¿Qué reflexiones te suscitaría si un animal se llama igual a ti? Rigoberto Gil tuvo un encuentro con un tocayo felino, De ver pasar
Estoy molesto, a pesar de mi condición de gato domesticado. Suelen pensar que los de mi especie, harto cautelosos, somos solo ternura y mimos, hasta el punto de que frente a las visitas estamos casi que obligados a ser amables y a observar a los demás con interesada deferencia.
Entre las visitas no falta el erudito capaz de recitar poemas, cuentos y desideratas en los que solemos ser dulces protagonistas, o en el oscuro universo de Poe, terribles bestias que anuncian el insondable abismo de los bípedos perversos. Detesto la ficción por mentirosa y a los novelistas por antianimalistas. Me inclino por los testimonios. A ver, ¿alguno de ustedes ha leído La gran matanza de gatos del humano Robert Darnton? Hubo tiempos de venganzas y penurias. Mis antepasados han sufrido en abundancia, créanme.
El nuestro no ha sido precisamente un mundo de porcelana.
Nuestro orbe gatuno tiende a ser más complejo de lo que consideran nuestros dueños. Por ahí empieza mi molestia: que alguien se crea que nosotros somos de su propiedad. Nos rebajan a la condición material de un objeto. Conozco muchos de los míos que terminan por convertirse en esa pieza decorativa a la que bautizan con un nombre y a quienes a menudo les consultan estupideces, como si eso de responder con palabras y pensamiento complejo fuese cosa nuestra.
En estos días, durante un paseo solitario por una encrucijada leí en un poste este mensaje: “Busco a mi dueño. Favor llamar a este número. Se ofrece recompensa”.
Perderse es fácil, en especial por esa propensión nuestra a escaparnos en las noches a vivir aventuras felinas. De eso no hablaré acá, no es el tema. De lo que quiero hablar es de un fastidio que me aqueja por estos días. Tiene que ver con el nombre con que me bautizaron en casa de los Alzate. Observen mi distintivo, deletreen mi nombre. Así es, me llamo Rigo. Qué horror. Debe ser un nombre sacado de telenovela del medio día. Se me hace que fue tomado de La rosa de Guadalupe, ese drama en que, sin poder evitarlo, uno termina llorando y lamentando ser pereirano, dosquebradense o gato.
¿Y dónde queda mi pedigree, esa alcurnia que me enlaza con la historia de los felis silvestris de Oriente Medio? ¿Dónde los nombres con que la reina Isabel solía identificar a sus mascotas?
“Qué raro que te llames Rigo”, me ronroneó Sofía Button, una bella singapura del barrio Los Alpes. “¿Rigo, hipocorístico de Rigoberto?”, preguntó sabia, no sin extrañeza. “En efecto”, solo se me ocurrió esta respuesta. La Button volteó cola, impetuosa y se fue para siempre por un antejardín de astromelias. Su extrañeza llevaba implícito un reclamo, un “Perteneces a otro estrato”.
Y es que llamarse Rigo es tan indebido y popular como llamarse Rigoberto. Supe en las noticias del mediodía que uno de los sujetos más peligrosos de Bogotá era conocido en los recovecos del hampa con el alias de Rigo. Que los cuadernos de don Rigoberto, que el ciclista chabacano Rigo Urán, que el peor asesino de la cárcel de Lecumberri en tiempos del preso Álvaro Mutis.
En fin: no es sencillo cargar con ese peso nominal. Lástima que aún no existan notarías para gatos. Lo primero que haría sería cambiarme de nombre. Un nombre secreto, fino, borgiano.
Pero de ese nombre hablaré otra tarde, en otro aleph.