Soplos de suicidio y tormentas de silencios

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Entonces aparecen a mitad de camino bajo un puente liberal, o en la ensoñación de hoteles que limpian sus sábanas tan fácilmente como sus historias y moralidades, o en la tranquilidad de casas cuyas vidas se quedan en el murmullo de balas robadas por el viento y el secreto familiar.


 

Odioso e identificable al mismo tiempo, el suicidio es ese fantasma del que la sociedad pereirana no se ha podido desprender. La ciudad madrugó en el arte de los tiros que tunelan la cabeza de sus autores intelectuales, cuyo intelecto les obliga a la autoeliminación.

Desde el año 1915 se registra el primero a mano de un tal señor, muy distinguido, de apellido Gordillo que afrentado por la deuda de un caballo decide “tocar las puertas de lo invisible” (expresión que utilizará el periódico local “EL Diario” por más de 50 años) otorgándose un balazo que le atravesó la sien en un céntrico hotel de la ciudad, mientras el guardia encargado de que no se volase de pagar su deuda, atendía horrorizado el pequeño hilo de sangre que anunciaba la desgracia vivida en el interior del cuarto: objetos descolocados, aterrados con el ruido ominoso, y el cráneo desmadejado que había sido prolijo en el derrame de todas sus partes, incluida la ñapa del ojo izquierdo que había salido de su órbita, terminando en la pared del cuartucho.

Pereira, años 30. Foto por Jorge Obando, fuente: http://www.revistacredencial.com

Pero posiblemente Gordillo fuera un visionario, un hombre que abría el camino para una generación de suicidas entusiastas que llegarían a adornar con la delicadeza de sus ojos, sangre, huesos y vísceras las vitrinas, vidrios, letrinas y paredes de baños y tabernas de la ciudad.

Hacia finales de los años 30 en Pereira se consolidará esta honorable tradición suicida en jóvenes cuyo corazón estaba más arrugado que su piel, aún descascarando los pliegues de la niñez.

Iban con sus trajes, señoriales y grandes, sus sombreros ornamentales para esconder la pálida juventud que avergüenza, y se encontraban en las calles oscuras de la carrera 10 entre calles 13 y 15.

Mucha especulación sobre los balazos imbéciles que salían a corta distancia para extirpar la sien de los desgraciados. Pero un acto suicida resulta tan espectacular, que es un desperdicio informativo un miserable balazo.

Imagen extraída de PxHere

Rápidamente esta idea se comprendió, y los suicidios pasaron de la simple, ramplona y sencilla plomería, a las extraordinarias dinamitas que dejaban un mensaje claro: ¡Hey, existo! ¡no importa quién soy, ni como me llamo, ni qué hago, pero existo!

Y la muerte ensalzaba este derecho a la existencia en la contundencia de su aniquilación.

Fue la época de los suicidios que valían la pena, que daba gusto informar, que se permitían el fino gusto de la especulación de los días.

No se trataba solo del muerto, eso ya la ciudad los produce y por muchas causas: accidentes de tránsito, riñas callejeras, accidentes aislados, una matera mal dispuesta en la altura de un balcón desdichado, o la simple muerte que llega como una visita atrasada, con la inmisericorde velocidad de la partida. Es una visita grosera pero necesaria.

El suicidio con dinamita es  una muerte completamente distinta, que se permite el gusto del ritual, de saberse ir con una firma que registrará el acontecimiento aunque nadie conozca el rostro y el nombre del que toca las puertas de lo invisible.

Imagen extraída de PxHere

Aparecieron columnas al suicida desconocido, a hombres impecables que tuvieron la delicadeza de partir sin dejar rastros que seguir. Y fueron uno con la muerte, no era la muerte de “tal” o “cual”, sino la muerte, en su forma más pura y escalofriante. Una (muerte) sin nombre ni fecha de caducidad.

No había forma de botar sus papeles.

Los años 40 enseñorean a la muerte en su forma pura; fiel a esa pureza los años le desdibujan el rostro y desmadejan sus huellas, pero deja una impronta que se refleja en los hermosos titulares de periódicos como El Diario (El original) que literaturizó la vida cotidiana con titulares que desafiaron la imaginación literaria de periodistas cuya vena retórica brotaba pese a las exigencias periodísticas de la época.

Fueron historias extraordinarias que se permitieron titulares y relatos poéticos que recordaron las épocas más bellas de la crónica latinoamericana.

El reato del suicidio ha cambiado, pero los suicidas siguen intrigando la imaginación de políticos, vendedores, ciudadanos de a pie, y de periodistas, pese a que los oficiales actuales, que es uno y triste, den muestras de una imaginación cada vez más mermada, y de un lenguaje de vez en vez, siempre cada vez más restringido.

Caldas, Quindío y Risaralda son un desafío a la imaginación nacional. Son tan rebeldes que sus habitantes han decidido matarse para no revelar el secreto de sus resistencias, como conmemorando a través del acto heroico a los viejos indios que decidían tirarse al vacío antes de ser obligados a la vida servil con los españoles.

Imagen extraída de PxHere

Entonces el suicidio podría ser ese acto de resistencia que se niega a una servidumbre, con distintas denominaciones pero con las mismas fuerzas subyugantes: españoles, capitalismo, consumismo, orden social.

La hazaña de una muerte que conoce su propio rostro y que legitima su resistencia anulando el poder del otro, porque el poder no consiste en matar, sino en obligar al otro a hacer lo que no quiere, incluso bajo el chantaje de la muerte, pero cuando la muerte se adelanta, el chantaje da la vuelta y lo desconcierta todo.

El suicidio es una forma de devolver el chantaje, y el otro se queda sin cómo responder, no hay cuerpo físico, no hay voluntad que pueda ser vulnerada, no hay poder que pueda subyugar… todo queda en un silencio aterrador que desmantela cualquier forma de poder.

El Gran Caldas sigue con sus suicidios, como el pan de todos los días, ya no los grandes, los hermosos, los ruidosos y dramáticos que estallaban en los viejos bares y cerraban su circuito en los literarios encabezados de periódicos que se ensañaban con un suicidio, hasta que el siguiente robaba su amor.

Imagen extraída de PxHere

Son suicidios pequeños, pequeño-burgueses con sus cuerdas silenciosas, y la miserableza del plomazo insensible. Las edades se han reducido drásticamente y se han alargado sospechosamente. Comenzamos a contar desde los cinco años hasta los 70 y algo.

Las noticias salen en una esquina indolente de los periódicos locales como si la ciudadanía hubiese perdido la piel.

Pero ahí están, latentes, constantes, permanentes, peligrosos, de pronto, a-veces, se escuchan voces histéricas que regañan al viento y se preguntan por las razones de esta producción masiva de desesperados por la vida.

Nadie contesta, salvo raros psiquiatras especuladores que recuerdan las palabras de viejos curas con tres o cuatro palabras técnicas y rimbombantes.

Los suicidas no contestan, no saben quién sigue, ellos son una incógnita para sí mismos, y cuando se saben, están demasiado embriagados de su dios como para preocuparse por la pequeñez de responder por sus acciones.

Entonces aparecen a mitad de camino bajo un puente liberal, o en la ensoñación de hoteles que limpian sus sábanas tan fácilmente como sus historias y moralidades, o en la tranquilidad de casas cuyas vidas se quedan en el murmullo de balas robadas por el viento y el secreto familiar.

 

Filósofo, Magister en Historia. Analista geopolítico.

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