencé a mirar los sapitos pintados en las uñas de sus pies, me seducían, parpadeaban, coqueteaban, me enviaron mensajes con mitos y cuentos de hombres antiguos hechos de barro y vahos de dioses.

Llegó entre una brisa leve desde el agua de la fuente. Luciana tendió su mano para ayudarme a levantar. Su roce suave me sacó de alucinaciones al pararme, ya caía el aguacero de las dos de la tarde. Ahora su presencia no estaba en su cara y su mirada, o su piel blanca mojada. Me llamaba un sapito tatuado en la entrada de sus senos, se henchía provocante con los ritmos de su respiración, y ella me acabó de despertar con uno de esos besos que desencantan a los príncipes que se han transformado en sapos desde el éxtasis de otro beso en un tiempo pasado.

Luciana rompe todo cuanto existe en mí. Todo lo que concurre alrededor de ella se me desordena hacia otro orden existencial donde las angustias se diluyen entre un viento cálido y la brisa. Sus lapsos transcurren con ondulación propia, se enlazan en una serie de encadenamientos que divergen más y en más opciones por ocurrir, porque su tiempo no existe. Cada minuto siento expectativas aleatorias porque ella es su propio sistema dimensional. Siento sus conexiones desde siempre, siglos de siglos y siempre asociada entre laberintos con la lluvia o cuando estoy entre la brisa de una fuente que la hace visible hasta cuando desaparece con los calores del verano.

 

Foto extraída de: Todo Colección

 

Me acompañó durante la semana de las lluvias; me enseñó a entender el rock durante el festival del Parque Olaya; tomó cerveza con mis amigos bohemios en La Bodeguita del Lago donde nos reunimos a cantar; bailamos tango y despedidas con un culto antiguo de zonas de tolerancia al caballero Gaucho, aquel cantante que murió con el deseo de ser recordado como maestro carpintero, pero su voz será eterna entre canciones que explican las penas del siglo veinte.

Cuando se afinó el calor de agosto, Luciana cambió sus magnitudes físicas. Ya era una figura vaporosa e irisada que afanosa y al minuto se levantó entre un viento de cometas. Entre la brisa y su levedad sentí su abrazo y un beso que me transformó de nuevo en sapo. Me ubicó en los tiempos míos y quedé encantado entre un roce de anuro volátil que vagará en la dilatación de una espera hasta el día menos pensado. Soy un sapo que no han estrellado en el asfalto y circulo entre su ausencia sin olvido.

Esperaré a Luciana de nuevo hasta ese día cuando regrese a sorprenderme con la lluvia y a darme otro beso que me transforme en su príncipe ocasional. Me dará compañía y se diluirá con otro beso. Ella es mi trastorno bipolar y giro en los bucles relativos de su tiempo. Siento su ausencia y me conforta ese amor fugaz, me ayuda a entender las ansias existenciales, esa antigravedad y cómo mis días son una granularidad de sentires y fluctuaciones míticas,  allí giran sapos, ranas, besos de Luciana y cantos de grillos, sin los dolores de la espera por amores que transforman y cantan presencias y ausencias.

Las campanas de la torre en la iglesia claretiana del Parque del lago me entienden, me suenan con tañidos de esperanza que para mi marcan y luego borran sus varios porvenires.

 

Foto por: La Cebra que Habla

 

Escritor de Marsella, fue docente y consultor en gestión del desarrollo regional y local. Ganador del Concurso Nacional de Novela ciudad Pereira en 2015. Practica el arte pictórico y dirige la empresa familiar Productos Gamba -50 años.

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