Rabos, orejas y huevos

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Como el ser humano precisa de mitos, ritos y leyendas para mantenerse en pie, algunos pueblos quisieron ver en la tauromaquia la síntesis del encuentro primordial entre el hombre y la muerte.


 

Leo en internet que en este 2020 las sectas de animalistas y anti taurinos se despertaron temprano a realizar sus plantones frente a las plazas de toros donde se adelanta la temporada de fin y comienzo de año.

 

 

Tan sensibles ellos, dicen que no resisten ver más sangre de toro en la arena.

Y eso, en un país que, sin inmutarse, ha visto correr ríos de sangre humana durante al menos cinco siglos, sin contar las fechorías de los ancestros indígenas.

Es más: en una variante de la célebre retaliación bíblica, los indignados amenazan con cortarles los cojones a los toreros, así como éstos cortan rabos y orejas en sus tardes de gloria.

Rabo por huevos, parece ser la consigna.

No sé. Creo que a estos modernos justicieros les sentaría bien un cursillo de mitología clásica.

Así al menos tendrían la oportunidad de acercarse a la multiplicidad de sentidos que rodean la presencia del toro en los relatos fundacionales.

El más antiguo hace del animal una figura de poder: sus cuernos representan la fuerza, la riqueza y la fortuna.

Por eso hoy  algunos de los grandes centros bursátiles del mundo exhiben en sus fachadas la imagen de un toro.

Además, la bestia resume en sí misma el vigor sexual y, por lo tanto, las facultades regenerativas.

Para algunos exégetas eso convierte al toro en una entidad de estirpe solar que mantiene una relación especial con la luna.

En el ruedo, los toreros se consagran con tenacidad y paciencia a conjurar esos poderes.

 

Ese toro enamorado de la luna

En la mitología griega, Pasifae encarna una manifestación lunar y por esa razón uno de los significados de su nombre es “La que brilla para todos.”. Su genealogía nos dice que era hija de Helios (el sol) y de la ninfa Creta. Eso hizo de ella una princesa de la Cólquida que fue dada en matrimonio al rey Minos.

 

Escultura Pasifae de Oscar Estruga. En la playa de Ribes Roges, Barceloan, España

 

Cuentan Apolodoro, Diodoro Sículo, Virgilio y Pausanias, que el dios Poseidón hizo que Pasifae se enamorara de un toro blanco que el rey no había querido sacrificarle. La reina le confió su pasión a Dédalo, arquitecto ateniense desterrado en Cnosos.

Fue así como Dédalo se convirtió en su aliado y construyó una vaca de madera en cuyo interior se ocultó Pasifae. Seducido, el toro blanco no tardó en montar y fecundar a la reina. De ese ayuntamiento nació el Minotauro.

El resto de la historia es de sobra conocido.

A partir de ese momento, los ritos que recrean el encuentro entre el toro y el hombre se despliegan por todo el Mediterráneo, desde donde llegarán a América con  los primeros conquistadores, echando raíces de manera especial en lugares como México, Colombia, Ecuador y Venezuela.

Como el ser humano requiere de mitos, ritos y leyendas para mantenerse en pie, algunos pueblos quisieron ver en la tauromaquia la síntesis del encuentro primordial entre el hombre y la muerte.

Por eso en la  fiesta cada elemento del ritual está dispuesto para que en su momento cobre una significación precisa: el ruedo, la arena ávida de sangre de hombre y de bestia; espadas, banderillas, capotes y muletas, así como los alguacilillos encargados de ejecutar las órdenes del presidente y de entregar los premios a los toreros.

 

 

Y alrededor, en los tendidos, varios miles de fieles devotos aguardan con ansiedad que la ignota divinidad incline esta vez del otro lado el fiel de la balanza y se haga al fin justicia.

Porque, en lo más hondo de su ser, se preparan todo el año para presenciar y festejar la muerte del torero, que restablezca el equilibrio primordial.

Hay que  ver  el  nerviosismo gozoso de los espectadores cuando un torero es corneado en medio de la faena.

Por supuesto, pocos están dispuestos a reconocerlo. Después de todo, el homo sapiens lleva milenios tratando de borrar las huellas de su animalidad.

 

 

Para conseguirlo, forjó ese poderoso artefacto denominado cultura.

Pero el animal, su animal, permanece al acecho, a la espera del menor síntoma de fragilidad para arremeter contra el  sólo en apariencia firme edificio de la racionalidad.

Al más leve crujido la bestia reanudará su milenaria tarea de hacer correr la sangre que riegue la tierra y reinicie el ciclo del nacimiento y la disolución.

Y siempre será preferible que lo haga de manera simbólica, como en las corridas de toros.

Contador de historias. Escritor y docente universitario.

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