“Performance”, la película en la que Borges era un Rolling Stone

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Por Sebastián Valle publicado en Página 12

El film protagonizado por Mick Jagger se estrenó hace 50 años
La película de Donald Cammell y Nicolas Roeg estaba llena de promiscuidad y alienación: algo más cercano al lado oscuro, violento y experimental que al multicolor ensueño hippie. Y el escritor argentino aparecía por todos lados, como en una multiplicación de los espejos que lo obsesionaban.

Cuando Performance se estrenó el 3 de agosto de 1970, en Nueva York, pocos la entendieron: era demasiado moderna, demasiado violenta, se tomaban demasiadas drogas; era provocativa, ambigua, sexual, literaria, sádica; era glam antes de que Marc Bolan supiera para qué servía un delineador. Los ’60 habían terminado y todavía no se sabía qué venía a continuación, pero la película le había tomado el pulso a una generación que se había dado vuelta descubriendo su propia geografía existencial.

Mick Jagger interpretaba a una estrella de rock medio decadente que había perdido la fama y vivía encerrado en su casa con dos chicas que le hacían buena compañía. El sexo, drogas y rock’n’roll antes de que se volviera un cliché: menos una estética del reviente que una filosofía de vida, sin alardes ni hoteles que demoler. Si Jean-Luc Godard había retratado a la juventud que hizo el Mayo Francés como “los hijos de Marx y la Coca-Cola”, Performance retrataba a la juventud del Swinging London como los hijos de Robert Johnson y el LSD.

Empezaba como una de gángsters y a mitad de camino se volvía filosófica, oscura, esotérica. Pasaba de las calles y los pubs dominados por la mafia londinense a un ambiente bohemio, lleno de líbido, hongos alucinógenos y literatura. Hay referencias al teatro de la crueldad de Artaud, a Genet, a Burroughs. Pero es Borges el que está en el ADN del guión. La película tomaba uno de sus temas recurrentes, la ilusión del yo, y lo convertía en una interrogación sobre la identidad a través del duelo psicológico de los protagonistas. La influencia del escritor era explícita: había guapos y laberintos y espejos y mil y una noches; se citaba a Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Y había muchos Borges: Jagger lee un cuento suyo, los mafiosos hojean sus libros y aparece su imagen en un momento clave del film.

Performance logró crear un estilo propio, que alteraba las coordenadas del relato lineal y armaba un rompecabezas visual organizado sobre la acumulación de indicios, en la que cada plano funcionaba como el rastro de una acción y, a la vez, el signo de su misterio. El crítico Mark Cousins, en su serie de 2011 The Story of Film, aseguró que “no sólo es la mejor película de los años ‘70 sobre la identidad. Si hay alguna película en toda la historia del cine que debería ser obligatoria para los cineastas, tal vez sea ésta”. Su influencia se puede reconocer en el trabajo de directores como Martin Scorsese, Guy Ritchie, Paul Schrader y Quentin Tarantino, en escritores como Irvine Welsh y en las letras de bandas como Happy Mondays.

Los directores, Donald Cammell y Nicolas Roeg, hicieron un clásico de culto que sigue siendo, 50 años después de su estreno, una de las mejores películas filmadas en Inglaterra. El rock’n’roll había alcanzado la mayoría de edad y por primera vez el cine se lo tomaba en serio.

Londres, ciudad abierta

En 1968 el mundo ardía: el sistema había declarado ilegal a la juventud por reclamar el derecho a la imaginación, al hedonismo y a la experimentación con drogas; a la paz, la tolerancia y a las múltiples formas de la libertad. De París al D.F., de Praga a Chicago, en distintas ciudades, países y continentes se veían las mismas revueltas callejeras, los mismos enfrentamientos con la policía. Era como si los gobiernos necesitaran matar a palos a la utopía, como si no fuera a morir por sobredosis al año siguiente.

En Inglaterra las cosas eran diferentes. La movida del Swinging London era elegante, más despolitizada y sensual que en otros lugares. Allí, antes de cambiar el mundo había que cambiar el guardarropas. Colores llamativos, estampados de cachemira y ropas inspiradas en el período victoriano definían la estética de esa comunidad hippie que había empezado a mezclarse con la escena pop a través de las experiencias de Pink Floyd en el UFO Club, con el dios inmigrante Jimi Hendrix y la partitura alucinada de ese estado embriaguez colectivo: Sgt. Pepper’s Lonely Heart Club Band.

En esa ciudad, el productor Sanford Lieberson llegó a la Warner con una propuesta infalible: la versión stone y refinada de la beatle y tonta A Hard Day´s Night, la película de los Fab Four de 1964. Mick Jagger y Marlon Brando serían los protagonistas. La dirección estaría a cargo de dos debutantes: Donald Cammell, un extrovertido pintor escocés que se había mudado a los barrios bohemios de París, donde lo atrajo la revolución formal del cine francés, asistido por Nicolas Roeg, un joven y respetado director de fotografía que ya había trabajado con David Lean, François Truffaut y Richard Lester. El guión era de Cammell. Los Rolling Stones harían la banda de sonido.

Los directivos del estudio aprobaron el proyecto y dieron libertad absoluta para realizarlo. Confiaban en hacer lo que el cine mainstream hacía con las experiencias y estilos de moda: mercancías inofensivas, asépticas, rentables. Esperaban un flower power estereotipado y filtrado para el consumo masivo: hippies pacíficos amorosos límpios, disfrutando de la naturaleza sin fumársela; rockeros bonitos, educatidos, disfrutando de las hippies sin sacarles la ropa.

Pero Cammell y Roeg planeaban redefinir el cine inglés con un film experimental, lleno de sexo, violencia y drogas. Del thriller psicológico al ácido, de la ópera-rock al erotismo, Performance terminó siendo una película sórdida, enigmática, de un ritmo frenético y abstracto, una especie de trance psicodélico que borraba los límites entre la realidad y su representación.

El banquete

Ese año, los Rolling Stones habían grabado un futuro clásico: Beggars Banquet. Habían dejado atrás su fallido Their Satanic Majesties Request, cuando habían querido ser los Beatles y les habían salido los Monkees. La publicación del nuevo disco se demoraba porque que el sello no autorizaba su distribución por los graffitis obscenos que aparecían en la tapa. Además, las radios habían censurado el simple “Street Fighting Man” por considerarlo “subversivo” (sic). Los medios de comunicación eran el mejor asesor de imagen de la banda: si ellos mismos se habían colocado la etiqueta de chicos malos, el establishment lo confirmaba. Era el paso de la publicidad al mito. A esa altura de la década, Jagger era una especie de fauno maldito, el héroe insatisfecho de las fantasías ético-libidinosas de una generación. Tenía 25 años. Y quería hacer su primera película.

Quizá Brando ya había hecho demasiadas. O estaba gordo. O no le pagaban lo que quería. Sin demasiadas explicaciones, rechazó el papel que había sido escrito para él: un gangster chic, narcisista, medio pervertido, de esos que saben que todo cuerpo –el propio, el ajeno- es una oportunidad de herirlo, de humillarlo. Una mezcla de Al Capone y el marqués de Sade. En su lugar contrataron a James Fox, el actor de moda, del que se decía que era bueno y encima lo era.

Fox, que era un tipo de clase alta que hacía papeles de tipo de clase alta, pasó dos meses en los suburbios junto a los secuaces de los hermanos Kray, conocidos como The Firm. Los Kray eran los dueños de una zona de Londres, el East End, pero habían sido arrestados ese año por asesinato. Varios de los miembros de la banda terminaron actuando en la película. Un amigo de Cammell, David Litvinoff, era el enlace con el mundo del crimen de la mafia inglesa, y sus propias experiencias como matón fueron utilizadas para darle verosimilitud al guion. Fox llegó al rodaje embrutecido: había asimilado la violencia, los gestos, el vestuario, el acento cockney de los barrios bajos. Ya estaba listo para interpretar a Chas.

Yo es otro

Chas es un mafioso eficiente, pulcro, el más fiero de la tribu. Su modo de ser violento tiene la frialdad de quien se piensa más hombre que los demás y los demás lo saben, o deberían: un artista de la intimidación. Disfruta de su trabajo y de sí mismo, como si necesitara de la mirada y el dolor para ser alguien. Los espejos le dan tanto placer como sus compañeras: se mira mientras le hacen, mientras no le hacen nada, mientras le marcan la espalda con las uñas o con un cinto; incluso las mira, a ellas, para comprobar que ellas lo miran. Es un voyeur de su propia virilidad. Pero también es un gangster rebelde: cree que puede decidir, ser jefe. Y el jefe, Harry Flowers, decide eliminarlo y lo manda a buscar para que sus compañeros hagan lo que saben hacer con él, lo que él hizo tantas veces con otros.

Chas termina escondido en la casa de Turner (Jagger), un celebrado rockstar que ha perdido su inspiración y la anda buscando donde siempre se buscan esas cosas: en el sexo y los psicotrópicos. Vive con dos mujeres –la femenina Pherber (Anita Pallenberg, la ex de Brian Jones y novia de Keith Richards en ese momento) y la andrógina Lucy (Michèle Breton)– en una oscura casa de Nothing Hill, sobrecargada de cortinas, lámparas, objetos y alfombras orientales. Un espacio fuera del tiempo y del lugar, una atmósfera onírica, de mil y una noches, disimuladas en el día y la electricidad de Londres.

Los tres son como una familia de inadaptados tipo -pareja impar de desocupados bisexuales– que vive en la pasividad flotante de los sueños lisérgicos. Ese ménage à trois de ermitaños libertinos es la imagen del ocaso del Swinging London. Mientras que en el resto de Europa la juventud tomaba las calles para cambiar el mundo, ellos se fabricaban uno a la medida de su cueva. Es la contracultura sin eufemismos: una alternativa a esa existencia seca y oficinista que ofrece el sistema, en el que se aceptan inconscientemente reglas y normas de conducta, donde obedecer fue y sigue siendo una muestra de buena educación.

Turner introduce a Chas en ese universo sensual y críptico. Luego de una cena a base de hongos -menú gourmet de los ’60-, esas dos personalidades opuestas se van contaminando mutuamente hasta hacer caer las seguridades del ego: la violencia machista de Chas se va travistiendo de una sensibilidad femenina; Turner descubre la furia y la crueldad ocultas en su música.

Borges a través del espejo

A partir de 1961, cuando compartió con Samuel Beckett el Premio Internacional de Editores, Borges había comenzado a ser una figura conocida tanto en los círculos académicos como en los ambientes bohemios y artísticos de Estados Unidos y Europa. El Borges que conocieron las vanguardias en los ’60 (Foucault, Godard, Resnais, Bertolucci y Rivette lo tenían como referencia) era menos una figura pop que un señor anacrónico, que no usaba el discurso revolucionario ni el uniforme progresista del momento -polera oscura marca Sartre-, pero su antirrealismo parecía interpretar una época alucinada.

Muchos de sus textos eran la versión desintoxicada de la fiesta psicodélica, un manual Woodstock para principiantes: mundos que son tan otros, en los que el yo se eclipsa y es reemplazado por un colectivo misticismo de lo humano. “Nadie es sustancialmente alguien, pero cualquiera puede ser cualquier otro, en cualquier momento”, había escrito veinte años antes. En sus escritos, la idea de que la identidad individual es variable, fragmentada, artificial, de que una persona es nada y nadie para ser todas las demás personas, se acercaba a las filosofías orientales que circulaban entre la juventud desde que los Beatles habían viajado a la India.

Performance está influida por la obra de Borges, pero de un modo oblicuo, desfasado, moderno. Es decir, borgeano. La película trabaja algunos de sus temas fetiche (los guapos, el duelo, los espejos, el doble, la superstición del yo), y les cambia el registro, los lleva al terreno inestable de la psicodelia. En muchos de sus cuentos, el tiempo convierte al perseguido en perseguidor, a la víctima en verdugo, al acusado en acusador, al traidor en héroe. Esta identificación de los contrarios estructura la trama del film.

Turner lee un pasaje de “El sur”, el momento en que Dahlmann, el bibliotecario personaje de Borges, con antepasados militares, acepta el reto de uno de los gauchos del pueblo y sale a morir con dignidad. Turner, el poeta de Jagger, también tendrá su encuentro con el Otro, con lo primitivo, con lo que intuye que también es parte de él. Para Borges, el duelo es una especie de epifanía, el instante preciso en que un hombre se vuelve un viudo de sí mismo, deja de ser el que era y comienza a ser otra cosa.

A través de los espejos se produce la transformación de los personajes. Para el escritor son metáforas, símbolos, laberintos. Le provocan horror por duplicar de manera fantasmática un mundo horroroso, y también asombro, ya que las cosas reflejadas son las mismas, pero otras: un original y su copia, siempre imperfecta. En la película, Chas se mira en ellos como una especie de confirmación de lo que es, de lo que cree ser: un hombre que no duda de su hombría, su yo ideal. Pero a partir de su experiencia con las drogas, los espejos le devuelven otra imagen, más ambigua, ese lado femenino que Turner exhibe sin pudor.

Turner, que sufre la crisis creativa del artista, que se ha visto en su espejo favorito como “una bestia hermosa, pequeña y freaky” que se desvanecía de repente, piensa que puede recuperarla inspiración con Chas. Aparece el famoso tema de El doble alla Borges (¿o acaso Scharlach, el asesino de “La muerte y la brújula”, no es el doble de Lönnrot, el detective?): Chas es el reflejo especular de Turner, la imagen propia es una ficción contada por otro. En el último encuentro entre los dos, un disparo atraviesa el cráneo de Turner y en medio de su cerebro aparece un retrato de Borges, que termina quebrado como si fuera un espejo.

El lado oscuro de los ’60

Richards se negó a participar de los temas para la película cuando empezaron a circular los rumores de lo que pasaba durante la filmación. Y casi todos eran ciertos. Las drogas no eran de utilería; las actrices habían tenido sexo con los actores en el set. El problema era que una de ellas era Anita Pallenberg, su novia, y el actor involucrado era el cantante de su banda.

Performance se terminó de filmar en octubre de 1968, pero no pudo estrenarse hasta dos años después. El sexo, la violencia y el consumo de drogas hicieron que fuera evaluada como X-rated. Cuando se enviaron los diez rollos de película al laboratorio para su revelado, el estudio se negó a continuar la película y se ordenó la destrucción de gran parte del material (algunas de las escenas sexuales entre Jagger y Pallenberg se escaparon de la censura y, de acuerdo con el biógrafo de los Stones, Stephen Davis, se distribuyó en Ámsterdam como un corto pornográfico).

“Ustedes parecen querer castrar las escenas más salvajes y más eficaces. Si Performance no molesta al público, no es nada”, protestó Cammell ante los directivos de la Warner. Luego de múltiples ediciones para poder proyectarla, Roeg, que se encontraba en Australia filmando Walkabout (1971), pidió que sacaran su nombre de los créditos. James Fox se convirtió al fundamentalismo cristiano y dejó de actuar por más de una década. Pallenberg empezó el espiral de autodestrucción de la heroína junto a Richards: serían la pareja de yonquis más popular de los ’70.

La crítica la juzgó de “extraña y alucinatoria”, “sádica, delirante, enferma”, “desagradable, incomprensible”, pero con los años se transformó en una película de culto. El film -que nunca llegó a verse en salas argentinas- logró reinventar la iconografía pop con algo más provocativo que Elvis y los Beatles. Dispuesto a experimentar con su masculinidad, Jagger creó una androginia cultivada que desestabilizó las categorías estables del yo y de la identidad sexual, un anticipo de la estética glam de la década siguiente.

Performance mostró un flower power sin flores, donde la realidad es una experiencia subjetiva y el yo un repertorio de posibilidades opuestas. Una película llena de promiscuidad y alienación: algo más cercano al lado oscuro, violento y experimental que al multicolor ensueño hippie. Fue el invierno después del verano del amor. El epitafio de una utopía. Un espejo para la frágil transparencia humana.

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