Todo era azar en el hotel Sahara. Fragmento del libro

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Antojos |

Cada sábado tenemos la sección Antojos, un espacio para leer fragmentos de libros publicados por Sílaba Editores y reseñados en La cebra que habla.

 

 

Del Sahara a un camino de azahares

 Te voy a desenmascarar. No es cierto que no hayas buscado el reconocimiento del Califa. Es más: ese reconocimiento ha sido tu principal obsesión. Pero tus noches… Ya es hora de que pienses seriamente en cambiar de destino. No te recomiendo ninguno en particular. Cuando uno no sirve para nada, ¿para qué sirve a ciencia cierta? ¿Para astrólogo o consejero? Ah, la gente inútil, tan útil en los momentos menos pensados.

Y tras esa suerte de autoflagelación con final feliz, se levantó y se dirigió a una de sus intemperies favoritas. Como era medio poeta, pensaba que un rumor armonioso podría convenirle a su imaginación y su estilo. Sería una noche rica en ocurrencias encantadoras. ¿Había una vez? No, no, no faltaba más; ese arranque podría enfurecer al Califa. ¡La maldita voluntad de originalidad! Pero ese solicitado comienzo de cuento de abuela ¿no ha sido el más eficiente de los abrebocas?, ¿el más provocador? Está bien, está bien, siempre y cuando siga una historia nueva y arrebatadora. Había una vez… Dios, Dios, soy un desierto.

Llegó al puente en el preciso instante en que alguien lo transmutaba o hacía que se viera de otra manera. Ya no era un puente sino un trampolín. De aquí al cielo. O de aquí al infierno. O de aquí a la nada. Decida el lector de conformidad con su credo o su mitología. Por fin un héroe, lo que le hacía falta a esta noche. Como la mayoría de los poetas, vivía enamorado de la idea de la muerte voluntaria. Medio poético y del todo cobarde. Llegó en el preciso instante en que un hombre ni viejo ni joven daba una lección de arrojo. A lo mejor se trataba de un poeta excepcional: uno que había advertido que empezaba a repetirse. Un poeta que ya se consideraba muerto.

Y siguió el ejemplo del suicida que tal vez había cumplido a fondo con la palabra, y sucedió que ambos arrojados se confundieron en las aguas y, tras unas cuantas patadas y manotadas de ahogado, se vieron en la orilla, y ahí, muertos de la risa, se contaron sus cuitas, sus noches más lúgubres. Eran el tal Nebur y el Califa (imagine el lector la razón o las razones de la desesperación del segundo). Hasta el final de sus vidas, largas y más o menos útiles vidas, fueron buenos amigos.

 

Juegos de salón a orillas del Mar de Arabia

 —¿Qué en esta ocasión?

—Una hoja en blanco.

—Tan artístico continente se merece un contenido de antología.

—A lo mejor cae en manos de una persona imaginativa.

—Más temprano que tarde caerá en manos de las autoridades competentes.

—Se dirán raro, muy raro, fuera de lo normal, y decretarán la alarma general.

—No creo en las posibilidades de la nada.

—Amigo, la nada es algo muy serio.

 

No se necesitan poetas

(Versión libre e innecesaria de un poema de Fedor Sologub)

Abro al azar el periódico

       y no veo más que avisos.

       Se necesitan médicos.

       Se necesitan enfermeras.

       Se necesitan…

       Avisos, muchos avisos,

       pero ninguno sobre lo mío.

       Nadie necesita palabras especiales.

       Nadie necesita palabras esenciales.

       Una vez más, el mundo me hace ver

       que la poesía no es necesaria.

       Se busca finca con bosque.

       Se necesitan vacas lecheras.

       Se necesitan…

La palabra compartida por buenos lectores

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