La vida es un chiste, decía alguien por ahí
Mí ciudad nunca deja de sorprenderme. A pesar de conocerme de memoria casi todas sus calles y avenidas, siempre hay algo por descubrir. Cosas que no se pueden divisar desde el asiento de un auto. La ciudad merece ser descubierta al paso para conocer todos sus atractivos y desencantos. La exploración callejera es una actividad no exenta de riesgos y metidas de pata en cualquier momento.
Nadie se salva, por ejemplo, de las cagarrutas de perro, así que hay que andar con un ojo en el piso y el otro centrado en otra dirección, tal cual hacen los camaleones. Tienen razón los que dicen que la ciudad es una jungla de asfalto, porque está llena de peligros: si no son los cables sueltos o los huecos sin tapar ya están las palomas para cagarnos la vida o los vendedores ambulantes para terminar de fregárnosla.
Con todo, a pesar de ese incesante agobio de obstáculos, ruidos y otras piedras en el camino, siempre hay lugar para el desarme espiritual, aunque sea por un instante. En cualquier caso, andamos con la mandíbula apretada y diente contra diente, cuando de pronto un anuncio, un cartel, un letrero, salen a nuestro encuentro para refrescarnos el día y mostrarnos que los seres humanos somos divertidamente imperfectos.
Toca reír, o no tanto, pero mínimamente nos moverá un músculo de la cara. Irónicamente, en nuestra mayor seriedad se origina el mejor humor, somos divertidos por accidente, por rebote, como queriendo sin querer. La vida es un chiste, decía alguien por ahí para terminar de rematarla. Y si no, vean el siguiente compendio de humor involuntario y, de yapita, unos letreros entrañables.