Por, José Nava
En un domicilio que se ubica en uno de los tantos callejones de la colonia Libertad (parte baja) de la ciudad de Tijuana, muy cerca de la línea internacional y del “muro”, se elabora uno de los platillos más tradicionales del país, el tamal. Su preparación es laboriosa y delicada: siempre se deben de cuidar los más mínimos detalles de principio a fin.
Hacer tamales es un trabajo pesado, cansado pero gratificante que termina por la tarde noche cuando “ya no hay venta”, así lo dice Goyita, la “señora de los tamales”, de 62 años, que junto con su esposo, de 75, se dedica a labor de hacer y venderlos desde hace más de veinte años.
La “tamaleada” requiere tener los sentidos bien adiestrados y siempre alerta: el olfato, el tacto, el gusto, la vista y el oído, se combinan con la experiencia del tamalero para lograr el producto final: un exquisito tamal verde, rojo, de dulce o de rajas con queso.
Las labores empiezan muy temprano, tan temprano que sigue estando oscuras. El sonido del despertador, un viejo reloj digital ochentero con sus números rojos, rectangulares y delgados, marca su inicio. La tamaleada dura entre ocho y nueve horas, esto sin tomar en cuenta el tiempo que hay que estar frente al “carrito” vendiendo los tamales y exponiéndose al clima: lluvia, brisa, frío, vientos de Santa Ana y calor.
Todo inicia en la cocina; al entrar en ella, aún a oscuras, el primer sentido que se estimula es el olfato; los aromas que hay allí, te golpean como una ráfaga de viento fresco: el olor a comino, orégano, romero, pimienta, laurel y clavo de olor, es lo primero que se percibe.
Al encender la luz de la cocina, la vista también se estimula, nos topamos con una imagen muy mexicana: una mesa llena de chiles verdes, de cebollas blancas y chiles rojos y secos; al fondo las cabezas trenzadas de ajo se hacen notar; en un rincón está el tomatillo, que yace inerte esperando su fatídico final. En el otro extremo de la cocina, como para hacer contrapeso o equilibrar los sabores “picosos pero sabrosos”, se pueden ver las piñas, las fresas, las pasas, el azúcar, el chocolate y otros ingredientes “secretos”.
Pienso que sería genial que una noche de neblina gris, Jean-Baptiste Grenouille se brincara sigilosamente el zaguán de la casa, que protege los secretos de los tamaleros, y guiado por los aromas, llegara a la cocina y olfateara cada uno de los ingredientes con su siniestro olfato; lo imagino oliendo la piña, el coco, los chiles, el ajo, oliendo la salsa roja y la verde: se perdería en un frenesí y una excitación olfativa dificiles de controlar.
Lo primero que se hace en la cocina es “encender el pollo”, es decir, hay que ponerle “lumbre a los quemadores” para que se empiece a hervir el agua de las ollas que contiene el pollo y la carne; ya cocida la carne y el pollo hay que desmenuzarlos. Las personas que se dedican a esta labor deben de ser rápidas para no quemarse las manos, porque no siempre se puede esperar a que se enfríen. Esta actividad, aunque parece sencilla, no lo es, y a largo tiempo puede traer consecuencias físicas.
El día ya va clareando, eso indica que hay que ir a la tortillería por la masa. “El Jefe”, Don Armando, llega con 30 kilos; la masa se ubica en una tina y comienza el proceso de amasar; hay que empezar a doblegar ese cuerpo amarillo y voluminoso a punta de “madrazos”; se bate y se mezcla con otros ingredientes para obtener la textura y el sabor deseado. Es aquí donde se ponen a prueba la fuerza de los brazos, la espalda y las piernas; en esta labor no interviene ninguna máquina; esto es a “pelo”: se bate de manera artesanal. El proceso dura de treinta a cuarenta minutos, sin parar, con un movimiento constante y oscilatorio. “El Jefe” siempre está al pendiente de que la masa quede “bien”. Su sentido del gusto y de la vista son los que le indican si la masa ya está lista; ese cuerpo voluminoso, duro y desabrido, pasó a ser algo más maleable y sabroso: “la masa no se crea ni se destruye, solo se transforma”.
El batido de la masa también tiene consecuencias: después de tantos años de batir, el cuerpo de las personas que intervienen en este procedimiento va cambiando: piernas delgadas, espaldas anchas y sus brazos fornidos, que a la larga les ayudará a sobrellevar las pesadas jornadas de trabajo.
Mientras unos están luchando con la masa, “cuerpo a cuerpo, cara a cara”, empieza la sinfonía: se escucha al aceite freír, la licuadora comienza a zumbar en todas sus velocidades, el cuchillo y la “tabla de cortar” no se quedan atrás y aportan: ta, ta, ta. El ruido de las ollas y los cucharones se hacen presentes. Los “quemadores”, con sus mechones multicolores (naranja, rojo, azul), bufan al quemar el gas que sale de sus fauces circulares.
Se empiezan a escuchar los gritos de los directores de la orquesta; Goyita: “ya apaguen el pollo y la licuadora”, “ya no partan más chile”, “trae para acá esa olla”. “El Jefe”: “dale otra batida a la masa, aún le falta”, “tráeme la hoja para irla partiéndola”, “tú, échale agua a esta olla”.
Un pan, por la mañana, acompañado de leche, chocolate o café, sirve para mitigar el hambre producto del trabajo.
Ya con la masa, las salsas, verde y roja, el queso cortado en trozos, las rajas de chile y las hojas listas, se procede a la envoltura.
Es asombroso ver cómo envuelven los tamales, son unos artesanos; sus manos son rápidas y precisas: el tamal queda perfectamente envuelto, no se deforma y no se “sale de la hoja”.
Cuando ya se envolvió toda la masa y están listos los tamales, hay que meterlos a las ollas. Esto lo hace “El Jefe” porque no puede haber errores: un tamal mal empacado provocaría, a la hora de la cocción, una catástrofe culinaria.
El trabajo se calma por un momento: los tamales ya se cuecen en las ollas, eso da un respiro de la extenuante labor. Lo que sigue es limpiar el área de trabajo y lavar los trastes utilizados. Mientras tanto la señora Goyita prepara “algo para comer” porque ya hace hambre; todos comen, no hay mucho tiempo, ya es la hora de salir; los primeros que acaban de ingerir sus alimentos empiezan a acomodar las “cosas” en el carrito: vasos, platos, tenedores, servilletas, etc.
“El Jefe” revisa los tamales para ver si ya “están”, da su visto bueno: hay que salir a vender. Eso indica que llegó la hora de preparar el champurrado. Trabajo que, por obvias razones, también realiza él; pone todos los ingredientes en una olla más pequeña a diferencia de las demás y la pone al fuego. El Champurrado se debe de estar moviendo de manera constante y circulatoria para que los ingredientes se mezclen uniformemente y no se peguen. Después de unos minutos el aroma peculiar del “chapu” se hace presente. “El Jefe” se sirve un poco en un vaso: le da un sorbo, lo saborea, prueba la textura y sentencia: “ya está listo, súbanlo al carrito”.
Ya con “todo” en el carrito, comienza la otra parte de la tamaleada, ir a vender. Los “señores” llevan el pesado carrito hasta la esquina, (la buena comida siempre se come en “el carrito de la esquina”). En ocasiones, los clientes no esperan a que salgan los tamaleros, van y compran los tamales ahí mismo en la casa, recién salidos.
El sabor de estos tamales ha trascendido fronteras; hay clientes que vienen desde los Estados Unidos a comprarlos para celebrar las festividades: navidad, cumpleaños, bautizos, bodas, etc. Muchos de ellos son mexicanos que lograron adquirir la residencia o la ciudadanía norteamericana y vienen por la comida que funge como un lazo con el “terruño”; los recuerdos y la nostalgia también se saborean; los paisanos no solo vienen por un tamal, también buscan su identidad, la cual hayan en la comida: en un rico menudo, en una sabrosa birria de res o chivo, en un ceviche, hasta en unas buenas tortas o lonches. En cada bocado no solo se prueban los sabores del México que dejaron atrás sino también los buenos recuerdos y la nostalgia de un día poder regresar.
Publicado por Jesus Aguilar Gutierrez. Tomada de egresadosmedicinatijuana.blogspot.com
Ya establecidos en la esquina de la gasolinera, sobre la avenida Aquiles Serdán, empieza la venta. Llegan los clientes: “taxistas amarillos”, amas de casa, migrantes, deportados, policías, “pochos”, haitianos, estilistas, barberos, visitantes que van de paso. Algunos aprovechan para contar sus historias, las cuales van desde recuerdos de su infancia y de la familia que dejaron atrás para cruzar al “otro lado”, hasta historias de lo más comunes: del trabajo, de la escuela, de los asesinatos, del tipo de cambio, del precio de la gasolina.
Las horas transcurren rápido o lentas, depende de la clientela. Ya por la tarde noche, cuando ya no hay venta, con las rodillas, brazos y espalda cansados es hora de regresar a casa: la jornada ha terminado. Sí “hace hambre”, Goyita y “El Jefe”, cenan algo ligero, sino, se van a dormir, hay que descansar el cuerpo y el alma, para estar listos mañana y volver a empezar, volver a tamalear.