“Gracias por existir”.
Frase atribuida a Evita, dedicada a Juan Domingo Perón
Título: SANTA EVITA
Autor: Tomás Eloy Martínez
Págs: 432
Entender este libro complejo, lleno de referencias históricas, que se mezclan hábilmente con la ficción más elaborada, oscura, tenebrosa, implica volver la mirada a la pampa, porque no es posible entenderlo sin ella. Esta novela es argentina, en lo más íntimo de sus anhelos estéticos, y, para guiarse en este laberinto de historias que se entrecruzan, el único hilo conductor parece ser una presencia: la de una mujer que ha traspasado los límites de su propia mortalidad, para situarse como una mariposa que bate sus alas, en las alturas, inmóvil, guardando un equilibrio entre el pasado y el futuro que parece determinar.
Para salir de este remolino, alejarse del vórtice, del mareo que produce su ritmo vertiginoso, no sólo hay que respirar profundamente, hay que recurrir a la música. Y, en ella, a la más argentina, a la que marca la idiosincrasia de un pueblo, en su transición de la campiña bucólica a la modernidad de la urbe, a los “cantores nacionales”, Gardel, Ignacio Corsini y Agustín Magaldi.
A este último se recurre, no sólo por las obvias referencias al cruce de destinos, un instante de eternidad entre estas dos personalidades, Eva Duarte y El Zorzal, “La voz sentimental de Buenos Aires”, sino porque él, con fina sensibilidad, pudo ser el primero que intuyó lo extraordinario que fulgía al interior de esta adolescente, provincianita pobre y poco agraciada. Por eso fue que, desde su más honda sensibilidad, en la fugacidad de su breve relación, pudo percibirla y preguntarse, en melódicas e intensas notas: ¿quién eres tú? , ¿qué misterio hay en tu fascinación?, ¿quién eres tú? ¿por qué a tu lado tiemblo de emoción?, ¿quién eres tu? ¿una estrella que me ciega de esplendor?, ¿quién eres tu? ¡Para que yo muera por tu amor!
¿No es ese mismo sentimiento, arrobador, devoto, el que va atrapando, uno a uno, a todos aquellos que en vida se relacionaron con ella? ¿No era ella, fuerte, erguida de sus desdichas, la que dispuso, desde casamientos colectivos para muchachas solteronas, hasta el lugar de habitación, el parlamento de sus películas, el registro de sus noticias, el corte de su vestido, la estructura de su peinado, todo aquello que le permitió representar el papel de su vida?
¿Recitando, confiada, el parlamento que la volvió inmortal, para hacer la mejor representación de mujer argentina de la que se tenga noticia? ¿La misma, que por la vía de querer saciar la sed, que le había dejado el desamparo, quiso amparar a toda una Nación, lo que la convirtió en la madrecita argentina, en la santa?, ¿Ella, “Esa Mujer”, que en su periplo de cadáver insepulto, fue amasando las vidas de quienes quisieron deshacerse de su presencia? ¿Ella, más fuerte muerta que viva, que les demostró todo su poder desmembrándolos interiormente, vaciándolos de su ser, anexándolos sin condiciones a su fe, mientras, ella permanecía incorruptible, serena, firme, en su determinación de no ser olvidada, de seguir siendo la más mujer de todas las mujeres?
No es posible entender esta novela, desde el punto de vista histórico, sin buscar una conexión en los antecedentes del proceso de modernización del país argentino. Si uno se atiene a la existencia de esas dos Argentinas, descritas por Sarmiento en el Facundo, una rural, de la inmensidad de la pampa, de la desolación de la montaña, la soledad del desierto; la otra urbana, con ínfulas de moza europea, puede comprender de dónde procedía la fuerza descomunal que guiaba los pasos de Eva Duarte hacia Buenos Aires. Su determinación fanática, resistencia forjada en las duras pruebas de la vida citadina, ímpetu alimentado de humillación, ideal de modernidad, de película, de radionovela.
La vida como un gran papel a interpretar, no importa que sea a costa de marchitarse en el intento, de desvanecerse y apagarse prematuramente. ¿No lo dijo ella a través del autor de la novela?:
…se preguntó cómo su cara se había alzado de la humillación y el polvo para pasear ahora en el trono de aquel Cadillac con los brazos en alto, leyendo en los ojos de la gente una veneración que jamás había conocido actriz alguna, Evita, Evita querida, madrecita de mi corazón. Se iba a morir mañana pero qué importaba. Cien muertes no alcanzaban para pagar una vida como ésa.
Eva Duarte representó la emergencia de la mujer, en un amplio sentido, allí radicó la potencia de su acto. No importaba que, en público, insistiese en someterse a la voluntad del marido, que expresara infinitamente su devoción por él, el pueblo pudo ver en ella al verdadero líder, intuir en su destino un camino para su propia liberación. Cada vez que decía “quiero a Perón” estaba diciendo “Me quiero a mí”. ¡Fue un estímulo nacional al heroísmo! No de otra manera puede entenderse la demencia colectiva que se apoderó de los hombres y mujeres, argentinos humildes, en su afán por ejecutar extraordinarias proezas, ofrendas a su diosa moderna, ritos de salvación a quien ya no podía salvarse ni salvarlos. Fue un desafío sin límites a tradiciones y jerarquías. Desafío que dejó en la inmovilidad a sus enemigos, refugiados en el ejercicio del insulto en la esfera de la intimidad, pues algo había en ella de indescifrable, de inaprensible.
Fue la encarnación, la representación del orgullo y la dignidad de los otros argentinos, las mujeres y los descamisados. Oposición entre barbarie y modernidad, con papeles invertidos. Ella, identificándose con la ansiedad colectiva por transitar a una modernidad efectiva, afirmando el papel de la mujer. Y, los otros: Los argentinos que se creían depositarios de la civilización veían en Evita una resurrección obscena de la barbarie. Ni estos ni aquellos podían dejar de lado el sistema de pensamiento híbrido que los constituía, y en el que se mezclan elementos mágicos, religiosos y de ciencia. Esta “producción” es la realidad de Latinoamérica, protagonizada por una de sus mejores actrices.
Y, ¿después de muerta? No dejés que me olviden. Ese único rol que ella le entregó -por impotencia, porque ya no le alcanzaban las fuerzas para llevarlo a cabo- a Perón, él lo resolvió de manera torpe pero efectiva. Quiso que su cuerpo se embalsamara, quiso inmortalizarse a través suyo, y sólo logró cimentar los principios de una fe que hoy subsiste y, de la cual, él es sólo un secundario actor de reparto. Las peripecias sufridas por esa “muñeca de cera” fueron el estigma, en la creación de la religión de la que ella fue el padre, el hijo y el espíritu.
El proceso de profundización de la fe, el delirio que se describe en la obra, que experimentaron todos aquellos que tuvieron como misión intentar “desaparecerla”, y que fueron desdibujándose poco a poco, dejando de ser lo que eran para pasar a ser simples devotos, puede ser una manera ficcional a partir de la cual el autor quiere poner de manifiesto un proceso místico más profundo, que implica a toda una Nación y que trascendió los limites geográficos, para alojarse, aunque de manera confusa y tergiversada, en la historia de la humanidad.
En esta obra se integran componentes muy diversos, que subsisten en el pensamiento de los latinoamericanos, pero es, sin lugar a duda, una obra plena de rasgos modernos. Está atravesada de principio a fin por los signos de un tiempo, es configurada por la ciudad, por el cine, los tranvías, las luces, los obreros, la radio, los cafés, y los periódicos. No obstante, hay un vacío inquietante, que se yergue como una amenaza, y una necesidad de fe, que supera a lo religioso y se instala en la mente de muchos que se dicen incrédulos, pero a quienes asaltan pensamientos místicos, como una necesidad, proveniente de su cerebro más arcaico.
Es también una reflexión sobre el poder, y sus variantes, puesto que Perón y Evita fueron la exacerbación del ejercicio autónomo de la decisión. Ella fue todopoderosa en vida, y esos súper poderes le sirvieron, no para llenarse de lujos, propiedades, o cuentas bancarias en el exterior, sino para redimirse a través de auxiliar a los desamparados: Evita era una enorme red que salía a cazar deseos como si la realidad fuera un campo de mariposas. Fue todos los amores y todos los odios, y podía suscitar ambos sentimientos simultáneamente, sin que en ello mediase ninguna contradicción. Fue el centro de las intrigas en vida y, muerta, fue la protagonista de una parodia vulgar del secreto, y de una transformación del poder político en poder erótico.
Intertextos como entrevistas y guiones, documentos cifrados de inteligencia nacional y textos científicos; narraciones en primera y tercera persona; diálogos: hay de todo en la construcción de la novela de Eloy Martínez. Rinde tributo a sus maestros, y los menciona (Walter Benjamin, Elliot, Mika Waltari, Apollinaire, Baudelaire), intenta una desarticulación del lenguaje, jugando con la palabra Eva, su etimología, sus combinaciones, y así recuerda al Altazor de Huidobro. Alude a que La realidad no es una línea recta sino un sistema de bifurcaciones. (¿la polifurcación de Onetti?). Usa los conceptos de simultaneidad (muchas vidas expuestas en un solo recuerdo a través del cine), y la multiplicación (Evita no se resignaba a ser una, era muchas, siluetas, bustos, copias de un cuerpo: un incendio. Viva, su hija no tenía par, pero muerta ¿qué importa? Muerta puede ser infinita).
La realidad quebrada de los testimonios fílmicos, de unas vidas que salen de las pantallas para moverse de su pasado y significar otras cosas, muestras de un presente hiper saturado de imágenes, de las cuales la de Evita es sólo una postal desarticulada de su referente, pero que se repite mecánicamente en todo el orbe, por vía de la consolidación de la cultura de masas (¿Esa imagen de Hollywood, es Evita o la Estatua de la Libertad?).
El futuro, imágenes de otro mundo, la realidad que no ha sucedido, el vacío, lugar sin tiempo, la escritura que inventaba pasado, la historia como hechos soñados, no había vida, sino sólo relatos. Todos ellos constituyen los componentes hiper modernos en la escritura de Eloy Martínez.
Una visión novelada, escrita en impecable prosa, de un mito moderno, al estilo del asesinato de Kennedy, de la muerte de Marilyn, del crimen de Lennon, de la eliminación de Pablo Escobar, de la muerte inducida de Michael Jackson, y muchos otros, que figuran en la mentalidad contemporánea como moldeadores de su mundo, la ficción y lo no resuelto, una excusa para la especulación infinita o una razón para vivir.
Finalmente, echando mano de un epílogo tajante, el autor cierra todas las llaves que su misma escritura había dejado abiertas en la mente del lector, y deja una propuesta, la escritura como exorcismo. Y un postulado:
Yo no sabía aún, y faltaba mucho para que lo sintiera, que la realidad no resucita: nace de otro modo, se transfigura, se reinventa a sí misma en las novelas.