No hubo palabras. Crónica 4 de 4, estudiantes de Expresión Escrita

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Aquellas crónicas que se alojan en la memoria:

Resulta interesante ver cómo después de realizar varias lecturas, de hablar, de resolver dudas, de lanzar varias preguntas y de dialogar alrededor de los alcances y las bondades de la crónica, los estudiantes afinan su pluma y se lanzan a contar historias.

Esta vez fueron los estudiantes del Taller de Expresión Escrita de la Licenciatura en Comunicación de la Universidad Tecnológica de Pereira (UTP), que después de buscar una idea, desarrollarla, llevarla al papel, corregirla, hasta dejarla en limpio, entregan hoy relatos que considero merecen ser leídos. Sigan. 

Franklyn Molano


Por, Daniela García Fernández. [email protected]

Unos meses atrás lo vi de nuevo. Ya han pasado doce años.

Me pregunto: ¿qué no puedes olvidar de ese viaje? respondo: no puedo olvidar el verde. Si, ese que se puede apreciar con tonos singulares en las diferentes figuras de la naturaleza. No soy inocente, sé que mis recuerdos no están acompañados del sentimiento de esperanza que representa este color, es todo lo contrario. En medio del silencio de la madrugada reflexiono, ¿por qué mis ojos solo quisieron capturar la variedad de aquel color?

Todo sucede aquí. Supia (Caldas), enero 2008, vereda Matecaña.

Han pasado tres días del año nuevo, la emoción de viajar con la abuela me impulsa a despedirme de mamá, subirme a un intermunicipal de la flota occidental y cuatro horas después llegar a Supia, un pueblo pequeño y caluroso. Un lugar desconocido para mí, tanto así que me sorprende no ver transeúntes en la plaza central.

Pregunto: ¿abuela por qué hay poquita gente? a lo que ella me responde: “mija aquí la gente solo sale los días de remesa”, al parecer hoy no es uno de esos días pues las calles están solas. Nos desplazamos a la vereda Matecaña y aquí estaremos varios días.

El calor, los mosquitos y la comida son los únicos temas de conversación, en cada llamada que mi mamá me ha hecho durante los dos primeros días. Escucho que la gente dice de mí: “¿misia Zoila esa niña no habla?” “esa nieta suya no da lidia, véala tan juiciosa”; y es cierto. No me relaciono fácil, no he querido salir a jugar, hablo sólo lo necesario.

Al tercer día me siento en confianza con los niños de las fincas vecinas, ellos me han invitado a jugar. Pasamos la tarde corriendo detrás de un balón desinflado y sentí que el día pasó rápido.

Es el cuarto día, me despierto temprano y desayuno. Es arepa de maíz sancochado, no me gustó; está simple y debo masticarla mucho antes de tragarla. Los niños me invitan de nuevo a jugar, pero está lloviendo y dice mi abuela que así no puedo salir. Pasan algunas horas y la lluvia desaparece; antes de salir a jugar veo con claridad la figura de mi abuela revolviendo la natilla y diciéndome “juega por aquí cerquita” a lo que respondo: si señora.

Hoy hay mucho barro para jugar al balón, es mejor jugar el escondite. Es fácil esconderse entre los árboles o las plantaciones de caña de azúcar; en la primera ronda conté yo, 1, 2, 3… y así hasta llegar a cien, grito: listos o no allá voy, salí a buscarlos a todos.  Reinan las risas, nuestros pies corren a toda velocidad deseando ganar.

Hemos jugado varias rondas, y esta es la última antes de que oscurezca. Debo esconderme, corro rápido creo que fui demasiado lejos; miro a mi alrededor y no reconozco el lugar. Guardo silencio por varios minutos, espanto los mosquitos que se acercan a mí y trato de ver a lo lejos si están buscándome. Pasan los minutos y escucho pasos, pienso que me han encontrado pues es lo natural del juego.

Alguien se acerca a mí en silencio, sonríe y dice: “tan linda que le queda esa blusita amarilla”. No respondo su saludo. Había escuchado decir que era poco usual ver gente en aquel camino; teniendo en cuenta que son los primeros días del año, aún se festeja; no hay trabajadores en las fincas. Yo no le esperaba, solo estaba allí jugando al escondite. No sé qué hacer, en realidad tampoco entiendo lo que está pasando; me toma en sus brazos y camina algunos metros entre los árboles, luego me pone nuevamente en el suelo. Mi respiración se acelera y algunas lágrimas recorren mi rostro; él se ríe. 

Mi cuerpo tiembla. Sus manos encallecidas por las labores del campo empiezan un recorrido por mi cuerpo, que se retuerce en la tierra aún húmeda por las lluvias de la mañana; en medio de ese mismo sembrado de caña de azúcar donde unos minutos antes se escuchaban las risas, ahora solo hay un silencio sepulcral y dos miradas cruzándose entre sí. Una de ellas la de un hombre mayor de contextura gruesa, piel trigueña, cejas abundantes y cabello lacio; la otra la de una niña de ocho años, cabello largo negro, piel trigueña y un lunar que le resalta en la muñeca de su mano derecha.

Me despoja de mis prendas y con su mirada fija y prolongada expresa lo que sus pensamientos desean; no hubo palabras. Moja mi abdomen con su saliva. Tengo miedo, miro a mi alrededor y abrumada solo veo el color verde en todas las direcciones; árboles, plantas, musgo. En mi mente repito “El que habita al abrigo del Altísimo. Morará bajo la sombra del Omnipotente.” No estamos solos: no muy lejos se escuchan algunas pisadas, cierro mis ojos y seguido a eso escucho el grito de una mujer “sarnoso desgraciado” y en un tono mayor la frase “ayuda, don Evelio venga ayúdeme” el pánico y los gritos no me permiten descifrar lo que sucede; fijo mi mirada al suelo, ellos cubren mi cuerpo y sé que me llevarán con la abuela.

Desde ese momento no volví a mencionar ninguna palabra, deseo llegar a mi casa a la seguridad que me ofrecen los brazos de mamá. Todos quieren saber de quién es la culpa, algunos opinan “de la mamá que le permitió viajar sola” o “de la abuela por entretenerse haciendo la natilla” seguramente “de la niña por desobediente”. Yo creo que es mía. Hoy 20 de octubre 2020, escribo mientras medito en el impacto que tiene para mí aquel recuerdo donde el protagonismo se lo di al color verde. Él ya no es un hombre de contextura gruesa, su cuerpo ha adelgazado, su piel se ve más arrugada y su mirada denota cansancio. Yo ya no tengo ocho años, mi cuerpo y mi forma de pensar han cambiado con el tiempo, aún hablo poco, pero argumento mucho y estoy segura de que la culpa no fue mía.

Relaciones en construcción

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