Mi muerte no los toca

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¡Prohibido detener la marcha de un cadáver!


(Ficción)

Por: Hernando López Yepez

 

Desciendo lentamente, como si deseara retener toda la fuerza del sol. Al llegar a un remanso giro sobre mí, vacilando entre el deseo de seguir y la inmersión definitiva. El agua, conocedora de mi indiferencia, juega con mi cuerpo. Me desplazo entre ella como si el río fuera un gigantesco útero.

Ayer viajé con el cadáver de una joven, un hilillo de sangre fluía de su frente. Sus manos, atadas con una cuerda de metal, parecían suplicar. Sus ojos me miraron con asombro.  Una bala bastó para segar su vida. Nuestros cuerpos se unieron dulcemente, luego nos separamos. Volvimos la espalda al sol para observar el lecho del río con nuestros ojos de ahogados: sus algas, sus arenas… y no volvimos a saber el uno del otro.

En las riberas, las gentes lanzan gritos al observarnos. Desde la vida otean el ahogado más gordo, el más rápido, el más grotesco. Ante sus ojos somos culpables por haber muerto, ninguno es inocente.

 

Foto por: La Cebra que Habla

 

Cuando nos detiene el ramaje de las orillas, las gentes nos retiran con un trozo de madera; entonces vuelvo al centro del río.  ¡Prohibido detener la marcha de un cadáver!  No existe quien suspenda nuestra danza, nuestra muerte no los toca.

Los niños corren en forma paralela  a nuestra marcha, saludándonos, despidiéndonos…. Aguas abajo el río habrá de descoyuntarnos, amputará pies y manos contra las rocas del fondo. Kilómetros más allá habremos adquirido la condición de monstruos. Nadie podrá reconocernos.

En la noche, cuando la luna ha recorrido la mitad de su trayecto, voces aisladas rompen la quietud del aire: son los pescadores; suben, bajan, no cesan en su búsqueda. Alzan sus cuerdas con desesperación. El río contaminado les devuelve fragmentos de madera, basura deshecha, veneno que el hombre ha vertido en sus aguas.

 

Foto por: La Cebra que Habla

 

Esta noche la pesca es escasa, las aguas están demasiado revueltas y los peces permanecen encerrados en sus cuevas de las orillas. Desde los botes, lentamente, los hombres retiran sus cuerdas erizadas de anzuelos, sus ojos miran con desesperación. Una embarcación se acerca, su conductor me empuja con el remo hasta la orilla, allí me ata a un árbol esquelético. El agua se agita, un hervor se produce cuando los peces despedazan mi carne.

El pescador lanza su red; al recogerla se ilumina la noche con el brillo plateado de los peces. La malla cae con avidez. Finalmente, el hombre se inclina en un extremo de su bote, tira  de la cuerda y mi brazo sale del agua, se alza como pidiendo auxilio. El pescador corta el cordel sobre el borde de la embarcación y mi cadáver reemprende su viaje.

He perdido mis ojos, mis órbitas vacías sueñan un sueño líquido, la vida innumerable palpita en mi interior, he perdido conciencia de mi cuerpo. Liberado del peso de mi alma desciende mi cadáver, con toda liviandad.

Contamos historias desde otras formas de mirarnos.

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