A mis fantasmas
Lorena se había quedado sola en la oficina. Miraba sentada en su escritorio
entre montañas de papeles la luna que parecía tan cercana. Martín, el niño
malabarista que alguna vez la había querido, se lo había contado. Que la
luna estaba a muchos kilómetros de distancia, a 406.000 en su punto de
apogeo y a 363.000 en su punto de perigeo, porque pasaba que su órbita
era elíptica y no circular. Era uno más de los datos que Martín tenía en su
cabeza y que no servían para nada.
Lorena se había quedado sola en la oficina. Abrió el cajón inferior del
escritorio para sacar una botella de vino tinto a la que recurría en las noches
plagadas de recuerdos. Se sirvió un trago en un vaso desechable y recordó
a Martín que parecía tan lejano. Martín, el niño malabarista que alguna
vez la había querido, le contó con una sonrisa que en el año 3.000 antes de
Cristo ya existían decantadores de vino y que apenas hasta el siglo XVII se
empezó a tomar en recipientes de vidrio. Otro asunto sin relevancia.
Lorena se había quedado sola en la oficina y contemplaba adormecida por
el vino los diplomas y placas que la reconocían como la mejor empleada del
gremio. Había perdido la cuenta de los triunfos laborales alcanzados. Miró
la fotografía del primer día en la empresa que parecía tan cercano. Dos
días antes le había dicho a Martín que colgaba boca abajo en un trapecio,
que sus tonterías no se ajustaban al nuevo panorama de sus días. Por eso,
Martín lloró patas arriba por lo que las lágrimas se le fueron a la frente.
Mientras tanto, le dijo que las lágrimas eran un 98.3% agua, y el resto era
glucosa, sodio, potasio y algunas proteínas. Más tonterías.
Lorena se había quedado sola en la oficina. Miró el reloj en la pared que
marcaba las once de la noche. Vio su reflejo en la ventana, se reclinó en la
silla de cuero. Del cajón inferior del escritorio, extrajo un chocolate para
contrarrestar el gusto amargo del vino. Había leído que el chocolate era
antidepresivo. Recordó a Martín, el niño malabarista que ahora parecía
tan cercano, cuando sonriendo le dijo que según algunas estadísticas, cada
persona consumía tres kilos de chocolate al año.
Lorena se había quedado sola en la oficina. Sabía los misterios del interés
compuesto, de la tasa interna de retorno y de los estados financieros. Sabía
además, que en épocas de recesión, era aconsejable aprovechar el bajo
precio de los inmuebles. Como todo eso le pareció información irrelevante,
lloró. Pero esa noche, las lágrimas le corrieron hacia arriba.