Nadie sabe mi nombre

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James Baldwin


 

Primera parte
 Sentado en mi casa….

El descubrimiento de lo que significa ser Americano

Texto extraído del libro “Nadie sabe mi nombre”

[Internet]

«Es un sino complejo el de ser americano», observó Henry James, y el descubrimiento principal que un escritor americano hace en Europa es precisamente el de ver qué complejo es aquel sino. La historia de los Estados Unidos de América, sus aspiraciones, sus peculiares triunfos, sus todavía más peculiares derrotas, y su posición en el mundo de ayer y de hoy, son todos tan profunda y tozudamente únicos que la mera palabra «América» sigue siendo un nombre propio nuevo, casi por completo carente de definición, y materia de controversia. No parece que nadie en el mundo sepa exactamente lo que designa, ni siquiera los abigarrados millones que nos llamamos americanos.

Dejé Norteamérica porque desconfiaba de mi capacidad de sobrevivir al furor que allí tiene el problema racial. (A veces desconfío todavía.) Quería impedirme a mí mismo el convertirme meramente en un negro; o, incluso, meramente en un escritor negro. Quería descubrir un modo de que el carácter especial de mi experiencia me pusiera en contacto con otras personas en vez de separarme de ellas. (Estaba tan aislado de los negros como de los blancos, que es lo que ocurre cuando un negro comienza, en el fondo, a creer lo que los blancos dicen de él.)

En mi necesidad de encontrar los términos en los cuales mi experiencia podría relacionarse con las de otros, negros y blancos, escritores y no-escritores, me encontré, ante mi propio asombro, con que yo era tan americano como cualquier tejano rubio. Y descubrí que mi experiencia la compartían todos los escritores americanos que conocí en París. Como a mí, se les había divorciado de sus orígenes, y resultó que representaba muy poca diferencia el que los orígenes de los americanos blancos fueran europeos y el mío fuera africano: no eran en Europa menos forasteros que yo.

Cuando nos encontramos frente a frente en suelo europeo, el hecho de que yo era hijo de un esclavo y ellos hijos de hombres libres tenía menos importancia que el hecho de que cada cual iba en busca de su particular identidad. Si la encontramos, parecíamos andar diciendo, bueno, pues entonces no tendremos que seguir agarrados a la vergüenza y la amargura que tanto tiempo nos han separado.

En Europa apareció terriblemente claro, como nunca lo había estado en América, que sabíamos unos de otros mucho más de lo que ningún europeo llegaría nunca a saber. Y quedó claro también que, sin que importara dónde hubieran nacido nuestros padres o lo que hubieran sufrido, el hecho de que Europa nos había formado a unos y a otros era parte de nuestra identidad y parte de nuestra herencia.

Pasé en París un par de años antes de que nada de esto se me manifestara con evidencia. Al descubrirlo, como muchos escritores que antes de mí se encontraron con que les dejaban sin muletas de un puntapié, sufrí una especie de neurosis y tuvieron que llevarme a las montañas de Suiza. Allí, en aquel paisaje de absoluto alabastro, equipado con dos discos de Bessie Smith y una máquina de escribir, empecé a intentar recrear la vida que conocí de niño, y de la que había pasado tantos años huyendo.

Fue Bessie Smith, con su tono y su cadencia, la que me ayudó a horadar túneles hasta la manera en que seguramente hablaba yo cuando era un negrito, y a recordar lo oído y visto entonces. Yo había hundido muy hondo todo aquello. En Norteamérica nunca escuché las canciones de Bessie Smith (del mismo modo como, durante años, no pude ver una sandía), pero en Europa ella me ayudó a reconciliarme con lo de ser un «negro».

No creo que tal reconciliación me hubiese sido posible aquí. Una vez fui capaz de aceptar mi papel (aunque haciendo constar que no mi «lugar») en el extraordinario drama que es América, me vi libre de la ilusión de que odiaba a América.

El relato de lo que puede ocurrirle a un escritor negro norteamericano en Europa ilustra simplemente, con tintas algo más fuertes, lo que puede ocurrirle allí a cualquier escritor norteamericano. Con lo cual no quiero decir, desde luego, que les ocurra a todos, porque Europa puede ser también muy paralizadora; y de todos modos, cuando un escritor atraviesa su primera muralla no ha hecho más que ganar una escaramuza crucial en una batalla peligrosa, sin fin, y de resultado imprevisible. Sin embargo, la muralla es importante, y lo que hay que destacar es que, para atravesarla, un escritor norteamericano muchas veces tiene que dejar este país.

En Europa, el escritor norteamericano se encuentra libre, en primer lugar, de la necesidad de pedir excusas por su propia existencia. Hasta que no se encuentra, en efecto, libertado de la costumbre de enseñar los bíceps y de demostrar que es un tío que vale por cualquier otro, no se da cuenta de lo desmoralizadora que ha sido aquella costumbre. Allí no tiene necesidad de fingir que es lo que no es, porque en Europa un escritor no encuentra el mismo recelo que encuentra aquí. Sea lo que sea lo que los europeos piensen, en definitiva, de los artistas, a estas alturas ya han asesinado bastantes para saber que son tan reales (y tan persistentes) como la lluvia, la nieve, los impuestos o los capitalistas.

Naturalmente, la razón de la relativa claridad que reina en Europa en cuanto a las diferentes funciones de los hombres en la sociedad es que la sociedad europea ha estado siempre dividida en clases, de un modo en que la sociedad americana no lo ha estado nunca. Un escritor europeo se considera parte de una vieja y honrosa tradición (de actividad intelectual, de las letras), y su elección vocacional no le provoca ninguna especulación angustiada acerca de si le costará o no el perder todos sus amigos. Pero aquella tradición no se da en Norteamérica.

Por el contrario, tenemos una desconfianza, muy hondamente implantada, ante el esfuerzo intelectual auténtico (probablemente porque sospechamos que destruye, según espero que lo destruye en efecto, el mito de América, al que tan desesperadamente nos agarramos). Un escritor norteamericano lucha por encontrar un puesto en uno de los peldaños más bajos de la escala social norteamericana, y lo logra por pura testarudez y pasando por una indescriptible serie de trabajos extravagantes. Probablemente ha sido un «tipo normal» durante buena parte de su vida adulta, y no se le hace fácil salir de aquel baño tibio.

Sin embargo, tenemos que considerar una paradoja bastante seria: aunque la sociedad americana es más móvil que la de Europa, allí es más fácil que aquí el atravesar las barreras sociales y profesionales. A mi modo de ver, esto se relaciona con la cuestión de la «jerarquía», el status, en la vida americana. Donde cada cual tiene su status, es perfectamente posible que al cabo no lo tenga nadie. Parece inevitable, en todo caso, que un hombre se sienta desazonado en cuanto a cuál es su status.

Los europeos, en cambio, han pasado mucho tiempo acostumbrados a la idea de las clases y puestos sociales. Un hombre puede sentirse tan orgulloso de ser un buen camarero como de ser un buen actor, y ni en uno ni en otro caso tiene por qué sentirse amenazado. Y esto implica que el actor y el camarero pueden en Europa tener una relación más libre y más auténticamente amistosa de lo que es probable que tengan aquí. El camarero no siente, con un resentimiento oscuro, que el actor «ha llegado», y el actor no está atormentado por el miedo de encontrarse mañana haciendo otra vez de camarero.

Esta falta de lo que podríamos llamar un poco toscamente paranoia social hace que el escritor norteamericano sienta en Europa (casi con toda seguridad por vez primera en su vida) que puede llegar hasta todo el mundo, que es accesible a todo el mundo y está abierto a toda cosa. Es un sentimiento extraordinario. Entonces uno siente, por así decir, su propio peso, su propia valía.

Al escritor norteamericano le parece como si de pronto saliera de un túnel sombrío y se encontrara bajo el cielo abierto. Y el hecho es que en París me parecía ver el cielo por primera vez. Me vi forzado a sentir (lo cual no me puso melancólico) que el cielo había existido antes de nacer yo y que existiría igualmente después de mi muerte. Y, por lo tanto, era asunto mío el obtener de mi breve oportunidad todo lo que pudiera obtenerse.

He nacido en Nueva York, pero sólo he vivido en escondrijos de la ciudad. En París, vivía en todas partes: en la ribera derecha y en la izquierda, entre la burguesía y entre los miserables, y conocía a toda suerte de personas, desde las prostitutas y los maquereaux de la Place Pigalle hasta banqueros egipcios de Neuilly. Decir esto puede parecer muy desprovisto de principios, o incluso vagamente inmoral: yo lo encontré sano. Me gusta hablar con la gente, con toda clase de gentes, y a casi todo el mundo le agrada un hombre al que le gusta escuchar.

El trato constante con gente muy diferente de mí provocó un hundimiento de prejuicios que yo apenas sabía que tenía. El escritor encuentra en Europa a personas que no son norteamericanas, cuyo sentimiento de la realidad es muy diferente del suyo. Pueden amar u odiar o admirar o temer o envidiar a este país: en todo caso, lo ven desde un punto de vista diferente, y esto obliga al escritor a examinar muchas cosas que siempre había dado por sentadas. Esta reevaluación, que puede ser muy dolorosa, es también muy valiosa.

Tal libertad, como todas las libertades, encierra sus peligros y sus responsabilidades. Un buen día se le impone al escritor la evidencia, y muy fuerte por cierto, de que vive en Europa como un americano. Si viviera allí como un europeo, viviría en un continente distinto y mucho menos atractivo.

Ese día crucial puede ser el día en que un taxista argelino le dice lo que representa ser argelino en París. Puede ser el día en que pasa ante una terraza de café y atisba la cara intensa, inteligente y preocupada de Albert Camus. O puede ser el día en que alguien le pide una explicación de Little Rock y el escritor empieza a sentir que sería más sencillo (y, por cursi que pueda parecer la palabra, más honroso) el irse a Little Rock que el estar sentado en Europa, provisto de un pasaporte norteamericano, intentando explicar aquello.

Aquél es un día personal, un día terrible, el día a que ha estado tendiendo todo el exilio de uno. El día en que uno se da cuenta de que no existen países sin tormentos en este mundo espantosamente atormentado; y que si el escritor se ha preparado para algo en Europa, aquello para que se ha preparado es América. Dicho brevemente, la libertad que el escritor norteamericano encuentra en Europa lo devuelve, cerrando el círculo, a sí mismo, y la responsabilidad de su desarrollo sigue estando donde estaba: en sus propias manos.

Incluso el más incorregible vagabundo tiene que haber nacido en alguna parte. Puede abandonar el grupo que lo ha producido, puede verse obligado a abandonarlo, pero nada borrará sus orígenes, cuyas marcas lleva consigo a todas partes. Creo que es importante el saber esto e incluso encuentro en ello un motivo de contento, como lo encuentran las personas más fuertes, independientemente de su lugar jerárquico. Del aceptarlo depende, literalmente, la vida de un escritor.

Muchas veces se ha acusado a los escritores norteamericanos de que no describen la sociedad, de que no se interesan por ella. Sólo describen individuos en oposición a la sociedad, o aislados de ella. Naturalmente, lo que el escritor norteamericano describe es su propia situación. Pero ¿qué describe Ana Karenina, si no es el sino trágico de una persona aislada, en conflicto con su lugar y su tiempo?

La diferencia real es que Tolstoi describía una sociedad vieja y densa en la que todo parecía (para las gentes que la componían, no para Tolstoi) fijado para siempre. Y el libro es una obra maestra porque Tolstoi era capaz de sondear, y de hacernos ver, las leyes escondidas que gobernaban realmente aquella sociedad y que hacían inevitable la perdición de Ana.

Los escritores norteamericanos no tienen una sociedad fija a la que describir. Sólo conocen una sociedad en la que nada está fijo y en la que cada individuo debe luchar por su identidad. Tal confusión es lujuriante, en verdad, y crea para el escritor norteamericano oportunidades sin precedentes.

Que son tremendas las tensiones de la vida americana, así como sus posibilidades, no es, desde luego, ni siquiera una cuestión que quepa debatir. Pero en la mayor parte de la literatura contemporánea se las trata por vía de compulsión neurótica; o sea, que lo más probable es que el libro sea un síntoma de nuestra tensión, y no un examen de la misma. Dios sabe si ha llegado el momento de que pasemos a analizarnos, pero sólo podremos hacerlo si estamos dispuestos a libertamos del mito de América y a intentar descubrir lo que realmente ocurre aquí.

Toda sociedad está, en realidad, gobernada por leyes ocultas, por presuposiciones que las gentes nunca expresan pero aceptan hondamente, y la nuestra no es una excepción. Al escritor norteamericano le compete descubrir cuáles son tales leyes y tales presuposiciones. En una sociedad muy inclinada a tirotear los tabús pero sin lograr nunca librarse de ellos, no será una tarea fácil.

No es de sorprender, entretanto, que el escritor norteamericano siga escapando a Europa. Para su viaje vital necesita alimento y los mejores modelos que pueda encontrar. Europa tiene lo que nosotros no tenemos todavía, un sentimiento de las misteriosas e inexorables limitaciones de la vida, un sentimiento, en una palabra, de la tragedia. Y nosotros tenemos lo que a ellos les hace mucha falta: un nuevo sentimiento de las posibilidades de la vida.

En este esfuerzo por casar la visión del Viejo Mundo con la del Nuevo, el escritor, y no el político, es nuestra arma más fuerte. Aunque todavía no logremos creerlo del todo, la vida interior es una vida real, y los intangibles sueños de los hombres tienen un efecto tangible sobre el mundo.

 

Contamos historias desde otras formas de mirarnos.

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